lunes, enero 07, 2008

Manuel de Prada, , Parejas demediadas

lunes 7 de enero de 2008
Parejas demediadas

Ahora no tengo un Código Civil a mano, pero juraría que la cohabitación sigue siendo uno de los requisitos del matrimonio. De este requisito quedaban antaño exentos los marineros y los emigrantes, que dejaban en el malecón del puerto a su mujer, con los ojos arrasados de lágrimas y un pañuelo desvalido ondeando en la mano. Aquellos hombres desarraigados y solitarios, encadenados a una sortija de oro que les recordaba sus deberes conyugales, sonámbulos por regiones extramuros del atlas, parecían aureolados de un heroísmo supremo; también sus mujeres, que aguardaban su regreso con esa paciencia desesperada de Penélope, rechazando quizá los requiebros de los pretendientes que aprovechaban la ausencia del marido para tejer su telaraña de acosos, sobrellevando la penuria y el llanto insomne de sus hijos con un estoicismo que las convertía en mártires del amor. Aquellas epopeyas sacrificadas brindaron muchos argumentos a la literatura; hoy, sin embargo, el amor sometido a la prueba de la distancia se ha convertido en uno de esos tributos cotidianos que nos hemos resignado a pagar en la aduana de la modernidad.

Quizá aquella condición de vínculo indisoluble que se adjudicaba al matrimonio añadía ribetes de dramatismo a estas separaciones forzosas. Ahora que el matrimonio se ha incorporado a ese cortejo de trivialidades disolubles y pasajeras que anega nuestra vida, la distancia geográfica no se impone como una condena, sino como un voluntario antídoto contra las rutinas conyugales. La emancipación de la mujer y su incorporación a trabajos que hasta hace poco le estaban vedados han contribuido a transformar el matrimonio en una suerte de sociedad escindida. También ese prurito individualista al que antaño renunciaban los cónyuges: hoy, el miedo a perder las ventajas de la vida en solitario empuja a muchas parejas a preservar cierto reducto de libertad íntima donde el otro cónyuge tiene prohibido o muy restringido el paso. He llegado a conocer el caso extremo de un matrimonio separado por el Atlántico, con sedes laborales en Barcelona y Buenos Aires, que, a falta de una isla intermedia a la que poder acceder a nado, apoquinan el dinero del pasaje aéreo y afrontan las secuelas angustiosas del jet lag para reunirse cinco o seis veces al año en encuentros que imagino entreverados de apasionamiento y melancolía. Se trata, como digo, de un caso extremo, sobrellevado por sus protagonistas con tranquila desesperación, pero también con la certeza de que no podrán soportar la tortura durante mucho tiempo. Más común, en cambio, es hallar parejas diseminadas por distintos países europeos (la abolición de las fronteras parece haber favorecido la libre circulación de matrimonios demediados), y mucho más aún parejas interprovinciales que tan sólo se frecuentan los fines de semana, acuciadas siempre por la fatídica obligación del regreso a una ciudad sórdida de la periferia.

Los principales beneficiados por este auge de las parejas demediadas son, evidentemente, las compañías telefónicas, que si por ellas fuera propondrían un modelo de sociedad compartimentada por sexos, con las mujeres al este y los hombres al oeste, como antes se acomodaba la población de los pueblos en los escaños de la iglesia, para oír misa. Los damnificados por esta condena del amor a distancia aguzan su imaginación para robustecer el hilo tenue que los vincula a su pareja y se aferran a la tabla de salvación del Messenger, como los náufragos de antaño se aferraban a las peticiones de auxilio que encerraban en una botella y arrojaban al incierto océano. Para consolarse en su estado, estos nómadas del amor suelen aducir que su situación los exonera del más ingrato corolario de la vida en pareja, la convivencia (como si la vida mereciese la pena ser vivida, una vez despojada de sus ingredientes más ingratos), y que, con el reencuentro, se reaviva la pasión, lo cual convierte su matrimonio en un noviazgo perpetuo, aunque guadianesco. Pero me temo que se equivocan: cuando se encuentran el fin de semana, estas parejas demediadas están ya tan derrengadas por culpa de ese trabajo impío que los separó que su pasión, postergada a lo largo de cinco días, sucumbe al cansancio. La cama, más que en el campo de plumas de su reencuentro, se erige en el varadero de sus fatigas y, a la postre, en la mortaja de su amor.


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