jueves 3 de enero de 2008
El Roscón de Paloma
Carmen Planchuelo
A NTES de que se disuelvan del pensamiento los recuerdos, sabores y olores de ésta Navidad, les contaré algo me comentó una de mis últimas adquisiciones en el mundo de las amistades. Un día -mi amiga con nombre de ave - me dijo que le encantaba la fiesta de la Epifanía no sólo por su espiritualidad sino también por lo de comer roscón el día de Reyes, que el estar en tierra extraña (es que mi Paloma es un poco como la Piquer) no le había quitado esa afición, adquirida en la más tierna infancia, cuando acudía con sus tías a la pastelería de la esquina en busca de tan tica golosina, y que la ha acompañado durante toda su vida. La compra del Roscón -me decía, era uno de los momentos estelares de la Navidad. Para Paloma aquello era una fiesta pues salir con las tías, suponía muchas cosas agradables que nada tenían que ver con las de su monótona vida de tierna colegiala, como vestirse durante todo un curso con el uniforme de cuadritos Príncipe de Gales, calzarse los zapatos de El Gorila, que su madre siempre compraba de un número mayor pues “estos críos crecen por minutos”, acarrear el baby limpio los lunes y como no, cargar con el cabás o la cartera que cada año pesaba algo más. En cambio salir con las tías rumbo a la pastelería la víspera de Reyes, implicaba una parafernalia de lo más agradable: buscar qué vestido ponerse y con qué zapatos ¡sin cordones! (seguro que merceditas o bailarinas), el abrigo de cuello de terciopelo y la boina con la bufanda de colorines, no la sempiterna azul marino del uniforme.Vestirse era uno de los primeros placeres que conllevaba la compra del Roscón de Reyes, el segundo era pasear sin prisa por la ciudad, mirar los escaparates y bazares cargados de adornos navideños, de posibles regalos. De la mano de la tía Lola paseaba como hechizada de vitrina en vitrina. El misterio de los Magos hacia tiempo que lo había desvelado (muy a su pesar) pero para nada había perdido la ilusión de los regalos que aparecerían la mañana del día seis de enero en el comedor de su casa. Pasear con las tías era un placer añadido pues antes de llegar a la pastelería, se imponían otros ritos de comienzo de año como entrar en la perfumería para reponer colonias, barras de labios, cremas. Paloma casi siempre salía del local con alguna miniatura perfumera que la dueña de la perfumería, íntima de las tías, le regalaba. También era costumbre parar un rato en la papelería eligiendo lazos brillantes, papeles satinados lisos o con dibujos, etiquetas... todo aquello que hacía que el más modesto regalo pareciera lujoso y atractivo. También de esta visita, Paloma salía con algún pequeño obsequio: cuartillas y sobres de color de rosa, una goma de borrar de nata, cartulinas, a veces hasta un frasquito de tinta china y el plumín correspondiente. Antes de llegar a la pastelería, esta ya hacía notar su presencia. Un olorcillo a caramelo y azúcar tostada, se expandía por todo el lugar, se metía por los resquicios de puertas y ventanas y despertaba los jugos gástricos de los habitantes y visitantes de la zona. Situada en una esquina de la plaza principal, seguramente era uno de los comercios más antiguos de la ciudad y orgullosamente lo hacia saber en letras doradas que majestuosamente se veían sobre el dintel de la puerta de madera y cristal. Los escaparates eran famosos en toda la ciudad por la forma espléndida, bella e imaginativa de exhibir su mercancía. En Pascua los huevos y las gallinas de chocolate tentaban a chicos y grandes, para Todos los Santos el protagonismo lo disfrutaban huesos y buñuelos, pero era en Navidad cuando el obrador de la pastelería “echaba la casa por la ventana”. Sobre bandejas de blanco papel rizado se amontonaban figuritas de mazapán, turrones de no muchos sabores pero sí sublimes, exóticas anguilas emplumadas, brillantes frutas escarchadas de todas las variedades. Por supuesto piñones chiquitines como dientecillos de elfo, almendras rosadas de corazón blanco, polvorones envueltos en papel de seda de muchos colores, rosquitos de vino y masas y masas de huevo hilado tan rubio como la melena de un hada. Unos pocos días antes del de Reyes, todos los dulces navideños dejaban el puesto de honor al Roscón. En medio de las vitrinas los roscones, grandes y pequeños, reinaban en ese mundo de dulces y almíbares. Me contaba Paloma cómo eran los que tanto le gustaban y me di cuenta que exactamente iguales a los que disfrutaba yo en mis años infantiles y juveniles. ¿Quién dice que no hay modas en la pastelería?, pues sí, sí que las hay y para demostrárselo a ustedes tomemos por ejemplo el “Roscón real” objeto de este pequeño relato. Paloma y yo los recordamos un punto ovalados, no exactamente redondos, de miga mimosamente trabajada que le hacia ser tierno pero consistente y así aguantar estoicamente el baño en chocolate, si es que alguien se daba ese gusto... Por fuera eran dorados tirando casi a color coñac, espolvoreados de azúcar y adornados de anisítos de colores y frutas escarchadas, el agua de azahar les daba una particular fragancia. No eran altos y desde luego nunca los vi rellenos de nata, crema o chocolate, estos los descubrí muchos años después cuando dejé mi Castilla natal por las riberas del Ebro y confieso que estos me gustan mucho menos, tampoco me agrada la miga hueca que se te hace aire en la boca. Pero sí el sabor del roscón y su aspecto son importantes, no lo es menos la sorpresa... ¡Ay la sorpresa!, esta merece punto y aparte. Pocas veces he tenido la fortuna de encontrarme con ella en el plato de postre. En esto de las sorpresas, también se ha visto la evolución de los tiempos a través de la pastelería. Mi padre contaba que cuando él era pequeño, allá por los años de la Primera Guerra Mundial, no era extraño encontrar una pequeña moneda de oro en el trocito de bizcocho. Tiempo después, el oro fue apartado de tan dulce postre y fue sustituido por figurillas de loza, de cristal primorosamente talladas. Mi madre solía hacer el Roscón en una tahona que había debajo de casa, y como sabía que lo que más nos ilusionaba eran las sorpresas, pues ponía cuatro, una en cada “lado” y así era mucho más fácil que mi hermano o yo nos encontráramos con la alegría de la figurita. Durante mi adolescencia predominaban las de cristal pero muy pronto fueron sustituidas por las fabricadas en en metal y también plástico y si la calidad del material de la sorpresa cambió (a peor), también lo hizo el número de sorpresas, como mucho dos, siendo una de ellas el haba. El Roscón ya no lo hacía mi madre sino que se encargaba en la pastelería. Mi amiga “de tierra extraña”, no me comentaba nada sobre las sorpresas de los roscones que cada seis de enero sirve en su mesa, me temo que al igual que en la España posmoderna, el plástico habrá sustituido a los otros materiales más bellos. Claro que lo importante no es de que esta hecha la suerte, sino que caiga en nuestro plato. De lo que sí me hablaba Paloma con entusiasmo era sobre el local en donde compraban las tías el Roscón que luego compartiría toda familia después de la comida de Reyes. Y ahí sí que se explayaba. Cómo ya les decía antes, la pastelería estaba situada en una esquina de la plaza principal, los escaparates de cristal daban a las dos calles y desde ellos se veía un espacio no muy grande pero sí muy acogedor. Paloma entraba con cierta reverencia, siempre detrás de las tías que nada más hacer su entrada en el local, eran saludadas con todo cariño y cortesía por Don Pascual, pastelero mayor y dueño, que sin hacerles esperar tomaba, personalmente, nota del pedido: tamaño del roscón y número de sorpresas (para contentar a todos los sobrinos pequeños). Una vez hecho el encargo, las señoras y su sobrina se sentaban en el saloncito adyacente y ya con las compras hechas y cumplida la misión, se tomaban un café con pasteles. Mientras Paloma fue “niña pequeña” en lugar de café, se deleitaba con una buena taza de chocolate negro, espeso y aromático, más ensaimada o pastel; al crecer le fue permitido tomar café con leche, la proporción de café y leche fue variando en función de los años que Paloma iba cumpliendo y también el dulce que le acompañaba, en la adolescencia se acostumbró a las pastitas de piñones y engullía una tras otra –disimuladamente- para evitar el “niña que te va a dar algo” o “luego dices que engordas”... Yo no compro el Roscón pues mi madre se encarga de ello, da lo mismo a quién le ha caído la sorpresa el año anterior, ella ha decidido que esa compra corre por su cuenta, como si aún fuésemos niños. Cada seis de enero después de comer, el Roscón aparece puntualmente entre nosotros, unos años relleno de crema, otros de nata y siempre dorado, oloroso y prometedor. En los últimos años yo soy la encargada de trocear el Roscón y de repartir entre mi familia la suerte oculta en él, de una forma un poco teatrera voy cortando el dulce, y mientras, todos recuerdan las sorpresas de antaño y miran atentamente cada vez que el cuchillo hunde su hoja primero en el bizcocho y luego en la nata. En las miradas de todos veo esa la secreta ilusión de que este año sí, que este año haya sorpresa para todos... pero los tiempos son los que son y la suerte no se prodiga tanto como quisiéramos. Yo soy la primera en descubrir donde está el tesoro en forma de la sorpresa y como las hadas de los cuentos, con la mejor de mis sonrisas, y la solemnidad del momento depósito el don en el plato del elegido por la suerte. Posiblemente Paloma sea la oficiante de esta misma ceremonia en la que ella llama “tierra extraña” pero que yo presiento que ya no lo es tanto. Y estoy segura que mientras contempla el trocito de bizcocho en su plato de porcelana, muchas de las Navidades y Epifanías de su vida, se mezclan con las miguitas amarillas del Roscón y la secreta esperanza de que la sorpresa este año le haya caído a ella. Suerte Paloma y a morder con cuidado....
http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=4360
jueves, enero 03, 2008
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