viernes 15 de septiembre de 2006
Los retales negros de mi vida
Félix Arbolí
C UANDO me entero de la muerte de un amigo, de una persona que ha formado parte de mi vida en cualquier circunstancia u ocasión, me doy cuenta de que todos estamos aquí como “realquilados”, para ocupar un espacio más o menos confortablemente acondicionado, previo pago de un estipulado coste y a utilizar, mientras lo ocupemos, los elementos o útiles que nos proporcionen. Espacio y efectos que desaparecerán para siempre de nuestra realidad y entorno en el momento que nuestro Divino Casero disponga el desahucio. De nada valdrán ya nuestros logros, nuestras riquezas, nuestros triunfos, los panegíricos de amigos y “falsos botafumeiros”, que aprovecharán esa morbosa oportunidad para darse a conocer y alardear de intimidades y confidencias sólo existentes en sus retorcidas mentes. Al que nos acaba de abandonar, sin hacer el más leve ruido de llantos y quejidos, de nada le sirven nuestras exaltaciones y alabanzas. Solo los gitanos son partidarios del grito, del llanto enloquecedor, del rasgado de camisas, del negro riguroso en su duelo externo. Acuden en caravana, a centenares, ante el fallecido y allí, sin tener en cuenta el ambiente que les rodea, se lanzan a sus gritos desgarrados y repetitivos, a suspiros que intentan partir el alma del prójimo y a llantos sonoros y desesperados, queriendo convencerse de que esas muestras de dolor le van a servir al finado o finada, para hacerle más liviano y favorable su eterno peregrinaje. Hablo sobre este tema, no el de los gitanos, sino el de la muerte, al enterarme del fallecimiento repentino de mi admirado y antiguo amigo Tito Fernández, con el que tuve una especial amistad y cooperación en mis años de periodismo activo. Lo supe, mientras comía con Miguel Ors y Alvaro Luis, recordando tiempos pasados, que en estos casos si fueron mejores. El suceso tuvo lugar en una cafetería donde celebraba con su amigo del alma Raúl del Pozo, la epopeya taurina que acababa de celebrarse en Ronda (Málaga), protagonizada por los hermanos Rivera Ordóñez, a la que habían asistido los citados. Debió ser terrible para el amigo Raúl, encontrarse de golpe con ese angustioso e inesperado panorama. Conociéndole, sé que lo pasaría tremendamente mal, mucho más que cualquiera otra persona en su lugar. Es de los pocos amigos y periodistas que cultivan el inapreciable don de la amistad y el afecto sincero a las personas con las que trata y considera dignas de su consideración. Tito era un ser privilegiado, pero no por el azar, sino por la terca obsesión que le dominaba desde pequeño por el mundo del cine, concretando más, por el de la cámara, a la que se dedicó en cuerpo y alma. Fue meritorio en contables ocasiones, auxiliar de cámara y ayudante de realización hasta el año 1960, que fue cuando nos conocimos, que Vicente Escrivá, el hombre de moda en nuestro cine y prolífico productor, le brindó su primera oportunidad de dirigir. Sus películas alcanzaron tremenda popularidad en el cine de la época y figuran en nuestra más conocida filmografía, entre otras, por citar a dos de las más taquilleras, “Aquí están la vicetiples” y “Margarita se llama mi amor”, con las figuras más emblemáticas del momento, Mercedes Alonso y Ángel Aranda, (que tuvo el primer Pegaso descapotable de Madrid, con el que causamos una tarde auténtica sensación por la Gran Vía). Tras una corta estancia en Méjico, donde rodó “Sor Yeyé”, con guión de Escrivá y Sánchez Silva, el autor de “Marcelino Pan y Vino”, regresó a España y empezó su momento más exitoso con las películas que dirigió a Alfredo Landa. Fue el primero que desnudó a Nadiuska en el cine y alcanzó su mayor triunfo con una de Fernando Fernán Gómez, “De hombre a hombre”, que obtuvo varios premios. Últimamente, aparte de proyectos e intervenciones en películas y series televisivas, volvió a saborear el triunfo con la popularísima serie de “Cuéntame como pasó”, ambientada en los años anteriores y en plena guerra y continuada aún en los posteriores, pues actualmente se emite su segunda temporada con la vida en los difíciles y extraños años setenta, tan cargados de acontecimientos y sorpresas de toda índole. Muchas mañanas, iba a la cafetería del hotel Plaza, donde yo acostumbraba a desayunar con Germán López Arias, (otro gran amigo y compañero desaparecido) y allí nos comentaba sus actividades y me entregaba material fotográfico con su texto correspondiente, para que yo se lo distribuyera a través de la agencia, donde estaba de Redactor Jefe. Me quiso pagar los favores en varias ocasiones, pero yo no le acepté dinero alguno, sólo la invitación del café. Era una persona entrañable y no lo digo, por esa costumbre que tenemos de santificar a los muertos, aunque en vida hayan sido unos cabritos ya mayores. Yo cuando tengo que hablar de las malas artes y faenas de alguien lo hago, sin pelos en la lengua, aunque sin perder la debida compostura literaria, a pesar de que esté muerto y goce de la loa universal. La muerte significa el final físico de una persona, su tránsito hacia lo desconocido, con las debidas repercusiones según las creencias del difunto y su entorno, pero ello no es óbice para ocultar y camuflar sus provocaciones e indignidades, blanqueando sus negras acciones y maléficas inclinaciones. Así pues cuando hablo y bien de alguien que me ha precedido en ese ignoto viaje al más allá, es porque lo siento en lo más profundo de mi ser, me lo dicta mi conciencia y me obliga a ello mi amistad y lealtad a tan excelente persona. Si no es merecedor a ello, prefiero mantener el silencio sobre su pase definitivo y si me veo obligado a opinar, pero una obligación de fuerza mayor, sintiéndolo mucho, por mi sinceridad, diré sin la menor vacilación y complejo que era un ser ruin, despreciable y nada digno de recordarse. Y me quedo tan pancho. La muerte te hace perdonar, pero no tergiversar la naturaleza de las personas o cosas. Ahora bien, lo correcto es procurar dejar a los muertos en paz, si no existen motivos muy importantes para rescatarlos a la memoria y al recuerdo, sobre todo, si es para ofenderles, ya que no se pueden defender. Menos aún si no hemos tenido el valor de cantarle los cuarenta en espadas cuando estaba vivo. Algo que no han aprendido todavía muchos políticos y colegas que siguen dando la batallita sobre personas y episodios que están ya en la Historia. Y son muchos de éstos los que vemos en películas y documentales de antaño, como inclinaban servilmente su testuz ante el “ominoso”, cuando le brillaban sus estrellas en la bocamanga. E incluso los que alegraban sus fiestas en ese aniversario del 18 de julio, hoy tan denostado y anatematizado, que entonces consideraban una magnífica ocasión de acudir al Pardo o a Aranjuez para cantarle, bailarle y rendirle pleitesía al que hoy llaman tirano. Fariseos de pacotilla y seres de poca altura intelectual, ética y moral, que solo merecerán el desprecio y el silencio de la Historia. Se que no eras creyente, amigo Tito, respeto tu postura y tus ideales aunque no participe de ellos, pero por encima de todas estas cuestiones, como buen amigo tuyo, sintiendo profundamente tu ausencia definitiva, quiero pedirle a ese Dios en el que yo si creo, aunque tenga mis dudas y complejidades, que te reserve ese lugar especial donde dicen que van las personas que pasaron por este mundo haciendo el bien, cultivando la amistad y provocando la solidaridad y la sonrisa. Donde van los que quieren pasar por este mundo con humildad y sencillez, aunque no puedan lograrlo porque la grandeza de su alma y el ejemplo de su comportamiento lo hacen gigantes ante los demás. Y tú eras, sin lugar a dudas, uno de ellos. ¡Descansa en paz, querido amigo!.
jueves, septiembre 14, 2006
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