miércoles, mayo 31, 2006

Tengamos la cena en paz

jueves 1 de junio de 2006
Tengamos la cena en paz

Durante una temporada he intentado abstenerme de opinar sobre temas espinosos e intervenir sólo cuando se habla de pájaros-->

Estas Navidades encontré en una librería un pequeño libro de Flaubert titulado Diccionario de los lugares comunes. Al parecer, la idea de ese diccionario persiguió a su autor durante toda la vida, desde su infancia, cuando escuchaba las simplezas que repetían algunas amigas de su madre, tarde tras tarde, en los salones de su casa. Quizá Gustave fuera un niño algo repipi, pero mucho tiempo después seguía dándole vueltas al tema. Con 31 años escribe a su amiga Louise Colet: «He vuelto a rumiar una vieja idea, la de mi diccionario de los lugares comunes. […] En él se encontrarán, por orden alfabético, todos los temas posibles, todo lo que es necesario decir en sociedad para convertirse en una persona decente y amable».En realidad, Flaubert nunca llegó a finalizar ese trabajo, que, según confesaba en otra carta, «me agobia y me invade», dejando sólo una cuarentena de folios que, no obstante, contienen un análisis muy representativo de las costumbres humanas.Para que se hagan una idea de los clichés sociales que incluye el autor en su diccionario inacabado, ahí van algunos ejemplos:Ambición: Siempre precedida de ‘loca’, cuando no es noble.Bases de la sociedad: La propiedad, la familia, la religión, el respeto a las autoridades. Encolerizarse al hablar si se las ataca.Bestias: ¡Ah!, ¡si las bestias pudiesen hablar! Las hay más inteligentes que algunos hombres.Concesiones: No hacerlas jamás. Fueron la ruina de Luis XIV.Erección: Sólo se menciona al hablar de los monumentos.Extranjero: La difamación de todo lo que no es francés es muestra de patriotismo.Esta irónica recopilación de lugares comunes me ha hecho pensar que quizá debería escribir un diccionario como el de Flaubert para mi propio uso. O mejor dos. ¿La razón? Tener un poco de paz cuando me invitan a cenar a casa de algún amigo. En estos tiempos de radicalización política, me resulta bastante complicado expresar mi opinión sobre cualquier tema sin que me cuelguen rápidamente una etiqueta, cosa que siempre me ha molestado de forma soberana. En cuanto uno se desvía mínimamente de la ortodoxia oficial, los admiradores de Zapatero te colocan de compañero de viaje de Millán Astray. Los devotos de Rajoy y Aznar te crucifican junto con Carod-Rovira. No se puede estar de acuerdo a veces con unos y a veces con otros. O todo o nada. O blanco o negro. O lo tomas o lo dejas. Durante una temporada he intentado abstenerme de opinar sobre temas espinosos e intervenir sólo cuando se habla de pájaros y flores. Gran error. No lo intente. No sirve de nada, excepto para encrespar aún más los ánimos del resto de los comensales; se lo digo yo. Total, que vuelvo a casa con la chuleta de cordero atravesada en la glotis y la firme determinación de quedarme en el sofá haciendo calceta hasta la próxima glaciación. Sin embargo, con mis propias versiones del Diccionario de los lugares comunes ya no tendré que envejecer sola y abandonada.Si me invitan a casa de los Menganos, saco el volumen rojo y afirmo, categóricamente, que es necesaria una política de campeones nacionales en el sector energético, que España es una nación de naciones y que es necesario reivindicar la II República. Si voy a casa de los Zutanos, volumen azul: hay que defender la libertad de mercado en la OPA de Endesa, España corre peligro como Estado y no hay que remover las cosas del pasado.Como decía aquel viejo chiste:«¿Cómo se conserva usted tan bien con su edad?».«Es que yo nunca discuto.»«Hombre, por eso no será.»«Pues tiene usted razón. No será por eso.»

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