lunes 29 de mayo de 2006
MEMORIAS ERRÁTICAS
Un hasta luego que fue adiós
Por Cristina Losada
Ginebra se puso el traje de baño con los primeros calores. En las escolleras y en los baños del Paquis las chicas y los chicos tomaban el sol sobre las piedras. El Jardin des Fleurs rebosaba de alegres grupillos de turistas de todas partes. Era el momento en que Jim y los de su pandilla rememoraban con nostalgia sus ligues veraniegos con las nórdicas visitantes, igual que aquellos españoles que iban a Torremolinos.
Era la época del peregrinaje masivo al Jet d’Eau, el chafarís, que diríamos en mi tierra, cuya gracia no veía yo por ninguna parte pero que era el símbolo reconocible, y que fotografiar, de la ciudad.
Fue en ese tránsito de la primavera y sus flores al verano y sus bikinis cuando me fui de la ciudad. La idea era volver, pero cuando uno se va, nunca se sabe. Y, en efecto, no sabía que mi "hasta luego" a la vida que había llevado durante los siete años anteriores se convertiría en un adiós definitivo.
En junio tomé el talgo que unía Ginebra con Barcelona, y de ahí el expreso a Madrid. Tenía en mente hacer una parada en la capital, no demasiado larga, antes de tomar rumbo a Vigo y calibrar allí las posibilidades de un plan alternativo al de los estudios sobre el desarrollo en Ginebra. Pensaba en montar un negocio, una especie de club con actividades culturales, actuaciones musicales, bar y restaurante vegetariano, o algo parecido. No tenía ni idea de cómo podía financiarse tal cosa, pero estaba convencida de que el proyecto era bueno.
En Madrid visité la que había sido, aun de forma intermitente, mi facultad, para que uno de los pocos profesores a cuyas clases había asistido, y no sólo a sus exámenes, me hiciera un "certificado de buena conducta". Se necesitaban dos o tres recomendaciones para entrar en la escuela ginebrina, y una de ellas esperaba obtenerla de él. No tuvo inconveniente en plasmar sobre el papel que yo tenía algunas cualidades. Lo mismo hicieron las otras personas a las que se lo pedí. Me supo mal no utilizarlas.
Un viejo amigo, con el que había trabajado en el diario Pueblo –ya cerrado entonces, y desperdigado su personal en diversos organismos de la Administración– me llamó una tarde. "¿Cuánto tiempo te vas a quedar?", me preguntó. Yo no lo sabía. "¿Unos seis meses?". Eso me pareció probable, aunque no seguro. En ese caso, me dijo, tengo un trabajo para ti.
Mi amigo era redactor jefe de una agencia. Quería poner en marcha algo parecido a una sección internacional. Necesitaba a alguien que se encargara de ello, y la condición imprescindible era que supiera inglés. Le pareció de menor importancia que llevara yo tiempo descolgada de la "actualidad". Eso se arreglaba en un par de semanas.
La perspectiva de volver al periodismo no me atraía ni poco ni mucho: nada. Pero la posibilidad de tener un trabajo fijo y echar el ancla, aunque sólo fuera temporalmente, me decidió. Además, no tendría que enterarme de nada que tuviera que ver con la política nacional. Tenía noticias de lo que se cocía bajo los gobiernos de Felipe González, y prefería no profundizar en los detalles. Los socialistas habían salido ranas.
No era una sorpresa para quienes habíamos visto cómo habían aparecido, al menos, en Madrid: al final de la dictadura, parachutados desde la estratosfera. La suya había sido una entrada triunfal en escena. Los periodistas de la Corte los adoraban. Los mismos que unos años antes mantenían en silencio sepulcral su oposición al franquismo. El PSOE había tenido la generosidad de abrir los brazos para acoger en su seno a los atribulados fugitivos del hundimiento del franquismo.
Acepté el trabajo, con la idea de que era temporal y de que emprendería el vuelo en cuanto hubiera llenado la bolsa y me hubiera hartado de sedentarismo. Durante casi un año seguí viviendo como si estuviera aún de viaje. No tuve piso propio, y continué con mi costumbre del squat. Cuando al fin encontré un apaño, tan cutre como caro, apenas lo amueblé. La nevera, la lavadora, la televisión y la calefacción o llegaron tarde o no llegaron nunca. Pero cada vez era más evidente que no regresaría a Ginebra. Ni la escuela de estudios sobre el desarrollo ni Jim resultaban ya un gancho suficiente.
El Madrid que encontré se parecía poco al que había dejado. Los años de la célebre movida ya habían pasado, cosa que no me importaba, pues siempre pensé que aquella efervescencia no era el principio, sino el final, de la época anterior. La ciudad parecía sucia y fatigada. Mis antiguos amigos tenían otra vida. Estaban más instalados, "aburguesados", que hubiéramos dicho años atrás. Seguían siendo de izquierdas o progresistas –eso se daba por sentado–, pero el "período revolucionario" había llegado a su fin.
El mío también había llegado a su término. En octubre de 1980 había escapado de un país, de una ciudad, de una profesión y de algunas otras cosas menos evidentes. En julio de 1987 regresaba a todo ello. Mi escapada había trazado un círculo, y no estaba segura de que pudiera acogerme a la sentencia que precede a la La lámpara maravillosa de Valle-Inclán: Hay que recorrer el círculo para encontrar la verdad.
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Gentileza de LD
domingo, mayo 28, 2006
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