martes, septiembre 19, 2006

La edad de piedra

miercoles 20 de septiembre de 2006
IZQUIERDA LIBERAL
La edad de la piedad
Por Antonio Robles
En las democracias occidentales actuales el mal ha dejado de existir. En su lugar, una ola de piedad disculpa crímenes, justifica robos, excusa agresiones, defiende chantajes y siempre rebaja la responsabilidad del agresor frente a la víctima, en nombre de la injusticia social, de la desigualdad económica, de la marginación, de los traumas infantiles o de la ignorancia de quien no tuvo oportunidades educativas.
Hijos de familias desestructuradas, inmigrantes desesperados, drogadictos vencidos por la química, todos y casi todo cuentan con la disculpa de una sociedad compasiva dispuesta a rehabilitar al delincuente. No hay violador, maltratador o criminal que no cuente de entrada con la voluntad de los poderes públicos y la misericordia intelectual para devolverlo cuanto antes a la sociedad rehabilitado de culpas siempre disculpables.

Su responsabilidad nunca es enteramente suya. El sistema, esta sociedad sin alma, es el verdadero culpable, la causa profunda del mal. Es preciso, por tanto, que el sistema injusto que arroja a la delincuencia a tantas y tantos marginados se haga cargo y se responsabilice de rectificar. Mientras tanto, infinitas víctimas mastican la desolación en que quedan sin más consuelo que el dolor y la impotencia.

Paralelamente a esta misericordia por el delincuente, la piedad que nos envuelve disculpa el error del conductor borracho, del joven envenenado de velocidad, del escolar maleducado y grosero que ha de pasar de curso sin haberse esforzado ni aprobado conocimiento alguno, del adolescente que maltrata a su madre y se mofa de la autoridad de su padre sin renunciar ni a un centímetro de la seguridad que le dan. La piedad, compasiva y misericordiosa, justifica el mal porque el mal no tiene responsables. Los hemos disuelto en una neblina social, desdibujada por discursos compasivos llegados de frentes progresistas mitad intelectuales, mitad políticos que aparentan sustentarse en la izquierda, sin percatarse de que la caridad que derraman aún huele a incienso y seminario.

Pero cualquiera les dice nada: son los dueños de la ética, de la libertad y de la verdad social. Cualquier contradicción a su discurso biempensante es catalogada de impresentable, insensible, derechona. Son los dueños del bien.

El mal, paradójicamente, lo encarnan los que lo denuncian, no los que lo hacen ni los que lo disculpan. El bruto es hoy quien sale a la calle con los vecinos armados de palos, hartos de tanta desidia policial, para limpiar de traficantes de drogas el barrio, donde viven, juegan y crecen sus hijos, abandonados a su suerte por los poderes públicos, mientras las aristocracias políticas e intelectuales viven cómodamente en sus barrios resguardados, lejos de la inseguridad de esos arrabales del extrarradio donde un padre decente no puede garantizar que le roben a su hijo los tentáculos de la droga, de la delincuencia o de ambos a la vez.

¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Por qué la Ley del Talión y "la venganza" del Estado están desprestigiadas absolutamente, sustituidas por la piedad, que nos impulsa inmediatamente y en cualquier caso a pensar en cómo rehabilitar a quien acaba de cometer una violación, en vez de centrarnos en su castigo? (Lo digo así de crudo porque no quiero perder una línea en ser políticamente correcto. Que sea el lector el que haga el recorrido mental, que piense por sí mismo por qué es necesario pensar en lugar de poner estigmas a las ideas).

Hemos llegado aquí después de un largo recorrido de ideas basadas en errores sobre la naturaleza humana. Comenzó en Sócrates, filósofo del siglo V a. C., maestro en una Atenas ilustrada y preñada de ideas que iban a inventar la cultura occidental. Acuciado por la búsqueda de la verdad y la virtud, Sócrates confundió saber y virtud. Para él sólo podría hacer el bien quien fuera sabio, quien sabía qué era el bien. Confundía la capacidad cognitiva con la voluntad de obrar correctamente, por eso, si sólo podían ser virtuosos los sabios, los que obrasen mal no serían culpables, sólo ignorantes. Consecuentemente, la ignorancia no habría de corregirse con castigos ni cárceles, sino con educación y escuelas. Presuponía, por tanto, la inexistencia del mal en el alma humana o, cuando menos, descargaba a la voluntad del hombre del mal y se la cargaba a su ignorancia.

Cándida visión que su discípulo Platón aceptó en su sentido más erróneo, al identificar culpa con ignorancia. Las consecuencias de este error de apreciación de lo que somos llevó a Platón a diseñar la primera sociedad ideal en La República, nido de todos los totalitarismos modernos, a decir de K. Popper. Su convencimiento de que se podía modelar el alma humana desde la escuela para construir así una sociedad perfecta le llevó en vida a varios fracasos, pero sus ideas extenderían el mal a la cultura occidental durante siglos, por culpa de esa pandilla de iluminados e ignorantes que constituyeron los primeros cristianos.

Pobres, incultos y, por lo mismo, acomplejados por su falta generalizada de teorías sobre el mundo y el hombre, recurrieron a los clásicos griegos, y allí encontraron a Platón. Adoptaron y adaptaron su filosofía a los intereses religiosos de sus creencias, para darse una teología que les garantizase una pátina de ilustración, y de esta manera la cultura occidental que nació de su poder político quedaría inseminada de platonismo.

La estupidez de confundir saber con virtud se reducía ahora a saber la ley de dios para ser virtuoso, y se llenaba de sentimientos piadosos como el poner la otra mejilla, el sentir constante amor por los demás y el perdonar, incluso a tus enemigos. La cultura de la vergüenza y de la venganza de los griegos arcaicos y el ojo por ojo de la Ley del Talión de la cultura semita fueron, así, barridas de la historia de Occidente. Para bien, pero, como estamos comprobando, también para mal.

Aquellos griegos geniales en tantas cosas y estos cristianos mansos acababan de poner la primera piedra de esta edad de la piedad y de la irresponsabilidad en la que vivimos hoy. Habríamos de esperar al siglo XVIII para que otra teoría sobre la naturaleza humana redundara en el mismo error. La conocemos como la "teoría del buen salvaje", debida a John Dryden (The Conquest of Granada, 1670), aunque quien la popularizó fue J. J. Rousseau, fundamentalmente en su libro Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, de 1755.

Supone esta teoría que el hombre en estado natural es manifiestamente bueno, desinteresado y pacífico, y sólo después de llegar la civilización se hizo egoísta y violento. El contexto en que nació esta romántica teoría fueron los viajes exóticos que muchos europeos dieron alrededor del mundo, a lomos de la colonización europea y sus contactos con pueblos indígenas obligados a la sumisión.

De nuevo se renovaba la creencia en la inocencia natural del ser humano. Si obra mal ahora es porque la existencia de la sociedad lo ha hecho malo. El individuo concreto vuelve a ser disculpado: serán las reglas sociales y la propiedad privada las causas últimas de su violencia.

La teoría del buen salvaje ya no nos abandonaría jamás. Karl Marx la remozó en el siglo XIX con su teoría del materialismo histórico: "No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determinan las conciencias"; o lo que es lo mismo, serán el sistema de producción capitalista y las desigualdades económicas lo que provoque las causas profundas de la manera de ser y pensar del hombre.

La sociología que surgió de estas ideas justificaba intelectualmente, una vez más, la violencia social, y por ende las consecuencias no previstas justificarían la irresponsabilidad individual del hombre concreto en su afán por sobrevivir en un sistema económico que le negaba el pan y la sal.

El anarquismo de finales del siglo XIX y principios del XX iría aún más lejos: era preciso acabar con la estructura de poder del Estado y el dirigismo de la Iglesia para hacer brotar del corazón libre del hombre lo mejor de sí. Ferrer Guardia, fundador de la Escuela Nueva en Cataluña a principios de siglo, encarna mejor que nadie esa pedagogía a mitad de camino entre la ingenuidad y el error.

Sin discutir los beneficios evidentes que las cuatro teorías hasta ahora descritas tuvieron en sus días para humanizar un poco el mundo, sin lugar a dudas dejaron también esa impronta de que es el sistema y no el hombre concreto el último responsable de los actos indeseables.

Tres hechos la afianzaron hasta maniatar las democracias a finales del siglo XX: el triunfo de esa sociología marxista basada en el materialismo histórico que se impuso no sólo en los países donde triunfaron las revoluciones comunistas, también en los países capitalistas, donde una intelectualidad biempensante marxista (hizo triunfar las teorías de Gramsci) logró crear la sensación social de que el sistema tenía la culpa de todo, y si bien el delito era perseguido, sus autores eran tratados más como víctimas del sistema que como culpables; y por lo mismo, cuidadosamente, piadosamente rehabilitados, antes que castigados.

El segundo hecho lo parió el horror nazi de los campos de concentración de la II Guerra Mundial. Toda una sociedad colaboró con aquel exterminio, pero ni los juicios de Nuremberg sirvieron para condenar a cada uno de los alemanes que llevaron a cabo, cooperaron abiertamente o callaron aquel genocidio. Nuevamente la responsabilidad personal quedaba disuelta en el sistema. Entonces el sistema fue la manipulación social y el miedo, cuando no la ignorancia de lo que estaba ocurriendo. ¡Como si dejar barrios enteros vacíos de la noche a la mañana, llenar trenes de gentes honradas o proferir discursos incendiarios contra el vecino pudiera pasar inadvertido!

El tercer hecho fue la revolución de Mayo del 68, con la creación de la juventud como clase social por vez primera en la historia, cuyo error esencial sería desentenderse de los deberes sociales sin renunciar a ninguno de los derechos. Muchos de aquellos holgazanes nos gobiernan ahora. La disciplina, la voluntad y la responsabilidad no adiestradas entonces nos han traído la debilidad sentimental de ahora.

No son estas ideas, sin embargo, el fruto de la mala fe o el egoísmo. Muy al contrario, generalmente fueron acciones arriesgadas dirigidas por reflexiones éticas en pro de un mundo más justo. Toda la filosofía política de Marx está encaminada a liberar al hombre de la alienación económica, política, social y religiosa que en su tiempo le mantenían explotado y sin derechos. Da escalofríos repasar las páginas de la Revolución Industrial, donde los obreros carecían de seguridad social, no tenían derecho a la jubilación, ni a cobrar nada si caían enfermos o sufrían accidentes laborales; sus jornadas eran de 14 horas o más, incluidos los domingos, con sueldos míseros que imponía el patrono, sin posibilidad alguna de negociarlos. No es extraño, por tanto, que aquellas ideas se impusieran con la seguridad moral que nacía de injusticias tan flagrantes. Pero eso no puede justificar tampoco la base errónea en que se sustentaban, o sus malas consecuencias no previstas.

Lo cierto es que de esa sociología marxista que culpaba al sistema de todos los males se amamantó buena parte de la irresponsabilidad social. Robar no era un mal absoluto y, por lo mismo, el ladrón no era culpable absolutamente.

La sociedad burguesa, opulenta e injusta con parte de sus ciudadanos, nunca ha estado segura de sus leyes. Un complejo de culpa le ha impedido ordenar la sociedad según normas basadas en la responsabilidad de los propios actos y la asunción de los errores. Leyes, normas, códigos penales, sentencias, disposiciones jurídicas... todo se ha encaminado a la rehabilitación, nunca al castigo como escarmiento conductista o límite del delito.

Esto también educa. Se está viendo por su carencia. Uno de los más graves errores del género humano es no querer ver el origen del problema porque la causa no coincide con nuestro sentido estético o ético de la vida.

La educación civiliza, pero el éxito de su sistema necesita instrumentos de represión. Hay comportamientos irreductibles. Un psicópata carece de capacidad moral para percibir la crueldad. Nada le hará cambiar si las circunstancias le son propicias. Mientras se siga confiando en Sócrates o la pedagogía Logse, en Rousseau o Zapatero, en la piedad y no en la responsabilidad de nuestros actos, el mundo será menos seguro y, por tanto, menos libre. Al menos para los más débiles.

Y, en cualquier caso, se ha de procurar justicia con la víctima antes que ser piadoso con el culpable.

antoniorobles1789@hotmail.com

Gentileza de LD

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