lunes 8 de mayo de 2006
Pobrecitos, están fatal
Óscar Molina
M E van a perdonar mis cuatro o cinco lectores la tardanza, pero es que ando de vacaciones, y he estado pasando unos días en Nueva York. Cuando volaba hacia allá no sabía muy bien qué me iba a encontrar, hacía dieciséis años que no pisaba los Estados Unidos y dado el torrente de información que aquí recibimos, tendente a decirnos que Norteamérica ha cambiado mucho después del 11-S esperaba algo distinto. Pero no; me encontrado exactamente lo mismo que dejé. Yo me alegro, y los siento por nuestra progresía, que había hallado un nuevo filón de entusiasmo en un tópico de nuevo cuño: Estados Unidos había quedado como única superpotencia existente, como máximo exponente del único sistema social y económico que hasta ahora funcionaba, pero los americanos no eran felices, vivían en un sobresalto permanente de volver a ser atacados, en una especie de histeria que les impedía una existencia tranquila. Es falso, ya lo siento chicos. No he encontrado locura alguna en la Gran Manzana más que la que le es tan propia. Ni nada que haya hecho perder a esa ciudad todo lo que de fascinante tiene para tantos. Sí pude ver el lugar donde antaño estuvo el World Trade Center, y la visita colectiva que recibe aquello tiene mucho de veneración. Es el único lugar de Nueva York donde sólo se oye el tráfico. La gente está callada y mira. Contempla el precio de haber sido durante tantos años estilete de la eterna lucha de la civilización contra la barbarie, y calla. O llora. Pero sobre todo venera, respeta y rinde homenaje. Es algo que será difícil de comprender para los “guayomins” y las “marujastorres” que sintieron aquello como una suerte de triunfo, o un acontecimiento digno de júbilo que simbolizaría la caída del odiado gigante. Claro, que de donde no hay no se puede sacar. Es muy probable que la situación se haya relajado desde el año 2001 a ahora, no puedo negar esa posibilidad. Pero sí puedo decirles que me encontrado el mismo pueblo vital, inquieto, amable y patriota de siempre. Han perdido, es cierto, jirones de algo muy importante. Han dejado en el camino sangre que destila por la herida de su esencia, fundamental en la base de su grandeza: la Libertad. Esa Libertad que les hizo grandes se ha convertido, desde un punto de vista institucional, en algo relegado a un segundo plano, desplazado por la Seguridad. Guantánamo es el vergonzoso lunar de una nación que no puede ni debe prolongar mucho tiempo semejante disparate inhumano, infame y criminal. Pero no sólo por lo terrible de su implicación en los Derechos Humanos, sino por lo que tiene de íntima derrota, de renuncia a los principios que hicieron posibles los Estados Unidos. Porque Nueva York es Estados Unidos, y al tiempo no lo es. Tiene entidad propia como para ser considerado algo así como un país dentro de otro, y refleja, en forma de píldora concentrada, el secreto de la forja de algo que fue un sueño para tantos, un infierno para algunos y grande para todos, en lo bueno y en lo malo. El secreto de aquello fue al principio la aventura, la de los que llegaban como colonos a una tierra nueva en la que el único objetivo era hacer bueno el fruto que esa tierra entregaba; más tarde el deseo de una vida mejor, la de los millones que acudían dejándose todo lo que tenían en un pasaje de barco que les llevase a la mítica Isla de Ellis, donde tras un interminable trámite, se les abrían las puertas de un borrón y cuenta nueva; hoy la de la reivindicación, la de los hispanos que son la más pujante minoría del país, y que claman por su derecho a que les consideren lo que sus explícitos deseos ya no esconden: ser norteamericanos. Aquello sigue vivo en cierto modo allí, el espíritu de nuevo comienzo que acabó en la nación más poderosa de la Tierra sigue latente, y mientras sea así, habrá esperanza para que los Guantánamos y los Abú- Grahibs sean una pesadilla del pasado. Como lo fue la esclavitud, como hubo un MacCarthy, como el recuerdo de la sangre que costó que los ciudadanos negros tuviesen derechos civiles. Y es que Estados Unidos es una especie de bicicleta que precisa seguir andando para no caerse, y siempre tiene quién pedalee, por mucho que a toda nuestra “gauche divine”, esa que se prueba en el vestidor el jersey de Evo Morales y luego luce de Armani, no le guste. Sigue siendo así. Y sigue siendo así, además, bajo una premisa fundamental que puede bailar con el Gobierno de turno más o menos, pero que está en el núcleo del cuerpo social: aquí puede llegar quien quiera con pocas condiciones, pero innegociables. Ha de venir con la intención de hacer más grande lo que entre todos hemos construido, y con la clara advertencia de que no va a imponer nada a nadie. Ni sus credos, ni su particular forma de ver la vida. Podrá vivir como quiera, pero dejando vivir. Si no, la puerta es tan grande para entrar como para salir. Porque la Libertad y la Tolerancia, son el germen de la Prosperidad, y se pueden tirar todos los edificios de Manhattan, pero tarde o temprano sale lo que se lleva dentro. Están fatal, los pobres, ya les digo.
domingo, mayo 07, 2006
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