martes, septiembre 26, 2006

La democracia en america

La Democracia en América.(1ª Parte)Dedicada a Alfonsina
Alexis de Tocqueville


Una obra cumbre:
La Democracia en América es una de esas obras cumbres que, cumpliendo con su destino, es extraordinariamente poco leída. Sin embargo, y aunque es cierto que esto no suele ser frecuente, es una pena que así sea. La lucidez de Tocqueville y sus atinados comentarios sobre la aparición de un nuevo modelo político, la democracia, y sus consecuencias sociales, no debieran perderse de vista, por mucho que hayan pasado más de 150 años desde que fueron realizados.
Como ha escrito Enrique González Pedrero, "pensadores como Alexis de Tocqueville han elaborado la materia prima para la formación de lo que hoy conocemos con los académicos nombres de sociología política y ciencia política".
El libro es el producto de un viaje de nueve meses a los Estados Unidos de Norteamérica, que realizara Tocqueville en compañía de Gustave de Beaumont con la intención de conocer y analizar el american way of life.
El resultado de aquel viaje, que inició el 11 de mayo de 1831, fue un monumental retrato de la sociedad y de la política norteamericanas que refleja, por un lado, la esencia y el funcionamiento de sus instituciones, como producto de las costumbres de sus habitantes y, por el otro, un caleidoscópico muestrario de la vida cotidiana de ese país. De aquí, Tocqueville extrajo los principios en que se basa, o debería basarse, un Estado democrático. A más de un lector de su época sorprendió el análisis de Tocqueville en torno a la tentación hacia los abusos en que podría caer el poder mayoritario, como si fuera igual de tiránico que un poder monárquico. También llamó la atención su análisis de los partidos políticos y el papel de la prensa como influencia sobre el gobierno. Finalmente, hasta la fecha resalta su diagnóstico sobre las influencias de la democracia en la vida social política e incluso económica de los norteamericanos. Pero principalmente desconciertan al lector de hoy las predicciones que llegó a formular Tocqueville en 1832 y que la ronda de la historia hizo que se cumplieran.
El caso es que Tocqueville demuestra no sólo una gran capacidad de observación referida a fenómenos sin duda nuevos, como eran los producidos por el comienzo de la aplicación de la democracia, sino también una sorprendente visión de futuro. Todas y cada una de las cuestiones expuestas por el francés están todavía de extraordinaria actualidad, y sus impresiones sobre las consecuencias de la generalización del sufragio y su empleo como método de gobierno se han demostrado impresionantemente certeras. Precisamente por este motivo las reflexiones vertidas en La democracia en América en torno a asuntos como la tiranía de la mayoría siguen siendo en la actualidad, sencillamente, imprescindibles.
La conocida obra fue objeto de gran éxito desde su misma publicación y mereció una interesante réplica a cargo de John Stuart Mill ("Sobre la democracia en América"), que nos traslada a una época "extravagante", en la que la gente leía libros, escribía y reflexionaba hasta el punto de llegar a entablar largas y enriquecedoras discusiones por esta vía.

Configuración exterior de la América del Norte
La América del Norte dividida en dos vastas regiones, una que desciende hacia el polo, otra hacia el ecuador — Valle del Misisipí — Huellas que en él se encuentran de las revoluciones del globo — Orillas del océano Atlántico, en que se fundaron las colonias inglesas — Diferente aspecto que presentaban la América del Sur y la América del Norte en la época del descubrimiento — Selvas de la América del Norte — Praderas — Tribus errantes de indígenas. Su exterior, sus costumbres sus lenguas — Huellas de un pueblo desconocido
LA AMÉRICA DEL NORTE presenta, en su configuración exterior, rasgos generales que es fácil discernir al primer golpe de vista.
Una especie de ordenación metódica presidió allí la separación de las tierras y de las aguas, de las montañas y de los valles. Un arreglo tácito y majestuoso se nos revela entre la confusión de los objetos que nos van a servir de estudio y la extremada variedad de cuadros.
Dos vastas regiones la dividen de una manera casi igual.
Una tiene por límite, al Septentrión, el polo ártico; al este y al oeste, los dos grandes océanos. Se adelanta en seguida hacia el sur, y forma un triángulo cuyos lados irregularmente trazados se encuentran más abajo de los grandes lagos del Canadá.
La segunda comienza donde acaba la primera, y se extiende por todo el resto del continente.
Una está ligeramente inclinada hacia el polo, la otra hacia el ecuador.
Las tierras comprendidas en la primera región descienden al norte por una pendiente tan insensible que se podría casi decir que forman una planicie. En el interior de este inmenso terraplén, no se encuentran ni altas montañas ni profundos valles.
Las aguas serpentean allí como al azar; los ríos se entremezclan, se juntan, se separan, se vuelven a reunir, se pierden en mil pantanos, se extravían a cada instante en medio del laberinto húmedo que formaron, y no ganan, en fin, los mares polares sino después de innumerables circuitos. Los grandes lagos que lamen esta primera región no están encauzados, como la mayor parte de los del antiguo mundo, entre colinas y rocas; sus riberas son planas y no se elevan más que unos pies sobre el nivel del agua. Cada uno de ellos forma como una enorme vasija llena hasta los bordes y los más ligeros cambios en la estructura del globo precipitarían sus ondas hacia el lado del polo o hacia el mar de los trópicos.
La segunda región es más accidentada y mejor preparada para llegar a ser morada permanente del hombre. Dos largas cadenas de montañas la dividen en toda su longitud: una, bajo el nombre de Alleghanys, sigue la orilla del océano Atlántico; la otra corre paralelamente al mar del Sur.
El espacio encerrado entre las dos cadenas de montañas comprende 228843 leguas cuadradas. Su superficie es, pues, aproximadamente seis veces mayor que la de Francia.
Este vasto territorio no forma, sin embargo, más que un solo valle que, descendiendo de la cima redondeada de los Alleghanys, vuelve a subir, sin hallar obstáculos, hasta las cumbres de las montañas Rocallosas.
En el fondo del valle, corre un río inmenso. Hacia él acuden por todas partes las aguas que bajan de las montañas.
Antaño, los franceses lo llamaron el río San Luis, en recuerdo de la patria ausente; y los indios, en su lenguaje, lo denominaron el Padre de las Aguas o Misisipí.
El Misisipí tiene su origen en los límites de las dos grandes regiones de que hablé antes, en la parte más alta de la planicie que las separa.
Cerca de él nace otro río que va a depositar sus aguas en los mares polares. El propio Misisipí parece durante algún tiempo seguro del camino que debe tomar: varias veces vuelve sobre sus pasos y; después de disminuir su marcha en el seno de los lagos y de los pantanos, se decide por fin y traza lentamente su cauce hacia el sur.
Unas veces tranquilo en el fondo del lecho arcilloso que le ha excavado la naturaleza, otras inflado por las tormentas, el Misisipí riega más de 1000 leguas en su curso.
Seiscientas leguas atrás de su desembocadura, el río tiene ya una profundidad media de 15 pies, y barcos de 300 toneladas lo remontan durante un trayecto de cerca de 200 leguas.
Cincuenta y siete grandes arroyos navegables van a tributarle sus aguas. Se cuenta, entre ellos, un río de 1300 leguas de curso, otro de 900, uno de 600, otro más de 500 y cuatro de 200, sin hablar de innumerables riachuelos que acuden de todas partes a perderse en su seno.
El valle que el Misisipí riega parece haber sido creado para él solo; prodiga a voluntad el bien y el mal, y es como su dios. En los alrededores del río, la naturaleza desarrolla una inagotable fecundidad; a medida que se aleja de sus orillas, las fuerzas vegetales se agostan, los terrenos se debilitan, todo languidece y muere. En ninguna parte las grandes convulsiones del mundo han dejado huellas más evidentes que en el valle del Misisipí. El aspecto entero de la región atestigua el trabajo de las aguas. Su esterilidad como su abundancia es su obra. Las olas del océano acumularon en el fondo del valle enormes capas de tierra que han tenido tiempo de nivelarlo. Se encuentran en la orilla derecha del río llanuras inmensas, lisas como la superficie de un campo sobre el que el labrador hubiera hecho pasar su rodillo.
A medida que se aproxima uno a las montañas, el terreno, al contrario, se vuelve cada vez más desigual y estéril; el suelo está, por decirlo así, agujereado en mil parajes, y rocas primitivas aparecen aquí y allá, como los huesos de un esqueleto después de que el tiempo consumió los músculos y la carne. Una arena granítica y piedras irregularmente talladas cubren la superficie de la tierra; algunas plantas impulsan con gran esfuerzo a sus retoños a través de esos obstáculos; se diría un campo fértil cubierto por los restos de un vasto edificio. Al analizar esas piedras y esa arena, es fácil observar una analogía perfecta entre sus elementos y las que componen las cimas áridas y resquebrajadas de las montañas Rocosas. Después de haber precipitado la tierra hasta el fondo del valle, las aguas acabaron sin duda arrastrando consigo una parte de las rocas mismas. Las arrastraron sobre las pendientes más cercanas y, después de haberlas triturado unas contra otras, sembraron la base de las montañas con los despojos arrancados a sus cimas.
El valle del Misisipí es, probablemente, lo mejor que Dios ha creado para la vida y el descanso del hombre y, sin embargo, se puede decir que no forma todavía más que un vasto desierto.
Sobre la vertiente oriental de los Alleghanys, entre el pie de sus montañas y el océano Atlántico, se extiende un largo conjunto de rocas y de arena que el mar parece haber olvidado al retirarse. Ese territorio no tiene más que 48 leguas de anchura media, pero cuenta 300 leguas de largo. El suelo, en esta parte del territorio norteamericano, no se presta más que con esfuerzo a los trabajos del cultivador. La vegetación es aquí pobre y uniforme.
Sobre esta costa inhospitalaria fue donde se concentraron al principio los esfuerzos de la industria humana. En esa lengua de tierra árida nacieron y crecieron las colonias inglesas, que debían llegar a convertirse un día en los Estados Unidos de América. Es en ella todavía donde se sitúa aún hoy el mejor antecedente de su poder, en tanto que en éstos se unen casi en secreto los verdaderos elementos del gran pueblo al que pertenece sin duda el porvenir del continente.
Cuando los europeos abordaron las orillas de las Antillas, y más tarde las costas de la América del Sur, se creyeron transportados a las regiones fabulosas que habían celebrado los poetas. El mar resplandecía con las luces del trópico; la transparencia extraordinaria de sus aguas descubría por primera vez a los ojos del navegante la profundidad de los abismos. Aquí y allá se mostraban islas perfumadas que parecían flotar como canastillas de flores sobre la superficie tranquila del océano. Todo lo que, en esos lugares encantados, se ofrecía a la vista, parecía preparado para las necesidades del hombre, o calculado para sus placeres. La mayor parte de los árboles estaban cargados de frutos nutritivos, y los menos útiles al hombre deleitaban su mirada por el brillo y la variedad de sus colores. En una selva de limoneros olorosos, de higueras silvestres, de mirtos de hojas redondas, de acacias y de laureles, entrelazados por lianas floridas, una multitud de pájaros desconocidos por Europa dejaban resplandecer sus alas púrpura y azul, y mezclaban el concierto de sus voces a las armonías de una naturaleza llena de movimiento y de vida.
La muerte estaba oculta bajo manto tan brillante; pero no se le hacía caso todavía, entonces, y reinaba por lo demás en el aire de esos climas no sé qué influencia enervante que ataba al hombre al momento que vivía y lo tornaba inconsciente del porvenir.
La América del Norte apareció bajo otro aspecto. Todo en ella era grave, serio y solemne. Se hubiera dicho que había sido creada para llegar a ser los dominios de la inteligencia, como la otra la morada para los sentidos.
Un océano turbulento y brumoso envolvía sus orillas. Rocas graníticas le servían de protección. Los bosques que cubrían sus orillas mostraban un follaje sombrío y melancólico; no se veía crecer en ellos sino el pino, el alerce, la encina verde, el olivo silvestre y el laurel.
Después de penetrar a través de ese primer recinto, se encaminaba uno bajo las sombras de la floresta central. Allí se encontraban confundidos los más grandes árboles que crecen en los dos hemisferios: el plátano, el catalpa, el arce de azúcar y el álamo de Virginia enlazaban sus ramas con las del roble, del haya y del tilo.
Como en las selvas sometidas al dominio del hombre, la muerte hería aquí sin dar cuartel; pero nadie se encargaba de levantar los restos. Se acumulaban, pues, unos sobre otros: El tiempo no era bastante para reducirlos rápidamente a polvo y preparar nuevos lugares. Pero entre estos mismos restos, el trabajo y la producción proseguían sin cesar. Plantas trepadoras y hierbas de toda especie se abrían paso a través de los obstáculos. Se arrastraban a lo largo de los árboles abatidos, se encontraban entre el polvo, levantaban y quebraban la corteza herida que los cubría abriendo camino para sus tiernos retoños. Así era como venía en cierto modo a ayudar a la vida. Una y otra estaban frente a frente y parecían haber querido mezclar y confundir sus obras.
Esas selvas encerraban una oscuridad profunda. Mil arroyuelos, cuyo curso no había podido aún dirigir el trabajo del hombre, mantenían en ellas una eterna humedad. Apenas se veían algunas flores, algunas frutas silvestres y algunas aves.
La caída de un árbol derribado por la edad, la catarata de un río, el mugido de los búfalos y el silbido del viento eran los únicos que turbaban el silencio de la naturaleza.
Al este del gran río, los bosques desaparecían en parte y en su lugar se extendían praderas sin límites. La naturaleza, en su infinita variedad, ¿había negado tal vez la simiente de los árboles a esas fértiles campiñas o, más bien, la selva que las cubría había sido destruida antaño por la mano del hombre? Ni las tradiciones ni la
investigación han podido descubrirlo.
Esos inmensos desiertos no estaban, sin embargo, enteramente privados de la presencia del hombre. Algunos pueblos caminaban errantes desde hacía siglos bajo las sombras de la selva o entre los pastos de las praderas. A partir de la desembocadura del San Lorenzo hasta el delta del Misisipí, desde el océano Atlántico hasta el mar del Sur, esos salvajes tenían entre sí puntos de semejanza que atestiguaban su origen común. Pero, por lo demás, diferían de todas las razas conocidas; no eran ni blancos, como europeos, ni amarillos como la mayor parte de los asiáticos, ni negros como los africanos; su piel era rojiza, sus cabellos largos y relucientes, sus labios delgados y los pómulos de sus mejillas muy salientes. Las lenguas que hablaban los pueblos salvajes de Norteamérica diferían entre sí por las palabras, pero todas estaban sometidas a las mismas reglas gramaticales. Esas reglas se apartaban en varios puntos de aquellas que hasta entonces habían parecido presidir la formación del lenguaje entre los hombres.
El idioma de los norteamericanos parecía el producto de combinaciones nuevas; denotaba, por parte de sus inventores, un esfuerzo de inteligencia de que los indios de nuestros días parecen poco capaces.
El estado social de esos pueblos difería también en varios aspectos de lo que se veía en el viejo mundo: se hubiera dicho que se habían multiplicado libremente en el seno de sus desiertos, sin contacto con razas más civilizadas que la suya. No se encontraban en ellos esas nociones dudosas e incoherentes del bien y del mal, esa corrupción profunda que se mezcla de ordinario a la ignorancia y la rudeza de costumbres, de las naciones civilizadas que se han vuelto de nuevo bárbaras. El indio no se debía más que a sí mismo; sus virtudes, sus vicios, sus prejuicios, eran su propia obra: había crecido en la independencia salvaje de su naturaleza.
La grosería de los hombres del pueblo, en los países civilizados, no procede solamente de que son ignorantes y pobres, sino de que siendo tales se encuentran diariamente en contraste con los hombres ilustrados y ricos.
La convicción de su infortunio y de su debilidad, que día a día enfrenta la dicha y el poder de algunos de sus semejantes, excita en su corazón la cólera y el temor y el complejo de su inferioridad y de su dependencia los irrita y humilla. Este estado interior del alma se manifiesta en sus costumbres, así como en su lenguaje; son a la vez insolentes y zafios.
Esta verdad se prueba fácilmente por medio de la observación. El pueblo es más grosero en los países aristocráticos que en cualquiera otra parte; en las ciudades opulentas que en los campos.
En esos lugares, donde hay hombres poderosos y ricos, los débiles y los pobres se sienten como agobiados por su bajeza. No contando con ningún medio para volver a obtener la igualdad, desconfían enteramente de ellos mismos y caen por debajo de la dignidad humana.
Cuando llegaron los europeos, el indígena de la América del Norte ignoraba todavía el valor de la riqueza y se sentía indiferente ante el bienestar que el hombre civilizado adquiere con ella. Sin embargo, no se notaba en él nada grosero; imperaba por el contrario en su manera de obrar su reserva habitual y cierta clase de cortesía aristocrática.
Dulce y hospitalario en la paz, implacable en la guerra, más allá de los límites conocidos de la ferocidad humana, el indio se exponía a morir de hambre por socorrer al extranjero que llamaba en la noche a la puerta de su cabaña, y destrozaba con sus propias manos los miembros palpitantes de su prisionero. Las más famosas repúblicas antiguas no habían admirado jamás valor más firme ni almas más orgullosas, ni más elocuente amor por la independencia, que los que se ocultaban entonces en los bosques ignorados del Nuevo Mundo. Los europeos produjeron poca impresión al abordar las orillas de la América del Norte y su presencia no hizo nacer ni envidia ni miedo. ¿Qué imperio podían tener sobre hombres semejantes? El indio sabía vivir sin necesidades, sufrir sin quejarse y morir cantando. Como todos los demás miembros de la gran familia humana, aquellos salvajes creían en la existencia de un mundo mejor, y adoraban bajo diferentes nombres al Dios creador del universo. Sus nociones sobre las grandes verdades intelectuales eran en general simples y filosóficas.
Por primitivo que parezca el pueblo cuyo carácter trazamos aquí, no se podría dudar, sin embargo, de que otro pueblo más civilizado, más adelantado que él, lo hubiese precedido en las mismas regiones.
Una tradición oscura, pero difundida entre la mayor parte de las tribus indias de las orillas del Atlántico, nos enseña que antaño la morada de esas mismas tribus había estado establecida al oeste del Misisipí. A lo largo de las riberas del Ohio y en todo el valle central, se encuentran aún cada día montículos levantados por la mano del hombre. Cuando se excava hasta el centro de dichos monumentos, se encuentran, según dicen, osamentas humanas, instrumentos extraños, armas y utensilios de todas clases hechos de diferentes metales, que hacen pensar en usos ignorados por las razas actuales.
Los indios en nuestros días no pueden dar ninguna información sobre la historia de ese pueblo desconocido. Los que vivían hace 300 años, a raíz del descubrimiento de América, nada dijeron tampoco para deducir siquiera una hipótesis. Las tradiciones, monumentos perecederos del mundo primitivo, renacientes sin cesar, no proporcionan ninguna luz. Allá, sin embargo, vivieron millares de semejantes nuestros; no puede dudarse. ¿Cuándo llegaron, cuál fue su origen, su destino y su historia? ¿Cuándo y cómo perecieron? Nadie podría decirlo.
Cosa extraña, hay pueblos que han desaparecido tan completamente de la tierra, que el recuerdo mismo de su nombre se ha borrado; sus lenguas se han perdido, su gloria se desvaneció como un sonido sin eco; pero no sé si hay uno sólo que no haya dejado al menos una tumba en recuerdo de su paso. Así, de todas las obras del hombre, la que más dura es la que se refiere a sus despojos y sus miserias.
Aunque el vasto territorio que se acaba de describir estuviese habitado por numerosas tribus indígenas, se puede decir con justicia que en la época de su descubrimiento no era más que un desierto. Los indios lo ocupaban, pero no lo poseían. Por medio de la agricultura es como el hombre se apropia del suelo, y los primeros habitantes de la América del Norte vivían del producto de la caza. Sus implacables prejuicios, sus pasiones indómitas, sus vicios y tal vez más sus salvajes virtudes, los conducían a una destrucción inevitable. La ruina de esos pueblos comenzó el día en que los europeos abordaron a sus orillas, continuó después y en nuestros días acaba de consumarse. La Providencia, al colocarlos entre las riquezas del Nuevo Mundo, parece no haberles concedido sobre ellas más que un corto usufructo. Estaban allí, en cierto modo, como esperando. Esas costas, tan bien preparadas para el comercio y la industria, esos ríos tan profundos, el inagotable valle del Misisipí, el continente entero, fueron entonces como la cuna aún vacía de una gran nación
Allí fue donde los hombres debían tratar de construir la sociedad sobre cimientos nuevos, y donde, ensayado por primera vez teorías hasta entonces desconocidas o reputadas inaplicables, se iba a dar al mundo un espectáculo para el cual la historia del pasado no lo había preparado.

Punto de partida y su importancia para el porvenir de los angloamericanos
Utilidad de conocer el punto de partida de los pueblos para comprender su estado social y sus leyes — Norteamérica es el único país en el que se ha podido percibir claramente el punto de partida de un gran pueblo — En qué se parecían todos los hombres que fueron a poblar la América inglesa — En qué diferían — Observación aplicable a todos los europeos que fueron a establecerse en las playas del Nuevo Mundo — Colonización de la Virginia — Colonización de la Nueva Inglaterra — Carácter general de los primeros habitantes de la Nueva Inglaterra — Su llegada — Sus primeras leyes — Contrato social — Código penal tomado de la legislación de Moisés — Ardor religioso — Espíritu republicano — Unión íntima del espíritu de religión y del espíritu de libertad.
UN HOMBRE acaba de nacer. Sus primeros años transcurren oscuramente entre los juegos o los trabajos de la infancia. Crece, la virilidad comienza, las puertas del mundo se abren en fin para recibirle y entra en contacto con sus semejantes. Se le estudia entonces por primera vez, y cree uno ver formarse en él el germen de los vicios y de las virtudes de la edad madura.
Es esto, si no me engaño, un gran error.
Volvamos hacia atrás; examinemos al niño en los brazos de su madre; veamos el mundo exterior reflejarse por primera vez en el espejo aún oscuro de su inteligencia; contemplemos los ejemplos que hieren su mirada; escuchemos las primeras palabras que despiertan en él las potencias dormidas del pensamiento; asistamos, en fin, a las primeras luchas que tiene que sostener; y solamente entonces comprenderemos de dónde vienen los prejuicios, los hábitos y las pasiones que van a dominar su vida. El hombre se encuentra, por decirlo así, entero en los pañales de su cuna.
Sucede algo análogo entre las naciones. Los pueblos se resienten siempre de su origen. Las circunstancias que acompañaron a su nacimiento y sirvieron a su desarrollo influyen sobre todo el resto de su vida.
Si nos fuese posible remontarnos hasta los elementos de las sociedades, y examinar los primeros monumentos de su historia, no dudo que podríamos descubrir en ellos la causa primera de los prejuicios, de los hábitos, de las pasiones dominantes, de todo lo que compone, en fin, lo que se llama el carácter nacional. Encontraríamos en ellos la explicación de usos que, actualmente, parecen contrarios a las costumbres imperantes; leyes que parecen en oposición con los principios reconocidos; opiniones incoherentes que se encuentran aquí y allí, en la sociedad, como esos fragmentos de cadenas rotas que se ven colgar aún a veces de las bóvedas de un viejo edificio, y que no sostienen nada ya. Así se explica el destino de ciertos pueblos que una fuerza desconocida parece arrastrar hacía una meta que ellos mismos ignoran. Pero hasta aquí faltaron los hechos para un estudio semejante; el espíritu de análisis no se ha conocido en las naciones sino a medida que envejecen, y cuando por fin pensaron en contemplar su cuna el tiempo la había envuelto en una nube y la ignorancia y el orgullo la rodearon de fábulas, tras de las cuales se oculta la verdad.
Norteamérica es el único país en donde se puede asistir al desenvolvimiento natural y tranquilo de una sociedad, en que es posible precisar la influencia ejercida por el punto de partida sobre el porvenir de los Estados.
En la época. en que los pueblos europeos arribaron a las orillas del Nuevo Mundo, los rasgos de su carácter nacional estaban ya bien definidos; cada uno de ellos tenía una fisonomía distinta; y como habían llegado ya a ese grado de civilización que lleva a los hombres al estudio de sí mismos, nos han transmitido el cuadro fiel de sus opiniones, de sus costumbres y de sus leyes. Los hombres del siglo XV nos son casi tan conocidos como los del nuestro. Norteamérica nos muestra, pues, a plena luz lo que la ignorancia o la barbarie de las primeras edades sustrajeron a nuestras miradas.
Bastante cerca de la época en que las sociedades norteamericanas fueron fundadas para conocer en detalle sus elementos y bastante lejos de este tiempo para poder juzgar ya lo que esos gérmenes produjeron, los hombres de nuestros días parecen estar destinados a ver más allá que sus antecesores los acontecimientos humanos. La Providencia nos ha puesto al alcance una antorcha que faltaba a nuestros padres, permitiéndonos discernir, en el destino de las naciones, las causas primeras que la oscuridad del pasado les ocultaba.
Cuando, después de haber estudiado atentamente la historia de Norteamérica, se examina con cuidado su estado político y social, se siente uno profundamente convencido de esta verdad: que no hay opinión, hábito, ley y hasta podría decir acontecimiento, cuyo punto de partida no se explique sin dificultad. Los que lean este libro encontrarán en el presente capítulo el germen de lo que va a seguir y la clave de casi toda la obra.
Los emigrantes que vinieron, en diferentes periodos, a ocupar el territorio que cubre hoy día los Estados Unidos de América diferían unos de otros en muchos puntos; su objetivo no era el mismo, y se gobernaban según principios diversos.
Esos hombres tenían sin embargo entre sí rasgos comunes, y se encontraban todos en situación análoga.
El lazo del lenguaje es tal vez el más fuerte y más durable que pueda unir a los hombres. Todos los emigrantes hablaban la misma lengua; eran todos hijos de un mismo pueblo. Nacidos en un país agitado desde siglos por la lucha de los partidos, donde las facciones habían sido obligadas, alternativamente, a colocarse bajo la protección de las leyes, su educación política se había realizado en esa ruda escuela, y se veían en ellos difundidas más nociones de los derechos y más principios de verdadera libertad que en la mayor parte de los pueblos de Europa. En la época de las primeras emigraciones, el gobierno comunal, ese germen fecundo de las instituciones libres, había entrado ya profundamente en las costumbres inglesas, y con él el dogma de la soberanía del pueblo se había introducido en el seno mismo de la monarquía de los Tudor.
Se estaba entonces en medio de las querellas religiosas que agitaron al mundo cristiano. Inglaterra se había lanzado con una especie de furor por esa nueva vía. El carácter de los habitantes, que había sido siempre grave y reflexivo, se hizo austero y razonador. La instrucción se acrecentó mucho con esas luchas intelectuales y el espíritu recibió en ellas una cultura más profunda. Mientras se estaba ocupado en hablar de religión, las costumbres se habían vuelto más puras. Todos esos rasgos generales de la nación se volvían a encontrar reproducidos poco más o menos en la fisonomía de aquellos de sus hijos que habían ido a buscar un nuevo porvenir en las orillas opuestas del océano.
Una observación, por otra parte, a la que tendremos ocasión de volver más tarde, es aplicable no solamente a los ingleses, sino aun a los franceses, a los españoles y a todos los europeos que fueron sucesivamente a establecerse a las riberas del Nuevo Mundo. Todas las colonias europeas contenían, si no el desarrollo, por lo menos el germen de una completa democracia. Dos causas llevaban a ese resultado: se puede decir que, en general, a su partida de la madre patria, los emigrantes no tenían ninguna idea de superioridad de cualquier género, unos sobre otros. No son por cierto los más felices y poderosos quienes se destierran, y la pobreza, así como la desgracia, son las mejores garantías de igualdad que se conocen entre los hombres. Sucedió, sin embargo, que en varias ocasiones grandes señores pasaron a Norteamérica a consecuencia de querellas políticas religiosas. Se hicieron allí leyes para establecer en la nueva patria la jerarquía de los rangos, pero pronto se dieron cuenta de que el suelo norteamericano rechazaba absolutamente la aristocracia territorial. Se vio que, para cultivar esa tierra rebelde, eran precisos todos los esfuerzos constantes e interesados del propietario mismo. Cultivado el predio, se cayó en la cuenta de que sus productos no eran bastantes para enriquecer a la vez a un patrón y a un campesino. El terreno se fraccionó, pues, naturalmente en pequeñas parcelas que sólo el propietario cultivaba. Ahora bien, en la tierra es donde se hace la aristocracia, es en el suelo donde se arraiga y apoya; no son sólo los privilegios los que la establecen, no es el nacimiento lo que la constituye, sino la propiedad rústica hereditariamente transmitida. Una nación puede tener inmensas fortunas y grandes miserias; pero si esas fortunas no son territoriales, se ven en su seno pobres y ricos y no hay, a decir verdad, aristocracia.
Todas las colonias inglesas tenían entre sí, en la época de su nacimiento, un gran aire de familia. Todas, desde un principio, parecían destinadas a contribuir al desarrollo de la libertad, no ya de la libertad aristocrática de su madre patria, sino de la libertad burguesa de la que la historia del mundo no presentaba todavía un modelo exacto.
En medio de este tinte general se percibían, sin embargo, muy fuertes matices que es necesario señalar.
Se pueden distinguir en la gran familia angloamericana dos brotes principales que, hasta el presente, han crecido sin confundirse enteramente, uno al sur y otro al norte.
Virginia recibió la primera colonia inglesa. Los inmigrantes llegaron en 1607. Europa, en esa época; estaba aún convencida de que las minas de oro y plata hacen la riqueza de los pueblos, idea funesta que ha empobrecido más a las naciones que se dedicaron a mantenerla y acabó con más hombres en Norteamérica, que la guerra y todas las malas leyes juntas. Fueron, pues, buscadores de oro los que se enviaron a Virginia, gente sin recursos y sin conducta cuyo espíritu inquieto y turbulento trastornó la infancia de la colonia, e hizo inseguros sus progresos. En seguida llegaron los industriales y los cultivadores más morales y tranquilos, que no se elevaban casi del nivel de las clases inferiores de Inglaterra. Ningún noble pensamiento, ninguna combinación inmaterial presidió la fundación de los nuevos establecimientos. Apenas la colonia había sido creada, se introdujo allí la esclavitud. Ése fue el hecho capital que debía ejercer una inmensa influencia sobre el carácter, las leyes y el porvenir del sur.
La esclavitud, como lo explicaremos más tarde, deshonra el trabajo; introduce la ociosidad en la sociedad, y con ella la ignorancia y el orgullo, la pobreza y el lujo. Enerva las fuerzas de la inteligencia y adormece la actividad humana. La influencia de la esclavitud, combinada con el carácter inglés, explica las costumbres y el estado social del sur.
Sobre este mismo fondo inglés se dibujaban, al norte, matices muy contrarios. Aquí se me permitirá dar algunos detalles.
Fue en las colonias inglesas del norte, más conocidas con el nombre de estados de la Nueva Inglaterra, donde se llegaron a combinar las dos o tres ideas principales que hoy día forman las bases de la teoría social de los Estados Unidos.
Los principios de la Nueva Inglaterra se extendieron primero por los estados vecinos. En seguida ganaron, poco a poco, hasta los más lejanos, y concluyeron, si puedo expresarme así, penetrando en la confederación entera. Ejercen ahora su influencia más allá de sus limites sobre todo el mundo norteamericano. La civilización de la Nueva Inglaterra ha sido como esas grandes hogueras encendidas en las alturas que, después de haber expandido su calor en torno a ellas, tiñen aún con sus claridades los últimos confines del horizonte.
La fundación de la Nueva Inglaterra presentó un espectáculo nuevo: todo era allí singular y original.
Casi todas las colonias tuvieron como primeros habitantes hombres sin educación y sin recursos, a quienes la miseria o la mala conducta empujaban fuera del país que los había visto nacer, o especuladores ávidos y empresarios de industria. Hay colonias que no pueden ni siquiera reclamar parecido origen; Santo Domingo fue fundado por piratas y, en nuestros días, las cortes de justicia de Inglaterra se encargan de poblar Australia.
Los emigrantes que fueron a establecerse en las orillas de la Nueva Inglaterra pertenecían todos a las clases acomodadas de la madre patria. Su reunión en suelo norteamericano presentó, desde el origen, el singular fenómeno de una sociedad en donde no se encontraban ni grandes señores ni pueblo y, por decirlo así, ni pobres ni ricos. Había, guardada la proporción, una mayor masa de luces esparcida entre esos hombres que en el seno de ninguna nación europea de nuestros días. Todos, sin exceptuar tal vez a nadie, habían recibido una educación bastante avanzada, y varios de ellos se habían dado a conocer por su talento y por su ciencia. Las otras colonias habían sido fundadas por aventureros sin familia; los emigrantes de la Nueva Inglaterra llevaban consigo admirables recursos de orden y de moralidad; se encaminaban al desierto acompañados de sus mujeres y de sus hijos. Pero lo que los distinguía sobre todo de los demás, era el objeto mismo de su empresa. No era la necesidad la que los obligaba a abandonar su país; dejaban en él una posición social envidiable y medios de vida asegurados; no pasaban tampoco al Nuevo Mundo a fin de mejorar su situación o de acrecentar sus riquezas; se arrancaban de las dulzuras de la patria para obedecer a una necesidad puramente intelectual: al exponerse a los rigores inevitables del exilio, querían hacer triunfar una idea.
Los emigrantes o, como ellos se llamaban a sí mismos, los peregrinos (pilgrims), pertenecían a esa secta de Inglaterra a la cual la austeridad de sus principios había dado el nombre de puritana. El puritanismo no era solamente una doctrina religiosa; se confundía en varios puntos con las teorías democráticas y republicanas más absolutas. De eso les habían venido sus más peligrosos adversarios. Perseguidos por el gobierno de la madre patria, heridos en sus principios por la marcha cotidiana de la sociedad en cuyo seno vivían, los puritanos buscaron una tierra tan bárbara y abandonada del mundo, que les permitiese vivir en ella a su manera y orar a Dios en libertad.
Algunas citas harán comprender mejor el espíritu de esos piadosos aventureros que todo lo que pudiéramos añadir nosotros.
Nathaniel Morton, el historiador de los primeros años de la Nueva Inglaterra, entra así en materia:
He creído siempre —dice— que era un deber sagrado para nosotros, cuyos padres recibieron prendas tan numerosas y memorables de la bondad divina en el establecimiento de esa colonia, perpetuar por escrito su recuerdo. Lo que hemos visto y lo que nos ha sido contado por nuestros padres, debemos darlo a conocer a nuestros hijos, a fin de que las generaciones venideras aprendan a alabar al Señor; a fin de que la estirpe de Abraham, su siervo, y los hijos de Jacob, su elegido, guarden siempre la memoria de las milagrosas obras de Dios [Salmo CV, 5, 6]. Es preciso que sepan cómo el Señor ha llevado su viña al desierto cómo le preparó un lugar, enterrando profundamente sus raíces, y la dejó en seguida extenderse y cubrir a lo lejos la tierra [Salmo LXXX, 15, 13]; y no solamente esto, sino también cómo guió a su pueblo hacia su santo tabernáculo, y lo estableció sobre la montaña de su heredad [Éxodo, XV, 13]. Estos hechos deben ser conocidos, a fin de que Dios obtenga el honor que le es debido, y que algunos rayos de su gloria puedan caer sobre los nombres venerables de los santos que le sirvieron de instrumentos.
Es imposible leer este principio sin sentirse dominado, a pesar nuestro, por una impresión religiosa y solemne. Parece que se respira en él un aire de antigüedad y una especie de perfume bíblico.
La convicción que anima al escritor realza su lenguaje. No es ya a nuestros ojos, como a los suyos, una pequeña tropa de aventureros que va a buscar fortuna allende los mares; es la simiente de un gran pueblo que Dios va a depositar con sus manos en una tierra predestinada.
El autor continúa y pinta de esta manera la partida de los primeros emigrantes:
Así fue —dice— como ellos dejaron esta ciudad [Delf-Haleft] que había sido para ellos un lugar de reposo; sin embargo, estaban tranquilos; sabían que eran peregrinos y extranjeros aquí abajo. No se engreían con las cosas de la tierra, sino que elevaban los ojos hacia el cielo, su cara patria, donde Dios había preparado para ellos su ciudad santa. Llegaron al fin al puerto donde el barco les esperaba. Un gran número de amigos, que no podían partir con ellos, había por lo menos querido seguirles hasta allí. La noche transcurrió sin sueño; se pasó en desbordamientos de amistad, en piadosos discursos, en expresiones llenas de una verdadera ternura cristiana. Al día siguiente, ellos se dirigieron a bordo; sus amigos quisieron todavía acompañarles; fue entonces cuando se oyeron profundos suspiros, se vieron lágrimas correr de todos los ojos, se escucharon largos ósculos y ardientes plegarias que conmovieron hasta a los extraños. Habiendo sonado la señal de partida, cayeron de rodillas, y su pastor, alzando al cielo sus ojos llenos de lágrimas, los encomendó a la misericordia del Señor. Se despidieron finalmente unos de otros, y pronunciaron ese adiós que para muchos de ellos debía ser el postrero.
Los emigrantes eran un número de ciento cincuenta poco más o menos, tanto hombres como mujeres y niños. Su objeto era fundar una colonia a las orillas del Hudson; pero, después de haber andado errantes largo tiempo en el océano, se vieron al fin forzados a abordar en las costas áridas de la Nueva Inglaterra, en el lugar donde se alza hoy día la ciudad de Plymouth. Se muestra aún la roca donde descendieron los peregrinos.
Pero antes de ir más lejos —dice el historiador que cito—, consideremos un instante la condición presente de ese pobre pueblo, y admiremos la bondad de Dios que lo ha salvado.
Habían pasado ahora el vasto océano, llegaban al término de su viaje, pero no veían amigos para recibirlos, ni habitación que les ofreciese abrigo; se estaba en medio del invierno, y los que conocen nuestro clima saben cuán rudos son los inviernos, y qué furiosos huracanes asuelan entonces nuestras costas. En esa estación, es difícil atravesar lugares conocidos, con mayor razón establecerse en orillas nuevas. En torno de ellos no aparecía sino un desierto hórrido y desolado, lleno de animales y de hombres salvajes, cuyo grado de ferocidad y cuyo número ignoraban. La tierra estaba helada; el suelo cubierto de selvas y zarzales. Todo tenía un aspecto bárbaro. Tras de ellos, no percibían sino el inmenso océano que los separaba del mundo civilizado. Para hallar un poco de paz y de esperanza, no podían dirigir sus miradas sino hacia arriba.
No hay que creer que la piedad de los puritanos fuera solamente especulativa, ni que se mostrara extraña a la marcha de las cosas humanas. El puritanismo, como lo dije antes, era casi tanto una teoría política como una doctrina religiosa. Apenas desembarcados en esa orilla inhospitalaria, que Nathaniel Morton acaba de describir, el primer cuidado de los emigrantes es organizarse en sociedad. Realizan inmediatamente un acto trascendente:
Nosotros, cuyos nombres siguen, que, por la gloria de Dios, el desarrollo de la fe cristiana y el honor de nuestra patria, hemos emprendido el establecimiento de la primera colonia en estas remotas orillas convenimos en estas presentes, por consentimiento mutuo y solemne, y delante de Dios, formarnos en cuerpo de sociedad política, con el fin de gobernarnos, y de trabajar por la realización de nuestros designios; y en virtud de este contrato convenimos en promulgar leyes, actas, ordenanzas y en instituir según las necesidades magistrados a los que prometemos sumisión y obediencia.
Esto pasaba en 1620. A partir de esa época la emigración no se detuvo ya. Las pasiones religiosas y políticas, que desgarraron el imperio británico durante todo el reinado de Carlos I, empujaron cada año, a las costas de América, nuevos enjambres de sectarios. En Inglaterra, el hogar del puritanismo continuaba colocado entre las clases medias, y del seno de las clases medias era de donde procedía la mayor parte de los emigrantes. La población de la Nueva Inglaterra crecía rápidamente y, en tanto que la jerarquía de los rangos clasificaba aun despóticamente a los hombres en la madre patria, la colonia presentaba cada vez más el espectáculo nuevo de una sociedad homogénea en todas sus partes. La democracia, tal como no se había atrevido a soñarla la antigüedad, se escapaba muy fuerte y bien armada del medio de la vieja sociedad feudal.
Contento de arrojar de sí gérmenes de perturbación y elementos de revoluciones nuevas, el gobierno inglés veía sin pena esa emigración numerosa. Llegaba hasta a favorecerla con todo su poder, y parecía no ocuparse apenas del destino de los que iban a suelo norteamericano a buscar un asilo contra la dureza de sus leyes. Se hubiera dicho que miraba a la Nueva Inglaterra como una región entregada a los sueños de la imaginación, que se debía abandonar a los libres ensayos de los novadores.
Las colonias inglesas, y ésta fue una de las principales causas de su prosperidad, han gozado siempre de más libertad interior y de más independencia política que las colonias de los demás pueblos; pero en ninguna parte ese principio de libertad fue más rígidamente aplicado que en los Estados de la Nueva Inglaterra.
Era generalmente admitido entonces que las tierras del Nuevo Mundo pertenecían a la nación europea que, primero, las había descubierto.
Casi todo el litoral de la América del Norte volvióse de esta manera una posesión inglesa hacia fines del siglo XVI. Los medios empleados por el gobierno británico para poblar esos nuevos dominios fueron de naturaleza diferente: en ciertos casos, el rey sometía una parte del Nuevo Mundo a un gobierno de su elección, encargado de administrar el país en su nombre y bajo sus órdenes inmediatas, que es el sistema colonial adoptado en el resto de Europa. Otras veces, concedía a un hombre o a una compañía la propiedad de ciertas porciones del país Todos los poderes civiles y políticos se encontraban entonces concentrados en manos de uno o de varios individuos que, bajo la inspección y el control de la corona, vendían las tierras y gobernaban a los habitantes. Un tercer sistema consistía, en fin, en dar a cierto número de emigrantes el derecho de formarse en sociedad política, bajo el patronato de la madre patria, y de gobernarse a sí mismos en todo lo que no era contrario a sus leyes.
Este modo de colonización, tan favorable a la libertad, no fue puesto en práctica sino en la Nueva Inglaterra.
Desde 1628, una constitución de esta naturaleza fue concedida por Carlos I a unos emigrantes que fueron a
fundar la colonia de Massachusetts.
Pero, en general, no se otorgaron constituciones a las colonias de la Nueva Inglaterra sino largo tiempo después de que su existencia húbose considerado un hecho consumado. Plymouth, Providencia, New Haven, el estado de Conecticut y el de Rhode-Island fueron fundados sin el concurso y en cierto modo sin conocimiento de la madre patria. Los nuevos habitantes, sin negar la supremacía de la metrópoli, no bebieron en su seno la fuente de los poderes; se constituyeron por sí mismos, y no fue hasta treinta o cuarenta años después, bajo Carlos II, cuando una carta magna real vino a legalizar su existencia.
Por lo tanto, es a menudo difícil al recorrer los primeros monumentos históricos y legislativos de la Nueva Inglaterra, precisar el lazo que une a los emigrantes al país de sus antepasados. Se les ve en cada instante hacer acto de soberanía, nombrar sus magistrados, fraguar la paz y la guerra, establecer reglamentos de policía y darse leyes como si hubiesen sólo dependido de Dios.
Nada más singular y más instructivo a la vez que la legislación de esa época. En ella es, sobre todo, donde se encuentra la clave del gran enigma social que los Estados Unidos presentan al mundo de nuestros días.
Entre esos monumentos, distinguiremos particularmente, como uno de los más característicos, el código de leyes que el pequeño estado de Conecticut se dio en 1650.
Los legisladores de Conecticut se ocupan primeramente de las leyes penales; y, para formularlas, conciben la idea extraña de inspirarse en los textos sagrados.
"Quienquiera que adore a otro Dios que no sea el Señor, será reo de muerte."
Siguen diez o doce disposiciones de la misma naturaleza, tornadas textualmente del Deuteronomio, del Éxodo y del Levítico.
La blasfemia, la hechicería, el adulterio y la violación son castigados con la pena de muerte; el ultraje hecho por un hijo a sus padres es castigado con la misma pena. Se trasladaba así la legislación de un pueblo rudo y semicivilizado al seno de una sociedad cuyo espíritu era ilustrado y sus costumbres dulces: por consiguiente, jamás se vio la pena de muerte más prodigada en las leyes, ni aplicada a menos culpables.
Los legisladores, en este cuerpo de leyes penales, se preocupan sobre todo por el cuidado de mantener el orden moral y las buenas costumbres en la sociedad; penetran así sin cesar en el dominio de la conciencia, y no hay casi pecados que no dejen de someterse a la censura del magistrado. El lector ha podido observar con qué severidad esas leyes castigaban el adulterio y la violación. El simple escarceo entre personas no casadas está también severamente reprimido. Se deja al juez el derecho de infligir a los culpables una de estas tres penas: la multa, los azotes o el matrimonio; y si hay que dar crédito a los registros de New Haven, las condenas de esta naturaleza no eran raras. Allí se encuentra, con la fecha del 1º de mayo de 1660, un juicio decretando multa y reprimenda contra una joven a la que se acusaba de haber pronunciado palabras indiscretas y de haberse dejado dar un beso. El código de 1650 abunda, en medidas preventivas. La pereza y la embriaguez son en él severamente castigadas. Los hosteleros no pueden proporcionar más de cierta cantidad de vino a cada consumidor. La multa o el látigo reprimen la simple mentira cuando puede hacer daño. En otros pasajes, el legislador, olvidando completamente los grandes principios de libertad religiosa reclamados por él mismo en Europa, obliga, bajo pena de multa, a asistir al servicio divino, y llega a amenazar con penas severas y a menudo de muerte a los cristianos que quieren adorar a Dios con métodos distintos al suyo. Algunas veces en fin, el ardor reglamentario que lo domina lo lleva a ocuparse de menesteres indignos de él. Así se encuentra en el mismo código una ley que prohí5be el uso del tabaco. No hay que perder de vista que esas leyes extrañas o tiránicas no eran impuestas; que solían ser votadas por el libre concurso de los mismos interesados, y que las costumbres eran más austeras y puritanas que las leyes. En 1649, se constituye en Boston una asociación solemnemente que tiene por objeto prevenir el lujo mundano de los cabellos largos.
Parecidos extravíos son sin lugar a duda una vergüenza para el espíritu humano; atestiguan la inferioridad de nuestra naturaleza que, incapaz de discernir firmemente lo verdadero y lo justo, se ve reducida muy a menudo a no elegir sino entre dos excesos.
Al lado de esta legislación penal tan fuertemente impregnada de mezquino espíritu sectario y de todas las pasiones religiosas que la persecución había exaltado, que fermentaban todavía en el fondo de las almas, se encuentra situado, y en cierto modo eslabonado con ellas, un cuerpo de leyes políticas que, trazado hace 200 años, parece adelantarse todavía desde muy lejos al espíritu de libertad de nuestra época.
Los principios generales sobre los que descansan las constituciones modernas, principios que la mayor parte de los europeos del siglo XVII comprenden apenas, y que triunfaban entonces imperfectamente en la Gran Bretaña, son todos reconocidos y fijados en las leyes de la Nueva Inglaterra: la intervención del pueblo en los negocios públicos, el voto libre de impuestos, la responsabilidad de los agentes del poder, la libertad individual y el juicio por medio de jurado, son establecidos sin discusión y de hecho.
Esos principios generadores consiguen una aplicación y un desarrollo que ninguna nación de Europa se ha atrevido a darles.
En el estado de Conecticut, el cuerpo electoral se compone, desde su origen, de todos los ciudadanos, y esto se concibe sin dificultad.
En ese pueblo naciente imperaba entonces una igualdad casi perfecta de fortunas y más todavía en las inteligencias.
En el estado de Conecticut, en esa época, todos los agentes del poder ejecutivo eran elegidos, incluso el gobernador del estado.
Los ciudadanos de más de 16 años eran llamados a filas y formaban una milicia nacional que nombraba sus oficiales y debía encontrarse dispuesta en cualquier tiempo para la defensa del país.
En las leyes de Conecticut, como en todas las de la Nueva Inglaterra, es donde se ve nacer y desarrollarse la independencia comunal, que constituye aún en nuestros días el principio y la vida de la libertad norteamericana.
En la mayor parte de las naciones europeas, la preocupación política comenzó en las capas más altas de la sociedad, que se fue comunicando poco a poco, y siempre de una manera incompleta, a las diversas partes del cuerpo social.
En Norteamérica, al contrario, se puede decir que la comuna ha sido organizada antes que el condado; el condado antes que el estado y el estado antes de la Unión.
En la Nueva Inglaterra, desde 1650, la comuna está completa y definitivamente constituida. En torno de la individualidad comunal, van a agruparse y a unirse fuertemente intereses, pasiones, deberes y derechos. En el seno de la comuna se ve dominar una política real, activa, enteramente democrática y republicana. Las colonias reconocen aún la supremacía de la metrópoli; la monarquía es la ley del Estado, pero ya la república está plenamente viva en la comuna.
La comuna nombra a todos sus magistrados; establece el presupuesto; reparte y percibe el impuesto por sí misma. En la comuna de Nueva Inglaterra, la ley de representación no es admitida. En la plaza pública y en el seno de la asamblea general de ciudadanos es donde se tratan, como en Atenas, los asuntos que conciernen al interés general.
Cuando se estudian con atención las leyes que fueron promulgadas durante esa primera época de las repúblicas norteamericanas, se sorprende uno de la inteligencia gubernamental y de las teorías avanzadas del legislador.
Es evidente que tienen de los deberes de la sociedad hacia sus miembros una idea más elevada y más completa que los legisladores europeos de entonces, que les impone obligaciones que no tenían en cuenta todavía en otras partes. En los estados de la Nueva Inglaterra, desde su origen, el porvenir de los pobres queda asegurado; tómanse medidas severas para el mantenimiento de las carreteras y se nombran funcionarios para vigilarlas, las comunas tienen registros públicos donde se inscribe el resultado de las deliberaciones generales, los fallecimientos, los matrimonios y el nacimiento de los ciudadanos; se designan escribanos para llevar esos registros, oficiales para encargarse de administrar las sucesiones vacantes, otros para vigilar los límites de las heredades y varios tienen por principal función mantener la tranquilidad pública en la comuna.
La ley entra en mil detalles distintos para prevenir y satisfacer un gran número de necesidades sociales, de lo que se tiene aún en nuestros días una idea confusa en Francia.
Pero en los acuerdos relativos a la educación pública es donde, desde el principio, se ve con toda claridad el carácter original de la civilización norteamericana.
"Considerando —dice la ley— que Satanás, enemigo del género humano, halla en la ignorancia de los hombres sus armas más poderosas, y que nos interesa a todos que las luces que trajeron nuestros padres no permanezcan sepultadas en su tumba; considerando que la educación de los niños es una de las primeras preocupaciones del Estado, con la asistencia del Señor..." Siguen unas disposiciones que crean escuelas en todas las comunas, obligando a sus habitantes, bajo pena de fuertes multas, a comprometerse a sostenerlas. De la misma manera se fundan escuelas superiores en los distritos más populosos. Los magistrados municipales deben velar por que los padres envíen a sus hijos a las escuelas; tienen derecho a multar a los que se resistan a ello y, si la resistencia continúa, la sociedad, colocándose entonces en el lugar de la familia, se apodera del niño y desposee a los padres de los derechos que la naturaleza les dio, pero de los que tan mal uso habían hecho. El lector habrá observado sin duda el preámbulo de esas ordenanzas: en Norteamérica la religión es la que lleva a la luz, y la observancia de las leyes divinas es la que conduce al hombre a la libertad.
Cuando, después de haber dirigido una mirada rápida a la sociedad norteamericana de 1650, se examina la situación de Europa hacia la misma época, se siente uno sobrecogido de profunda sorpresa: en el continente europeo, a principios del siglo XVII, triunfaba en todas partes la monarquía absoluta sobre los restos de la libertad oligárquica y feudal de la Edad Media. En el seno de esa Europa brillante y literaria, nunca fue tal vez más completamente desconocida la idea de los derechos; los pueblos nunca habían vivido menos su vida política; jamás las nociones de la verdadera libertad habían preocupado menos a los espíritus. Fue entonces cuando esos mismos principios, no conocidos en las naciones europeas o despreciados por ellas, se proclamaron en los desiertos del Nuevo Mundo y llegaron a ser el símbolo de un futuro gran pueblo. Las más atrevidas teorías del espíritu humano se hallaban convertidas a la práctica en esa sociedad tan humilde en apariencia, de la que sin duda ningún hombre de Estado de entonces hubiera dignado ocuparse. Entregada a la originalidad de su naturaleza, la imaginación del hombre improvisaba allá una legislación sin precedente. En el seno de esa oscura democracia, que no había engendrado aún ni generales, ni filósofos, ni grandes escritores, un hombre podía erguirse en presencia de su pueblo libre, y dar, entre las aclamaciones de todos, esta bella definición de la libertad:
No nos engañemos sobre lo que debemos entender por nuestra independencia. Hay en efecto una especie de libertad corrompida, cuyo uso es común a los animales y al hombre, que consiste en hacer cuanto le agrada. Esta libertad es enemiga de toda autoridad; se resiste impacientemente a cualesquiera reglas; con ella, nos volvemos inferiores a nosotros mismos; es enemiga de la verdad y de la paz; y Dios ha creído un deber alzarse contra ella. Pero hay una libertad civil y moral que encuentra su fuerza en la unión y que la misión del poder mismo es protegerla; es la libertad de hacer sin temor todo lo que es justo y bueno. Esta santa libertad, debemos defenderla en todas las ocasiones y exponer, si es necesario, por ella nuestra vida.
Ya he hablado sobre esto lo suficiente para esclarecer el carácter de la civilización angloamericana. Es el producto — y este punto de partida debemos tenerlo siempre presente— de dos elementos completamente distintos, que en otras partes se hicieron a menudo la guerra, pero que, en América, se ha logrado incorporar en cierto modo el uno al otro y combinarse maravillosamente: el espíritu de religión y el espíritu de libertad.
Los fundadores de la Nueva Inglaterra eran a la vez ardientes sectarios y renovadores exaltados. Unidos por los lazos más estrechos de ciertas creencias religiosas, se sintieron libres de todo prejuicio político.
He ahí dos tendencias distintas, pero no contrarias, cuya huella es fácil encontrar por doquiera, tanto en las costumbres como en las leyes.
Unos hombres sacrifican a una opinión religiosa a sus amigos, a su familia y a su patria. Se les puede considerar absortos en la prosecución de ese bien intelectual que compraron a tan alto precio. Se les ve, sin embargo, buscar con ardor casi igual la riqueza material y los goces morales: el cielo en el otro mundo y el bienestar y la libertad en éste.
Bajo su mano, los principios políticos, las leyes y las instituciones parecen cosas moldeables, que pueden torcerse y combinarse a voluntad.
Ante ellos se hunden las barreras que aprisionaban a la sociedad en cuyo seno nacieron; la viejas opiniones, que desde hacía siglos dirigían al mundo, se desvanecen; una carrera casi sin límites y un campo sin horizonte se descubre; el espíritu humano se precipita en ellos; los recorre en todos sentidos; pero, llegado a los límites del mundo político, se detiene por sí mismo; abandona temblando el uso de sus más temibles facultades; abjura de la duda; renuncia a la necesidad de innovar; se abstiene incluso de levantar el velo del santuario y se inclina ante verdades que admite sin discutirlas.
Así, en el mundo moral, todo aparece clasificado, coordinado, previsto, y decidido de antemano. En el mundo político, todo está agitado, puesto en duda e incierto. En el mundo predomina la obediencia pasiva, aunque voluntaria; en el otro la independencia, el menosprecio de la experiencia y la sospecha de toda autoridad.Lejos de perjudicarse, esas dos tendencias, en apariencia tan opuestas, caminan de acuerdo y parecen prestarse mutuo apoyo.La religión ve en la libertad civil un noble ejercicio de las facultades del hombre; en el mundo político, un campo concedido por el Creador a los esfuerzos de la inteligencia. Libre y poderosa en su esfera, satisfecha. del lugar que le ha sido reservado, sabe que su imperio está bien establecido porque no reina más que por sus propias fuerzas y domina sin apoyo externo sobre los corazones.La libertad ve en la religión a la compañera de sus luchas y de sus triunfos; la cuna de su infancia y la fuente divina de sus derechos. Considera a la religión como la salvaguarda de sus costumbres y a las costumbres como garantía de las leyes y la prenda de su propia duración.RAZONES DE ALGUNAS SINGULARIDADES QUE PRESENTAN LAS LEYES Y LAS COSTUMBRES DE LOS ANGLOAMERICANOSRestos de instituciones aristocráticas en el seno de la más completa democracia —¿Por qué? —Es preciso distinguir con cuidado lo que es de origen puritano o de origen inglés.NO ES necesario que el lector saque conclusiones demasiado generales o demasiado absolutas de lo que precede. La condición social, la religión y las costumbres de los primeros emigrantes ejercieron sin duda una inmensa influencia sobre el destino de su nueva patria. Sin embargo, no dependió de ellos fundar una sociedad cuyo punto de partida eran ellos mismos. Nadie puede desligarse enteramente del pasado y lo que les ha sucedido fue que mezclaron, ya sea voluntariamente o sin darse cuenta, con las ideas y con los usos que les eran propios, otras costumbres y otras ideas que procedían de su educación o de las tradiciones nacionales de su país.Cuando se quiere conocer y juzgar a los angloamericanos de nuestros días, se debe distinguir con cuidado lo que es de origen puritano o de origen inglés.Se encuentran a menudo en los Estados Unidos de América leyes y costumbres que contrastan con todo lo que las rodea. Esas leyes parecen redactadas con un espíritu opuesto al espíritu dominante en la legislación norteamericana, esas costumbres parecen contrarias al conjunto del estado social. Si las colonias inglesas hubieran sido fundadas en un siglo de tinieblas, o si su origen se perdiera ya en la noche de los tiempos, el problema sería insoluble.Citaré un solo ejemplo para hacer comprender mi pensamiento.La legislación civil y penal de los norteamericanos no conoce más que dos medios de acción: la prisión y la fianza. El primer paso en el procedimiento consiste en obtener caución del demandado, o si rehúsa, en aprehenderlo. Se discute entonces la validez del título o la gravedad de los cargos.Es evidente que semejante legislación está dirigida contra el pobre y no favorece sino al rico.El pobre no siempre encuentra la caución, aun en materia civil y, si se ve obligado a esperar la justicia en la cárcel, su inacción forzada lo reduce pronto a la miseria.El rico, al contrario, logra siempre escapar de la prisión en materia civil. Más aún, si ha cometido un delito, se sustrae fácilmente al castigo que debía alcanzarle, que después de haber otorgado fianza desaparece. Puede decirse que, para él, todas las penas que inflige la ley se reducen a multas. ¿Hay algo más aristocrático quesemejante legislación?En los Estados Unidos, sin embargo, son los pobres los que hacen la ley y reservan naturalmente para ellos mismos las mayores ventajas de la sociedad.En Inglaterra es donde hay que buscar la explicación de este fenómeno: las leyes de que hablo son inglesas. Los norteamericanos no las han cambiado, aunque desprecien el conjunto de su legislación y la mayor parte de sus ideas.Lo que un pueblo cambia menos, después de sus costumbres, es su legislación civil. Las leyes civiles no son familiares sino a los legistas, es decir, a quienes tienen un interés directo en mantenerlas tales como son, buenas o malas, por la sencilla razón de que las conocen. La mayor parte de la nación las ignora. No las ve operar más que en casos particulares, y no acierta a percibir fácilmente su tendencia, sometiéndose a ellas sin reflexión.He citado un ejemplo y hubiera podido señalar otros muchos.El cuadro que presenta la sociedad norteamericana está, si puedo expresarme así, cubierto de una apariencia democrática, bajo la cual se ven de cuando en cuando asomar los antiguos colores aristocráticos.

Estado social de los angloamericanos
EL ESTADO social es corrientemente el producto de un hecho, a veces de las leyes y muy frecuentemente de ambas cosas unidas; pero, una vez que existe, se le puede considerar a él mismo como la causa primera de la mayor parte de las leyes, de las costumbres y de las ideas que rigen la conducta de las naciones. Así, lo que no rinde, lo modifica. Para conocer la legislación y las costumbres de un pueblo es necesario comenzar por estudiar su estado social.
El punto saliente de los angloamericanos es esencialmente democrático
Primeros emigrantes de la Nueva Inglaterra —Iguales entre sí —Leyes aristocráticas introducidas en el sur — Época de la revolución —Cambio de las Leyes de sucesión —Efectos producidos por esos cambios —Igualdad llevada a sus últimos límites en los nuevos estados del oeste —Igualdad entre las inteligencias.
SE PODRÍAN hacer varias objeciones importantes al estado social de los angloamericanos; pero hay una que domina todas las demás.
El estado social de los norteamericanos es eminentemente democrático. Ha tenido este carácter desde el nacimiento de las colonias; lo tiene aún más en nuestros días.
He sostenido en el capítulo precedente que predominaba una gran igualdad entre los emigrantes que fueron a establecerse a las orillas de la Nueva Inglaterra. El germen mismo de la aristocracia no fue trasladado nunca a esa parte de la Unión. Nunca se pudieron asentar allí más que influencias intelectuales. El pueblo se acostumbró a reverenciar ciertos nombres, como emblemas de luz y de virtud. La voz de algunos ciudadanos obtuvo sobre él un poder que se habría llamado, tal vez con razón, aristocrático, si pudiese transmitirse invariablemente de padres a hijos.
Esto pasaba en el este del Hudson, El sudoeste de este río, y bajando hasta la Florida, era de otra manera.
En la mayor parte de los estados situados al sudoeste del Hudson fueron a establecerse grandes propietarios ingleses. Los principios aristocráticos, y con ellos las leyes inglesas sobre sucesiones, habían sido transportados allí. Di a conocer ya las razones que impedían que se estableciese en Norteamérica una aristocracia poderosa. Esas razones, sin dejar de subsistir al sudoeste del Hudson, tenían, sin embargo, menos fuerza que al este de ese río. Al sur, un solo hombre podía, con ayuda de esclavos, cultivar una gran extensión de terreno. Se veían, pues, en esa parte del continente a ricos propietarios del suelo; pero su influencia no era precisamente aristocrática, como se entiende en Europa, puesto que no poseían ningunos privilegios y el cultivo por medio de esclavos no les daba señorío y, por consiguiente, tampoco protección. Sin embargo; los grandes propietarios, al sur del Hudson, formaban una clase superior, con ideas y gustos propios, concentrando en general la acción política en su seno. Era una aristocracia poco diferente de la masa del pueblo, que hacía propios fácilmente sus pasiones e intereses, sin despertar ni amor ni odio. En suma, era débil y poco vivaz. Esta clase fue la que, en el sur, se puso a la cabeza de la insurrección, y la revolución de Norteamérica le debe sus más grandes hombres.
En esa época la sociedad entera quedó desquiciada. El pueblo, en cuyo nombre se había combatido, transformado en una potencia, concibió el deseo de actuar por sí mismo; los instintos democráticos se despertaron; al romper el yugo de la metrópoli, se adquirió gusto por toda suerte de independencia; las influencias individuales dejaron poco a poco de hacerse sentir y las costumbres, como las leyes, comenzaron a caminar de acuerdo hacia el mismo fin.
Pero la ley sobre sucesiones fue la que hizo dar a la igualdad su último paso.
Me sorprende que los publicistas antiguos y modernos no hayan atribuido a las leyes sobre las sucesiones una gran influencia en la marcha de los negocios humanos. Esas leyes pertenecen, es verdad, al orden civil; pero deberían estar colocadas a la cabeza de todas las instituciones políticas, porque influyen increíblemente sobre el estado social de los pueblos, cuyas leyes políticas no son más que su expresión. Tienen además una manera segura y uniforme de obrar sobre la sociedad, apoderándose en cierto modo de las generaciones antes de su nacimiento. Por ellas, el hombre está armado de un poder casi divino sobre el porvenir de sus semejantes. El legislador reglamenta una vez la sucesión de los ciudadanos, y puede descansar durante siglos; dado el movimiento a su obra, puede retirar la mano; la máquina actúa por sus propias fuerzas, y se dirige por sí misma hacia la meta indicada de antemano. Constituida de cierta manera, reúne, concentra, agrupa en tomo de alguna cabeza la propiedad y muy pronto, después, el poder, haciendo surgir de algún modo la aristocracia de la tierra. Conducida por otros principios, y lanzada en otra dirección, su acción es más rápida aún: divide, reparte y disminuye los bienes y el poder. Ocurre a veces que sorprende la rapidez de su marcha, desconfiando de detener su movimiento, se intenta al menos poner ante ella dificultades y obstáculos y se quiere contrabalancear su acción por medio de esfuerzos contrarios. ¡Cuidados inútiles! Porque tritura o hace volar en pedazos todo lo que halla a su paso; se yergue y vuelve a caer por tierra, hasta que no se presenta ante la vista más que un polvo movedizo e impalpable, sobre el cual se asienta la democracia.
Cuando la ley de sucesiones permite y con más fuerte razón ordena el reparto por igual de los bienes del padre entre todos los hijos, sus efectos son de dos clases. Importa distinguirlos con cuidado, aunque tiendan al mismo fin.
En virtud de la ley de sucesiones, la muerte de cada propietario provoca una revolución en la propiedad. No solamente los bienes cambian de dueño, sino que cambian, por decirlo así, de naturaleza. Se fraccionan sin cesar en partes cada vez más pequeñas.
Ése es el efecto directo en cierto modo material de la ley. En los países donde la legislación establece la igualdad en el reparto, los bienes, y particularmente las fortunas territoriales, tienen una tendencia permanente a reducirse. Sin embargo, los efectos de esta legislación no se dejarían sentir sino a la larga, si la ley estuviera abandonada a sus propias fuerzas; puesto que, aunque la familia no se componga más que de dos hijos (y el promedio de las familias en un país más poblado que Francia es, según se dice, de tres cuando menos), esos hijos al repartirse la fortuna de su padre y de su madre no serán más pobres que cada uno de éstos individualmente.
Pero la ley del reparto igual no solamente ejerce influencia sobre el porvenir de los bienes; actúa sobre el ánimo de los propietarios y suscita pasiones en su ayuda. Sus efectos indirectos son los que destruyen rápidamente las grandes fortunas y sobre todo las grandes propiedades territoriales.
En los pueblos donde la ley de sucesiones está fundada sobre el derecho de primogenitura, pasan más o menos de generación en generación sin dividirse. Resulta de ello que el espíritu de familia se materializa de cierto modo en la tierra misma. La familia representa a la tierra, la tierra representa a la familia; perpetúa su nombre, su origen, su. gloria, su poder y sus virtudes. Es un testigo imperecedero del pasado, y una prenda preciosa de la existencia futura.
Cuando la ley de sucesiones establece el reparto igual, destruye la unión íntima que existía entre el espíritu de familia y la conservación de la tierra, la tierra cesa de representar a la familia, puesto que, no pudiendo dejar de ser repartida al cabo de una o de dos generaciones, es evidente que debe reducirse sin cesar acabando por desaparecer enteramente. Los hijos de un gran propietario territorial, si son en pequeño número, o si la suerte les favorece, pueden tener la esperanza de no ser menos ricos que su padre, pero no la de poseer sus mismos bienes. Su riqueza se compondrá necesariamente de otros elementos.
Ahora bien, desde el momento en que se priva a los propietarios territoriales de un gran interés de sentimiento, de recuerdos, de orgullo y ambición para conservar la tierra, se puede estar seguro de que tarde o temprano la venderán, porque tienen un gran interés pecuniario en venderla, ya que los capitales mobiliarios producen más intereses que los demás, y se prestan mejor a satisfacer las pasiones del momento.
Una vez divididas, las grandes propiedades territoriales no vuelven a rehacerse, porque el pequeño agricultor obtiene más utilidad de su parcela, guardada la proporción, que el gran propietario y lo puede vender más caro que él. Así los mismos cálculos económicos que han llevado al hombre rico a vender sus propiedades, le impedirán, con más fuerte razón, comprar otras pequeñas para recomponer las grandes.
Lo que se llama el espíritu de familia está a menudo fundado sobre una ilusión del egoísmo individual. Busca perpetuarse e inmortalizarse de cierto modo en sus bisnietos. Allí donde termina el espíritu de familia, el egoísmo individual reaparece en la realidad de sus tendencias. Como la familia no se representa ya a través de tal espíritu, sino como algo vago, indeterminado e incierto, cada uno se concentra en la comodidad de su presente; piensa en la generación que va a seguir, y nada más.
No se busca perpetuar a la familia, o por lo menos se busca perpetuarla por medios distintos a la propiedad territorial.
Así, la ley de sucesiones no solamente hace difícil a las familias conservar intactas las mismas propiedades, sino que les quita el deseo de intentarlo, y las arrastra, en cierto modo, a cooperar con ella para su propia ruina.
La ley del reparto igual procede por dos vías: al operar sobre la cosa, obra sobre el hombre o al obrar sobre el hombre, llega a la cosa.
De ambas maneras, logra herir profundamente a la propiedad territorial y hace desaparecer con rapidez familias y fortunas.
Sin duda no nos toca a nosotros, franceses del siglo XIX, testigos cotidianos de cambios políticos y sociales que la ley de sucesiones hace nacer, poner en duda su poder. Cada día la vemos pasar y volver a pasar sin cesar por nuestro suelo, derribando a su paso los muros de nuestras moradas y destruyendo el cerco de nuestros campos. Pero si la ley de sucesiones ha hecho ya bastante entre nosotros, le falta hacer mucho más todavía. Nuestros recuerdos, nuestras opiniones y nuestras costumbres le oponen poderosos obstáculos.
En los Estados Unidos, su obra de destrucción está casi terminada. Allí es donde se pueden estudiar sus principales resultados.
La legislación inglesa sobre la transmisión de los bienes fue abolida en casi todos los Estados en la época de la revolución.
La ley sobre las sustituciones fue modificada en forma de no estorbar, más que de modo insensible, la libre circulación de los bienes.
La primera generación pasó; las tierras comenzaron a dividirse. El movimiento volvióse cada vez más rápido a medida que el tiempo transcurría. Hoy día, cuando apenas han pasado sesenta años, el aspecto de la sociedad es ya irreconocible; las familias de los grandes propietarios territoriales se han sumergido casi todas en el seno de la masa común. En el estado de Nueva York, donde se contaba gran número de ellas, dos sobrenadan apenas sobre el abismo pronto a absorberlas. Los hijos de esos opulentos ciudadanos son actualmente comerciantes, abogados o médicos. La mayor parte ha caído en la oscuridad más profunda. La última huella de las clases sociales y de las distinciones hereditarias está destruida. La ley de sucesiones ha pasado por todas partes su rasero.
No es que en los Estados Unidos, como en otras partes, no haya ricos. No conozco ningún país en el que el amor al dinero tenga más amplio lugar en el corazón del hombre, y donde se profese un desprecio más profundo hacia la teoría de la igualdad permanente de los bienes. Pero la fortuna circula allí con una incomparable rapidez, y la experiencia enseña que es raro ver a dos generaciones recibir igualmente sus favores.
Este cuadro, por coloreado que se le suponga, no da todavía sino una idea incompleta de lo que pasa en los nuevos estados del oeste y del sudoeste.
A fines del siglo pasado, aventureros audaces comenzaron a penetrar en los valles del Misisipí. Fue como un nuevo descubrimiento de la América del Norte. Pronto, el grueso de la emigración se dirigió allí. Vióse entonces cómo sociedades desconocidas salían de repente del desierto. Estados, cuyo nombre ni siquiera existía pocos años antes, se alinearon en el seno de la Unión Americana. En el oeste es donde puede observarse la democracia llegada a su límite extremo. En esos estados, improvisados de cierto modo por la fortuna, los habitantes llegaron ayer al suelo que ocupan. Se conocen apenas unos a otros, y todos ignoran la historia de su vecino más próximo. En esta parte del continente americano la población escapa, pues, no solamente a la influencia de los grandes nombres y de las grandes riquezas, sino a esa natural aristocracia que emana de la ilustración y de la virtud. Nadie tiene allí ese respetable poder que los hombres conceden al recuerdo de una vida entera ocupada en hacer el bien ante sus ojos. Los nuevos estados del oeste tienen ya habitantes; pero la sociedad no existe allí todavía.
No solamente las fortunas son iguales en Norteamérica. La igualdad se extiende hasta cierto punto sobre las mismas inteligencias.
No creo que haya país en el mundo donde, en proporción con la población, se encuentren tan pocos ignorantes y menos sabios que en Norteamérica.
La instrucción primaria está allí al alcance de todos. La instrucción superior no se halla casi al alcance de nadie.
Esto se comprende sin dificultad y es, por decirlo así, el resultado lógico de lo que hemos señalado más arriba.
Casi todos los norteamericanos tienen tranquilidad económica. Pueden fácilmente procurarse los primeros elementos de los conocimientos humanos.
En los Estados Unidos, hay pocos ricos; casi todos los norteamericanos tienen, pues, necesidad de ejercer una profesión. Ahora bien, toda profesión exige un aprendizaje. Los norteamericanos no pueden entregarse al cultivo general de la inteligencia sino en los primeros años de la vida: a los quince entran en una carrera. Así, su educación concluye muy a menudo en la época en que la nuestra comienza. Si se prosigue hasta más lejos, no se dirige ya sino hacia una materia especial y lucrativa; se estudia una ciencia como se toma un oficio, y no captan más que las aplicaciones cuya utilidad presente es reconocida.
En Norteamérica, la mayor parte de los ricos comenzaron siendo pobres. Casi todos los ociosos han sido, en su juventud, gente ocupada, de donde resulta que, cuando se podría tener el gusto del estudio, no se tiene tiempo para dedicarse a él, y cuando se ha conquistado el tiempo para consagrarse a él, ya no se cuenta con el gusto de hacerlo.
En los Estados Unidos no existe clase en la cual la inclinación al placer intelectual se transmita con la comodidad económica y los ocios hereditarios, y que considere como un honor los trabajos de la inteligencia.
Así la voluntad de entregarse a esos trabajos es tan difícil de encontrarla como el poder.
Está establecido en Norteamérica, a través de los conocimientos humanos, cierto nivel medio. Todos los espíritus se le han acercado: unos elevándose, otros rebajándose.
Se encuentra, pues, una cantidad inmensa de individuos que tienen el mismo número de nociones, poco más o menos, en materia de religión, de historia, de ciencias, de economía política, de legislación y de gobierno.
La desigualdad intelectual viene directamente de Dios, y el hombre no podría impedir que se restablezca siempre.
Pero sucede por lo menos, y esto se deduce de lo que acabamos de decir, que las inteligencias, aun permaneciendo desiguales, tal como le plugo al Creador, encuentran a su disposición medios iguales.
Así, pues, en nuestros días, en Norteamérica, el elemento aristocrático, siempre débil desde su nacimiento, está si no destruido, por lo menos debilitado de tal suerte, que es difícil asignarle una influencia cualquiera en la marcha de los negocios.
El tiempo, los acontecimientos y las leyes, por el contrario, han hecho al elemento democrático, no tan sólo preponderante, sino, por decirlo así, único. Ninguna influencia de familia ni de cuerpo se deja sentir allí. A menudo no se puede descubrir una influencia individual que sea durable.
Norteamérica presenta, pues, en su estado social, el más extraño fenómeno. Los hombres se muestran allí más iguales por su fortuna y por su inteligencia, o, en otros términos, más igualmente fuertes que lo que lo son en ningún país del mundo, o que lo hayan sido en ningún siglo de que la historia guarde recuerdo.
Consecuencias políticas del estado social de los angloamericanos
LAS consecuencias políticas de semejante estado social son fáciles de deducir.
Es imposible comprender que la igualdad no acabe por penetrar en el mundo político como en otras partes. No se podría concebir a los hombres eternamente desiguales entre sí en un solo punto e iguales en los demás; llegarán, pues, en un tiempo dado, a serlo en todos.
Ahora bien, no sé más que dos maneras de hacer prevalecer la igualdad en el mundo político: hay que dar derechos iguales a cada ciudadano, o no dárselos a ninguno.
En cuanto a los pueblos que han llegado al mismo estado social que los angloamericanos, es muy difícil percibir un término medio entre la soberanía de todos y el poder absoluto de uno solo.
No hay que disimular que el estado social que acabo de describir se presta casi tan fácilmente a una como a otra de esas dos consecuencias.
Hay en efecto una pasión viril y legítima por la igualdad, que excita a los hombres a querer ser todos fuertes y estimados. Esa pasión tiende a elevar a los pequeños al rango de los grandes; pero se encuentra también en el corazón humano un gusto depravado por la igualdad, que inclina a los débiles a querer atraer a los fuertes a su nivel, y que conduce a los hombres a preferir la igualdad en la servidumbre a la igualdad en la libertad. No es que los pueblos cuyo estado social es democrático desprecien naturalmente la libertad. Tienen por el contrario un gusto instintivo por ella. Pero la libertad no es el objeto principal y continuo de su deseo; lo que aman con amor eterno es la igualdad; se lanzan hacia ella por impulsión rápida y por esfuerzos súbitos, y si no logran el fin, se resignan; pero nada podría satisfacerles sin la igualdad, y desearían más perecer que perderla.
Por otro lado, cuando los ciudadanos son todos casi iguales, les resulta difícil defender su independencia contra las agresiones del poder. No siendo ninguno de ellos lo bastante fuerte para luchar solo con ventaja, no hay más que la combinación de las fuerzas de todos que pueda garantizar la libertad. Ahora bien, tal combinación no se logra muchas veces.
Los pueblos pueden sacar dos grandes consecuencias políticas del mismo estado social: esas consecuencias difieren entre sí prodigiosamente, pero emanan ambas del mismo hecho.
Sometidos primero que nadie a esa temible alternativa que acabo de describir, los angloamericanos fueron bastante afortunados para huir del poder absoluto. Las circunstancias, el origen, las luces y sobre todo las costumbres les han permitido fundar y mantener la soberanía del pueblo.

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