martes 30 de mayo de 2006
La invasión que no cesa y la estulticia española.
Félix Arbolí
J AMÁS en la vida he sido racista. Me sublevaba cuando veía las películas norteamericanas donde se trataban a negros y chicanos como si fueran ciudadanos de segunda. No comprendía como un país que se originó con los exiliados ingleses que, por cuestiones religiosas, tuvieron que emigrar a bordo del célebre “Mayflower”, en 1620, fundando Nueva Inglaterra y que se constituyó posteriormente con inmigrantes, no todos limpios de conciencia e intenciones, se ufanara y continuara haciéndolo en tratar con desdén y “aires de superioridad”, a los que desean hacer exactamente lo que hicieron ellos. En España nunca hemos sido racistas. No teníamos motivo para ello. Primero llegaron los chinos y se recibieron con curiosidad y cierta simpatía por la eterna sonrisa de su rostro, su exquisita amabilidad hacia el cliente de sus tiendas y por ser sujetos que jamás fueron protagonistas de broncas, altercados y fechorías, respecto a sus vecinos y anfitriones. Lo que ocurra entre ellos y las historias que cuentan, sólo nos han llegado a través de esos que hablan de todo y no saben de nada. Sin embargo, ante la proliferación de estos rostros ovalados y de perenne sonrisa, invadiendo el mayor número de locales que quedan libres, ya que los antiguos propietarios no han podido competir con sus precios, ( en la calidad y la baratura de la mano de obra está el “quid” de la cuestión), la vecindad y comerciantes de la zona han empezado a escamarse de tanto negocio chino, sin festividades, ni horarios de cierres y aperturas, y la primitiva bienvenida y simpática presencia, se ha ido convirtiendo en cierta alarma y preocupación a que lleguemos a encontrarnos desplazados de nuestros propios barrios ante la incesante y masiva llegada de estos ciudadanos del país de la Gran Muralla. Todo ha de tener cierto límite, creo yo. Conste que no tengo nada contra ellos particularmente, ni me encuentro acosado y amenazado por su presencia pero, la verdad, echo de menos a mis antiguos vecinos comerciantes que han tenido que cerrar sus negocios y emigrar a otros lugares adonde la “marea amarilla” no ha llegado todavía. Y esto, en cierto aspecto, me produce pena y algo de desagrado. A esta incontrolada invasión que sufrimos, se han sumado las otras más diversas y peligrosas procedentes de todos esos países donde el caciquismo y el despotismo gobernante, ya sea bajo testa coronada, golpes militares o abusos de poderío económico y social, hacen que el noventa por ciento de sus poblaciones respectivas vivan en la miseria, la explotación y los continuos atropellos por parte de aquellos que deberían imponer el orden y garantizar el bienestar de sus ciudadanos. Nada que objetar a que intenten escapar de ese infierno y establecerse en otro país. Pero que no se limiten mayoritariamente, casi de manera exclusiva, al nuestro, (por la proximidad respecto a los africanos y la ventaja de la lengua a los procedentes de más allá del Atlántico), buscando esa especie de “jauja” y creyendo ingenuamente, que han llegado al mismo “paraíso terrenal”, al compararlo con su triste realidad. Son cientos, miles, los que llegan continuamente a nuestras costas, aeropuertos y fronteras. Según datos de la prensa nacional unos siete mil a través de las citadas pateras y cayucos en lo que va de año y una cifra superior a los sesenta mil de los países del Este, utilizando la frontera de la Junquera, en la provincia de Gerona. (Lo escribo en castellano ya que es mi lengua oficial y estoy libre de Roviras y Maragalls). Estos nos llegan al ser rechazados y con muy buen criterio por la gendarmería francesa que no es tan blandengue como nuestros funcionarios fronterizos o los que les obligan a serlo. Y son éstos, a juzgar por las crónicas de sucesos, los más peligrosos e indeseables de todos cuantos llegan (habrá excepciones, por supuesto), ya que como meta principal entre sus miembros figuran las mafias, el crimen organizado, la trata de blancas y “blanquitos”, los secuestros y chantajes, etc,. que sin miramientos, ni resquemores, han implantado impunemente en nuestra manera de vivir, ya que si por un lado la policía los detiene y trata de expulsarlos, a continuación hay jueces que los dejan en libertad en espera de un juicio tardío que en nada les repercute, si es que llega a celebrarse y se encuentra al “presunto” delincuente. ¿Qué hacen nuestros políticos, legisladores y ejecutores de la ley, para impedir este descarado, continuo y cruento atropello que estamos padeciendo con estos individuos?. ¡Nada!. Dicen que como ciudadanos pertenecientes a países de la Comunidad Europea, tienen el paso libre por nuestras fronteras. ¿Y por qué Francia y otros países más exigentes y celosos de su calma social, no les deja establecerse y los empujan a nuestros límites?. ¿Es éste el beneficio que nos reporta el pertenecer a esta Institución?. Aparte de introducirnos el chabacano euro, haciendo desaparecer nuestra bonita peseta, (Suecia, Inglaterra y algún otro país con más clase y mejor gobierno, no ha permitido cambiar su propia moneda y no les ha pasado nada), así como controlarnos y rebajarnos la producción de nuestra riqueza natural en beneficio de otros campos foráneos, eliminando extensiones y productos que han sido nuestra garantía de supervivencia y entrada de divisas y hasta el de encarecer disparatadamente los precios, con ese redondeo escandaloso y generalizado en el cambio de la nueva moneda, aunque manteniendo los sueldos en su antiguo nivel, con el triste resultado de tener a la población de escala media y baja totalmente asfixiada. Me dan lástima las imágenes tan impactantes de esos seres casi deshidratados, con expresiones de auténtico terror y hambruna, jugándose la vida en esas toscas “embarcaciones”, intentando llegar a nuestras costas, con el mismo tesón e idéntica ilusión que Moisés, según la Biblia, buscaría “la tierra prometida”. Son dignos de que les ayudemos a salir de ese infierno en el que por un capricho del destino les ha tocado nacer y vivir. Hasta aquí todo bien, lógico y conforme. Pero, y aquí viene la madre del cordero… Me parece inoportuno, por indeseables y nada dignos que le demos protección y cobijo, a los que ven a nuestro país como un campo idóneo para sus crímenes, extorsiones, chantajes, atracos, explotaciones de seres humanos e intolerancias con nuestras creencias y manera de vivir, aunque no estén conformes con ellas. Ellos son los que han elegido este sistema de vida libremente y la misma puerta por donde entraron, continúa abierta para que se larguen. No los queremos, ni lo necesitamos para nada. Igualmente, para esos que utilizan nuestras calles para revivir y actualizar sus bandas de matones y de confrontaciones que en las películas yanquis se ven como diversión o aversión, según susceptibilidades, pero no debemos tolerar en lo más mínimo que la intenten implantar en nuestro país. Esos “reyes” y pendones que les acompañan, que se vuelvan a su lugar de origen, que aquí con un rey y una reina tenemos bastante y bandas solo queremos las de música para que alegren y relajen el ambiente los días festivos en parques y jardines. Pero, claro, si los detienen por broncas, peleas y hasta asesinatos y a los pocos días están nuevamente en las calles, los adeptos de estos bravucones se multiplican sin temor a posibles represalias. En términos vulgares, “se cachondean” de nuestra policía, nuestros jueces y nuestras leyes tan permisivas y blandas. Sin que los celosos funcionarios que deben garantizar el orden tengan la menor culpa de ello. En casa de un total de veintiuna viviendas, sólo seis o siete están ocupadas por españoles, en el resto se hacinan en cada piso, hasta una veintena de éstos individuos venidos de más allá de la Mar Océana. Nada que objetar, si no fuera por tener que soportar su música salsera y zumbona a todo volumen, retumbando las paredes y hasta descolgándome algún cuadro, oír sus escandalosas risas y conversaciones, más parecidas a pregones de feria que a charlas amistosas, y soportar hasta altas horas de la madrugada, sobre todo cuando la noche es calma y benigna, sus reuniones en las aceras, ocupando bancos y vallas, con la música a tope y los botellones recorriéndose la pandilla alegremente, sin pensar que hay muchos vecinos que han de descansar para madrugar y trabajar con el cuerpo relajado. Se avisa a la policía y nos dicen que no hay en la zona un coche disponible o que hay que ir a la Comisaría a presentar la denuncia, cuando lo correcto y normal es que un “patrulla” se desplace al lugar de la infracción y la compruebe personalmente, obrando en consecuencia y según dictan las ordenanzas municipales. Pero esto es pedir peras donde ya no queda ni el triste madroño y como siga la furia taladora de Ruiz Gallardón, ninguna otra clase de arboles. El oso, hace mucho tiempo que se fue harto y aburrido de tanto socavón y excavadora. Yo no era racista, pero me han hecho las circunstancias que estamos padeciendo. Y es una epidemia que se está extendiendo como la pólvora y conste que no es culpa nuestra este cambio tan radical que me duele reconocer. Hoy he tenido la ocurrencia de asomarme a la ventana que da a la calle y en poco menos de media hora han pasado cincuenta y tres sudamericanos, subsaharianos, magrebíes, y de otras procedencias foráneas, contra dieciséis peatones con aspectos de españoles. Increíble, pero cierto. Pienso que debemos ayudar al que se lo merezca y sepa vivir con dignidad y educación, solidario con los que le han ayudado a cambiar su sombrío escenario por uno algo más luminoso y lleno de esperanzados alicientes, pero alejemos de una vez y prohibamos la entrada a los que no están capacitados para vivir en sociedad, como seres humanos y civilizados. Aquí no tenemos árboles para monos, ni selvas para fieras…
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario