lunes 25 de septiembre de 2006
El viaje al centro del PP y los diez negritos del PSOE
En la actualidad mandan la inmigración ilegal y la paulatina reaparición de ETA. Y no la guerra de Irak y la masacre del 11-M, que fueron los acontecimientos que sacudieron la sociedad española y dieron alas al Gobierno de Zapatero para lanzarse sin red sobre dos temerarios desafíos con los que el presidente pagó a los nacionalistas su apoyo para permanecer en el poder: la reforma inconstitucional de los Estatutos de Cataluña y País Vasco; y la negociación con ETA sobre concesiones políticas al margen de la legalidad. Pero mientras el PP siga en el error de Irak sin autocrítica y en la obsesión conspirativa del 11-M, difícil será que los ciudadanos visualicen el alcance de la ciega cabalgada de Zapatero.
La guerra de Irak y el 11-M, estrechamente relacionados entre sí, como los percibieron los votantes en los comicios de 2004, son el gran ruido con el que el sector más duro del PP -Aznar, Acebes y Zaplana- ha pretendido justificar sus errores y deslegitimar o debilitar al Gobierno. Pero, al contrario de lo que pretenden, estas dos broncas políticas se han convertido en la gran cortina de humo que ha permitido a Zapatero iniciar una ilícita revisión constitucional encubierta, dejando al PP en posiciones que nada tienen que ver con la «revolución hacia el centro» que reclaman las juventudes de este partido.
Sin olvidar que dicha cortina de humo y ruidos extravagantes han dejado también en segundo plano otras políticas erráticas del Gobierno socialista como la de inmigración -que ahora sufre sus consecuencias y el rechazo de la UE-, o la exterior, que deambula sin rumbo y que el presidente intenta rectificar con el sistema de las ofrendas con los que mantiene su relación con los nacionalistas: a Chirac, 1.100 soldados para Líbano; a Merkel, la opa de E.ON; y a Blair, el Peñón de Gibraltar, con la ampliación del Tratado de Utrecht al istmo de la Roca.
Nada de esto hubiera sido posible con un PP renovado tras la dura derrota electoral y la aparente despedida de Aznar, y si en el PSOE no se hubiera impuesto una implacable ley del silencio, con la eliminación de los barones que dieron la voz de alarma por causa de la revisión federal del pacto constitucional. Lo que consiguió Zapatero siguiendo el guión de «Los diez negritos» de Agatha Chritie, eliminando uno a uno a los barones que explicitaron su oposición a la reforma federal. El primer negrito fue Maragall, seguido por sus fieros adversarios Vázquez, Bono y Rodríguez Ibarra, que levantaron la voz por la unidad de España pero que al final se humillaron ante el «asesino de la sonrisa» cambiando la unidad de España por la del partido, pero recibiendo el «privilegio» de aparentar que eran ellos los que se iban por cansancio, renovación o enfermedad.
A los cuatro citados patriotas del PSOE se sumaron, en una segunda muerte política, Leguina y Guerra (antes había caído Redondo Terreros), mientras González agotaba otra de las siete vidas del gato aquel blanco o negro de Deng Tsiao Ping para después reencarnarse como el Saladino de la Alianza de las Civilizaciones, que su homólogo Aznar califica de idiotez exhibiendo su inagotable ardor guerrero para pedir al islam disculpas por la conquista del Al-Andalus y ofreciéndose al Papa como el cruzado José María Corazón de León. Sólo dos negritos escaparon de la noche de los cuchillos largos de Zapatero: Chaves, por presidente del PSOE, y Múgica. El viejo zorro vasco se había escondido en la cajita del reloj cuando vio la pata empolvada del lobo de León, para desde allí y como el Defensor del Pueblo -«¿de que pueblo?», se preguntaba ignorante Hereu, nuevo alcalde de Barcelona- lanzar el recurso de inconstitucionalidad contra el Estatuto catalán.
Cuando la soledad en el ejercicio del poder es buscada para silenciar las voces de los mayores o eliminar a los adversarios interiores, la pretendida astucia del autócrata suele acabar mal (véase a sus predecesores). Y no digamos cuando el desvarío de Zapatero le conduce a suscribir un pacto con otros grupos parlamentarios para impedir el control de la oposición, sea sobre el 11-M -por disparatado que parezca el empeño del PP en un asunto donde no existe más novedad que una chapuza documental de Rubalcaba-, como sobre la inmigración u otra materia. ¿Qué democracia admite que el Gobierno pretenda silenciar en el Parlamento a la oposición?
El mal de altura, la enfermedad del presidencialismo autoritario hizo presa demasiado pronto en Zapatero, que acumula poder y aparenta firmeza para tapar la inconsistencia de su liderazgo y proyecto político. Pero si mala es la tentación autoritaria del poder, peor puede ser la desbandada de la oposición cuando hay tanto en juego como ocurre en el PP. Si las juventudes del partido reclaman ahora un giro al centro, por algo será. En esos lares ya están dirigentes europeos como Cameron o Sarkozy, con proyectos de futuro y en pos de coincidir con la mayoría social de sus respectivos países. Mientras, aquí, la derecha permanece en la disputa del pasado cuando a la vista está el desembarco de las pateras y cayucos y las amenazas renovadas de ETA y Batasuna, que le exigen a Zapatero que empiece a pagar, legalizando a Batasuna, el precio político que les había prometido a cambio del alto el fuego cuando comenzaron, en secreto, a negociar.
domingo, septiembre 24, 2006
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