miercoles 20 de septiembre de 2006
Dios, qué buen vasallo...
LA TERCERA DE ABC
... Se nos va un político ilustrado sin ostentación, honrado a machamartillo, patriota sin patrioterismo y sin complejos, martillo de nacionalistas...
«NO he de callar, por más que con el dedo, / ya tocando la boca, o ya la frente, / silencio avises, o amenaces miedo. // ¿No ha de haber un espíritu valiente? / ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? / ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?». Estos versos, que encabezan la epístola censoria que Quevedo dirigió a Olivares, podrían servir para compendiar el temperamento de Juan Carlos Rodríguez Ibarra, uno de los espíritus más libres de nuestra época. Nos hemos acostumbrado a una política de componenda y cambalache, en la que las palabras amagan y se esconden, emboscan su sentido, disfrazan su intención y lanzan su zarpazo artero. Y, de repente, llegaba Rodríguez Ibarra, soltando verdades como puños, y nos reconciliaba con un oficio desprestigiado. El anuncio de su abandono de la Presidencia de Extremadura, pretextando motivos de salud, debe interpretarse como un signo desalentador para quienes aún estimamos que la política es una vocación de servicio y una pasión de nobleza.
Comenzaré confesando mi debilidad por Rodríguez Ibarra. En una época de políticos güeros, chirles y hebenes, de sometimientos lacayunos a las consignas partidarias y a las directrices de la corrección política, los desplantes y salidas de tono de este extremeño indócil resultaban una bendición del cielo. Rodríguez Ibarra es uno de los escasos políticos que aún se atreven a pronunciar palabras sin ambages, entremezcladas con frecuencia con exabruptos e improperios, palabras que a veces nos zahieren y a veces nos enardecen hasta el aplauso, palabras que nunca nos dejan indiferentes. Rodríguez Ibarra es áspero, extremoso, desmesurado como los héroes de las tragedias griegas. El circunloquio y el eufemismo no figuran entre su munición retórica, tampoco esa hipocresía pusilánime con la que la mayoría de sus colegas disfraza sus bellaquerías y necedades. Rodríguez Ibarra dice lo que piensa, pero eso no significa que no piense lo que dice; su sinceridad, tan rechinante en una época que ha entronizado la ambigüedad y el sofisma, puede resultar casi obscena de tan nítida, pero eso no significa que esté dictada por el arrebato.
Llevaba algunos años debatiéndose en la duda de abandonar la carrera política, antes incluso de que un infarto traicionero trastornara sus latidos. En una entrevista que Gonzalo López Alba le hizo para este periódico, hace ya algunos años, Rodríguez Ibarra manifestaba que sería el «factor humano» lo que inclinaría su decisión. A la postre, creo sinceramente que ha sido ese «factor humano», más allá de las reiteradas desavenencias y fricciones con sus compañeros de partido, más allá de los desengaños y los berrinches, el más determinante. En contra de lo que mucha gente que no lo conoce pudiera pensar, Rodríguez Ibarra es un hombre con un poderoso mundo íntimo y afectivo: uno de esos hombres que han nacido para expresarse cordialmente, para derramar próvidamente los afectos que amenazan con reventarle las costuras del corazón. En nuestras conversaciones, Rodríguez Ibarra siempre me habla de su hija adolescente, siempre acaba lamentando las horas que le ha hurtado a esa hija -que se ha hurtado a sí mismo- y proclamando su deseo de resarcirse cumplidamente en un futuro próximo. Cuando crezca, su hija podrá sentirse orgullosa del padre que, durante todos estos años, renunció a su más acendrada y pujante devoción por generosidad cívica y por un sentido espartano del deber.
Como alguno de sus coetáneos, cada vez más desaprovechados, Rodríguez Ibarra asaltó la palestra a una edad estrictamente juvenil. Acababa por entonces de obtener su plaza como profesor universitario de Filología Francesa; en alguna ocasión me ha referido que su irrupción en la arena de la política fue como la del maletilla que se echa al ruedo, un poco tentado por la curiosidad y un mucho aguijoneado por los amigos. Cuando quiso darse cuenta, se le venía encima un toro corniveleto que no admitía el escaqueo; así que se puso a torear un poco a regañadientes, sin conocer siquiera los rudimentos del oficio, sacrificando otros anhelos e ilusiones. Luego, con el tiempo, descubriría que la política le había colonizado la sangre; pero nunca dejó de añorar aquella otra vida a la que había renunciado. Seguramente, habrá cometido muchos errores a lo largo de una tan dilatada carrera; pero esos errores -que él mismo reconocerá, en la hora de las recapitulaciones- palidecen comparados con los logros. Nada más normal, pues, que a sus muy gastados cincuenta y ocho años Rodríguez Ibarra añore las delicias de otra vida distinta (siempre se añora lo que nunca se tuvo), en la que la vocación pública no aplaste su vocación íntima. Perdemos a un patriota animoso; pero su hija ganará un padre igualmente abnegado. No en vano padre y patriota comparten la misma etimología.
Rodríguez Ibarra pertenece a esa estirpe menguante, casi extinta, de políticos que ganan poder de sugestión y emotividad en la distancia corta, quizá porque está amasado de una sustancia humanísima de la que carecen la mayoría de sus colegas. Y ha sido ahí, en la distancia corta, donde he aprendido a admirar a este hombre de pasiones ancestrales: junto al amor absorto a su familia, la lealtad al amigo caído (recordemos su paladina defensa de algunos compañeros de partido defenestrados) y un ímpetu samaritano que se ensimisma en las desgracias del prójimo. En Rodríguez Ibarra toda efusión es sincera: esta condición, que suele expresarse con arrebatos de ingenua aspereza, encrespa a tirios y troyanos; pero para mí constituye el meollo de su atractivo. Creo que, en el fondo, la fascinación que me inspira este hombre es de estirpe literaria: en sus vehemencias adivino al personaje con trastienda, al hombre de rasgos perfilados que se resiste a perecer asfixiado entre la mediocridad ambiental. Rodríguez Ibarra podría protagonizar una novela de Víctor Hugo o Balzac; la mayor parte de sus colegas apenas darían para rellenar la prosa mazorral de un prospecto de electrodomésticos.
En cierta ocasión le reproché que no se hubiera venido a Madrid, a ocupar algún despacho ministerial, tras la victoria de Zapatero. Por supuesto, en mi reproche subyacía un fondo de egoísmo, pues incrustado en el gobierno habría brindado mil argumentos a mis crónicas y mil consuelos a mi pesimismo político. Entonces Rodríguez Ibarra me sorprendió con una revelación: Zapatero le había reservado el Ministerio de Fomento, ofrecimiento que declinó después de rumiarlo mucho, pues consideró que su obligación era quedarse en Extremadura. Algún día, cuando amaine el torbellino de banalidad y confusión que enfanga nuestra época, lo recordaremos como el más socialista de nuestros socialistas, el más primigenio y despojado de aderezos cosméticos, el que mejor entendió que la ideología que defendía se resumía en una pasión de humanismo y justicia social. Se nos va un político ilustrado sin ostentación, honrado a machamartillo, patriota sin patrioterismo y sin complejos, martillo de nacionalistas y pescadores en río revuelto, poseído por el espíritu del regeneracionismo y por un sentimiento natural de la justicia, que es virtud preciosa en esta época de tibiezas y componendas. Sospecho que ayer fueron muchos los que, después de que anunciase su retirada, brindarían con champán, tanto entre sus correligionarios como entre sus adversarios. Quienes aún estimamos que la política es una vocación de servicio y una pasión de nobleza nos sentimos, por el contrario, desabrigados y mohínos.
Ignoro si se marcha porque está harto de que le avisen silencio y amenacen miedo, o porque de verdad su salud resentida reclama dedicaciones menos acaloradas, mas no por ellos menos cálidas. Siempre que pienso en Rodríguez Ibarra me viene a la memoria aquel hermoso verso del Poema de Mío Cid: «Dios, qué buen vasallo, si hubiese buen señor». Hoy más que nunca.
JUAN MANUEL DE PRADA
martes, septiembre 19, 2006
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