viernes 15 de septiembre de 2006
La censura en el periodismo
Miguel Ángel García Brera
S E comenta estos días la embestida de Cacho contra Ramírez, dos pesos pesados del periodismo nacional, otrora amigos y cómplices en tantas descubiertas, y hoy enemistados, tal vez por no mayor motivo que la imposibilidad de que en el firmamento brillen dos soles. Sol y luna es lo más a que cabe aspirar, y aún así, cada astro ha de tener su límite, de modo que uno reine sobre el día y otro se resigne a embellecer la noche. En la acometida de Cacho –un Alatriste que ha trocado la espada por la pluma- ha surgido la cuestión de la censura, sobre la cual ya muchos colegas han avanzado sus precisiones. Y, como siempre, cada cual ve la cosa según su propia conveniencia, aunque sí me ha gustado la precisión de Ramón Pi quien piensa que sólo puede hablarse de censura cuando se ejerce desde el poder político. En otro caso, cuando alguien ve reducido, por ajena mano, su ímpetu informativo o comentarista, hay que hablar de otra cosa. La cuestión de la libertad de expresión es una de las más arduas con las que puede enfrentarse un analista y nadie duda que tiene relación directa con el Poder, ya sea político, ideológico, económico o mediático. Desde los centros dominantes en tales áreas, se lucha a brazo partido por invadir, de una forma o de otra, la libre expresión. Incluso los propios periodistas pretenden, en general, manejar la libertad del receptor de los mensajes, procurando captarle para sus planteamientos. Cada periodista desea usar su libertad para imponer su verdad, sin atender a Machado en aquello de “la verdad, no tu verdad. ¡La tuya guárdatela!”. Podría llamarse censura, como quiere Ramón Pi, tan sólo a la limitación de la libertad del periodista por parte del poder político y, desde luego, tal práctica atenta frontalmente contra los principios democráticos. Ahora bien, sería angélico pretender que ahí acaba la cuestión. Los medios constituyen un poder expansivo en cuyo seno combaten las ideologías, la ambición y el dinero, al tiempo que esos tres elementos los configuran. Ningún medio nace sin unos postulados ideológicos, ninguna empresa renuncia al interés crematístico, ni hay periodista que no ambicione la fama y lo que ella conlleva. Es obvio que nadie crea un periódico, por el placer de ofrecer al público la más objetiva y aséptica de las informaciones en todo y sobre todo. Si al mismo tiempo el dueño del periódico es director, en ninguna cabeza cabe pensar que no ejercerá su “dirección” para encaminar las voluntades de su plantilla hacia los objetivos programáticos por él deseados, entre los que, a veces, puede estar sólo el dinero, o sólo la influencia social u otra aspiración. El resultado es que, desde el lejano tiempo en que ya se hablaba de la prensa como cuarto poder, no se trataba de residenciar tal dominio en el periodista, ni siquiera en los directores, sino en los propietarios de los diarios y revistas. Pero, incluso esos poderosos editores – que a veces también reúnen la condición de directores- han de autocensurarse, si no quieren perder la necesaria publicidad o las buenas relaciones con los mandamases políticos, ideológicos o económicos. Por eso, la libertad de expresión se ve cercenada en todos y cada uno de los medios mundiales y lo que se entiende por censura es más habitual de lo que se pueda pensar. Claro que hay singularidades en el elenco periodístico que parecen gozar de una bula, pero han de tener cuidado de no rebasar el listón que se les autoriza por su propio medio o por quienes tienen influencia determinante sobre el mismo. A veces uno lee o escucha cosas incompatibles con la filosofía del periódico o de la emisora en que aparecen o se dicen, pero no hay que engañarse, se trata sólo de cubrir, bajo una apariencia de máxima libertad, tolerancia, democracia y demás, la realidad monolítica de cada medio. Por eso también, tarde o temprano, como decía Guerra, el que se mueve no sale en la foto o el que no sigue las indicaciones del empresario mediático –directamente o través de los directores- ha de buscar nuevo acomodo para sus columnas. Sinceramente me conmueve que se abran debates sobre la censura, partiendo de la base de su excepcionalidad, precisamente cuando impera inexorablemente en cada empresa mediática. Lo de Cacho y Pedro J. se me parece a lo de los “fan” del naturalista Esteve Irving -al que mató una raya mientras buceaba-, que ahora están dedicándose a cortar las colas a esa clase de peces. Al atardecer de cada día, yo acudía, hace ya unos cuantos veranos, en una de las islas Maldivas, a ver la llegada de las rayas para recibir el alimento de un nativo al que nunca atacaron. El error de Irving debió ser no darles de comer; el de sus "fan" es una revancha sin grandeza.
jueves, septiembre 14, 2006
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