miércoles, mayo 31, 2006

Adaptarse a los tiempos

jueves 1 de junio de 2006
Adaptarse a los tiempos

No creo que la exigencia de desapego al dinero resultara más llevadera para un millonario de antaño que para uno de nuestro tiempo-->

Entre los reproches que se suelen dirigir a la Iglesia católica (o, más específicamente, a las jerarquías eclesiásticas), ocupa un lugar preponderante la acusación de inmovilismo, de incapacidad para adaptarse a los tiempos. Y, ciertamente, algunos de los pronunciamientos doctrinales de la Iglesia pueden antojarse en exceso rigurosos, de una severidad disuasoria e incongruente con el clima de la época. Quienes recriminan a la Iglesia su envaramiento afirman que el mensaje de Cristo debe ser interpretado en función del contexto histórico en el que desarrolló su misión terrenal; y proponen que la incardinación del Evangelio en unas determinadas coordenadas geográficas y temporales serviría para facilitar su actualización. Sin embargo, la lectura desprejuiciada del Evangelio nos revela que Jesús jamás pronunció una sola frase cuya comprensión dependiera de las concretas circunstancias en las que se desarrolló su predicación. Habló siempre como quien es consciente de la condición efímera de toda circunstancia histórica; y lo expresó, además, de forma lapidaria e incontestable: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán».Jesús no fue un «hombre de su tiempo», ni siquiera un «adelantado a su tiempo». Más bien deberíamos concluir que el tiempo que le tocó vivir le importaba un ardite. A los hombres que escuchaban sus palabras debieron parecerles tan exigentes como a nosotros mismos. Cuando, por ejemplo, el joven rico que se precia de guardar los mandamientos le pregunta qué obra buena debe hacer para alcanzar la vida eterna, Jesús le responde sin contemplaciones: «Vende cuanto tienes y dalo a los pobres». Al oír una contestación tan drástica, el joven rico se marcha mohíno. No creo que esta exigencia de desapego al dinero resultara más llevadera para un millonario de antaño que para un millonario de nuestro tiempo. Tampoco creo que los comerciantes judíos que escucharan a Jesús decir que «a cada día con su afán le basta» se preocuparan menos que nosotros de su porvenir económico. Ni que los celotes estuviesen más dispuestos que nosotros a ofrecer la otra mejilla a quien los abofetease. Ni que los oyentes del Sermón de la Montaña aceptaran como trivial o benigna aquella advertencia de Jesús: «Yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón». ¿Debemos creer que los hombres de entonces eran una patulea de eunucos, indemnes al deseo? No nos engañemos. Las palabras de Jesús de Nazaret eran tan poco ‘adecuadas’ para aquella época como para la nuestra; tan incómodas entonces como ahora.Pensemos, por ejemplo, en la concepción del matrimonio que propone Jesús. Los fariseos le inquieren sobre el particular «con propósito de tentarle», sabedores de que la ley de Moisés les permitía repudiar a la mujer. Pero Jesús declara ilícito el divorcio y defiende el carácter indisoluble del matrimonio: «Ya no son dos, sino una sola carne». Dicha concepción resultaría revolucionaria y escandalosa: no se ajustaba a las convenciones del Derecho Romano, tampoco a la ley mosaica. La idea mística de que el hombre y la mujer pudieran convertirse en una única sustancia sacramental debió resultar tan extraña e ininteligible para sus contemporáneos como para nosotros mismos. Y es que Cristo siempre habló con palabras atemporales; sus enseñanzas resultan de ardua aplicación en cualquier época, imposibles en ninguna. Podemos considerarlas hoy ímprobas, pero también lo eran en el momento en que fueron expuestas. Y es que Jesús no había venido a acomodarse a las circunstancias de los hombres de cualquier época, sino a trastornarlas y subvertirlas.Con razón sostenía Chesterton que la religión fundada por el Galileo es la única que nos libera de la degradante esclavitud de ser hijos de nuestro tiempo, la única que no se ‘adapta’ a los usos sociales imperantes en cada momento. Ahí radica su dificultad, también su grandeza. En la Carta a Diogneto, uno de los textos más hermosos del primitivo cristianismo, se expresa esta idea con palabras imperecederas: «Viven en su respectiva patria, pero como extranjeros. […] Así de arduo es el puesto que Dios asignó a los cristianos; pero no les está permitido abandonarlo».

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