jueves, septiembre 28, 2006

Las caras del silencio

jueves 28 de septiembre de 2006
Las caras del silencio
Félix Arbolí
S EGÚN el diccionario de la Real Academia, “silencio” es la abstención de hablar. Tiene otras acepciones, como “falta de ruido; efecto de no hablar por escrito; desestimación tácita de una petición o recurso por el mero vencimiento del plazo que la administración pública tiene para resolver (se llama silencio administrativo); pausa musical y signo que se utiliza para indicarla”. Respecto a sus sinónimos más usuales tenemos “mutismo”, “hermetismo”, “reserva”, “sigilo”, “chitón”. (Callado, sordamente, quedamente). Hasta aquí todo correcto. Nada que objetar. Pero adentrándonos en el tema, examinándolo al detalle, nos encontramos con una enorme variedad de matices y significados que hacen de esta palabra una de las más prolíficas en conceptos y circunstancias que aunque puedan aparentar alguna disparidad, observan entre ellas una sutil semejanza. Hay muchas clases de silencios y no todos tienen la misma causa, producen el mismo efecto y ocasionan idénticas circunstancias. Tenemos el silencio de la FE. Esa fuerza interior, invisible e incomprensible, que sin encontrar explicación lógica y convincente para su posible razonamiento, irreal y desconocida, nos hace creer y confiar en un Ser Superior y una vida más allá de la muerte, sin tener referencias fidedignas que apoyen y justifiquen estas creencias. La que dicen que es capaz de mover montañas, aunque en nuestro caso se mueva entre las dunas del desierto de la duda en muchas ocasiones, muy a nuestro pesar. Esa fe silenciosa y firme en un mundo sobrenatural que ha acompañado al hombre desde sus albores, porque es un instinto tan humano como el respirar, hablar, amar y comer. También está el silencio del amor, cuando dos personas pueden permanecer calladas momentos inacabables, extremadamente placenteros, hablándose con la mirada, sin que nada pueda romper o superar la grandeza y pureza de su enamoramiento, sublimado al límite de la humana dimensión, aunque no se crucen palabras, ni se prodiguen requiebros y promesas. Con el tiempo, desgraciadamente, aparecerán nubecillas y nubarrones que oscurecerán y amenazarán la bonanza y firmeza de ese amor, cuando uno u otra, pierdan la firmeza de esa fe que los mantuvo unidos. El silencio amoroso de la madre, en constante vigilia de ese ser que es el todo de su vida, entregada por completo a ofrecerle en cada instante su aliento, su confianza, su total abnegación, incluso su propia vida si hiciera falta y sin la menor vacilación. El silencio permanente del amor maternal que es, sin lugar a dudas, el más firme candidato a ocupar el primer puesto en esta escala de valores. Y el del padre, que siempre lo dejamos en un oscuro y secundario lugar y salvo muy raras excepciones, (monstruos los hay en todas partes y en todos los tiempos), es tan capaz como el anterior de darlo todo por ese hijo sin pedir nada a cambio y no por sentirse responsable y obligado, sino por esa fe que le produce su paternidad, que se traduce en amor a ese ser, prolongación de su propia vida y esperanza de la posible culminación de sus ilusiones frustradas. El silencio dulce y relajante del entorno, cuando uno se introduce de lleno, sin nada que le interrumpa, en esa lectura que nos transporta a lejanos paraísos y aterradores escenarios, participando con el protagonista en sus aventuras, goces, amoríos, miedos y temores. Un silencio que agradecemos y necesitamos para conseguir la debida concentración en ese libro que nos domina febrilmente, cuando el autor es capaz de transmitir sus más íntimas sensaciones al lector. El del dolor, cuando la ausencia de los lamentos, no alivian la amargura del que sufre alguna desgracia o se duele de una pérdida querida y definitiva. Se concentra en nuestro interior y nos destroza el alma, sin que rompan el aire los gritos de nuestro sufrimiento. Es el más doloroso e hiriente de los silencios, porque no encuentra o utiliza esa válvula de escape que nos pueda proporcionar el desahogo y la relajación que atenúe la intensidad de nuestra pena. El de la indiferencia. Ofensivo y desconcertante para el que lo recibe. No hay descalabro mental que pueda superar al silencio ominoso, terco y desconsiderado de quien hace oídos sordos a nuestras súplicas, preguntas o simple conversación, como si ignorara despectivamente nuestra presencia. El hecho de sentirnos impotentes de atraer su atención o romper su obstinado mutismo. La soledad de una compañía callada y nula. El silencio de la cobardía. Una manera indigna de enfocar nuestra vida y la convivencia social. La postura de los que viven al margen de la solidaridad y la justicia. Aquellos que con su silencio consienten que su gallináceo proceder permitan que el ultraje, la ofensa y el castigo recaiga en el inocente, sin tener las suficientes agallas de señalar y delatar al verdadero culpable por temor a las posibles represalias. Cómplices del delito por su amilanada actitud. Estos casos, por desgracia, suelen ser muy frecuentes en nuestra sociedad, donde el cinismo, la hipocresía y la falsedad, son pilares fundamentales para escalar las escalas más altas. Las grandes fortunas, por regla general y salvo contadísimas ocasiones, no surgen de la nada, ni crecen en los árboles, ni mucho menos se logran trabajando honradamente. La corrupción, tan de moda en nuestra época, no es fruto de nuestros días. Es tan antigua como aquella lejanísima etapa de nuestra Historia en la que el hombre decidió constituirse en comunidad y establecer una escala de valores y jerarquías. El éxtasis o desideratum del silencio. Cuando el hombre se entrega plenamente a la meditación aislándose por completo a la realidad que le rodea, intentando una aproximación mística a Dios, librándose de toda experiencia sensitiva. Se han dado casos de éxtasis en los que sus protagonistas han conseguido la levitación, tal era el estado de su concentración y perfeccionamiento. Es un abandono total de la dependencia de todo aquello que nos rodea, si no nos conduce a la marcada y deseada Meta Suprema. El silencio de esta concentración debe ser absoluto, impresionante. Nada debe conturbar esta ausencia de la realidad en ese viaje mental en busca de la Divinidad. El silencio del oprimido y marginado, harto ya de sus quejas inútiles y las indiferencias del prójimo hacia su dramática manera de vivir. Marcado con esa amarga resignación del que se siente ignorado y en muchos casos apartado con violencia para no atufar y mancillar con su olor y su suciedad las exquisiteces ajenas. El de todo aquel que se aparta triste y derrotado, cansado de luchar inútilmente, solitario y en silencio como un apestado social, doliéndole el corazón y escapándosele el alma harta de padecer, para esperar la llegada de la muerte que, en su caso, es más liberación que tragedia. El silencio, como ven es inagotable en aplicaciones y consecuencias, en matices y circunstancias, en definiciones y conceptos. Los hay profundos, íntegros, absolutos, como los que he ido narrando y aquellos otros que, sin perder su significado, pueden ir acompañados. Como el que reina en la sala de un cine o un teatro, durante la proyección de la película o representación de la obra. El que se elige para gozar y “saborear” una bella melodía o pieza musical a fin de que nada, ni el más leve susurro o murmullo, pueda enturbiar el hechizo del momento. Y tantos otros instantes donde el ambiente sea propicio para que la insonorización sea lo más completa posible. Y dejo para el final el silencio de la muerte. El término de nuestro trayecto por este mundo de clamores y algaradas. El más supremo y definitivo. Nada será capaz de alterarlo. Empieza cuando termina una carrera más o menos larga y se inicia el ignorado maratón de la eternidad. El viaje al mundo del silencio, la morada de la inexistencia, el camino hacia lo desconocido. Para unos, la nada; para otros el principio de una nueva y mejor vida; incluso los que esperan la reencarnación y un nuevo aterrizaje en este valle de lágrimas. Todas son conjeturas muy dignas de tenerse en cuenta y aceptar la más afín a nuestras creencias. Pero de todas formas, en todas las posibles coyunturas expuestas, lo realmente impresionante y seguro es la soledad y el silencio que domina a los que se marchan buscando ese más allá. Ese silencio por antonomasia, ya que éste si que es definitivo e inquebrantable y además y esto es lo bueno, cuando le llega su hora no se detiene a seleccionar, ni diferenciar a unos y otros por su aspecto exterior y el ambiente que le rodea, sino que todos, sin excepción, entran en ese túnel tan profundo como silencioso donde una vez en su interior no hay escape posible. Es el silencio de la eternidad, el mutismo de la muerte.

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