miercoles 2 de julio de 2008
MÁS SOBRE EL MANIFIESTO POR LA LENGUA COMÚN
Tan ufana y tan soberbia
Por Ana Nuño
Es cuento viejo: cada vez que se denuncia públicamente que los ciudadanos españoles no tenemos garantizada en todo el territorio nacional la libertad de elección de lengua en educación, empleo público y relaciones con la Administración, sale a desfilar el viejo correfoc de los agravios comparativos de quienes se arman un lío mezclando churras con merinas. O sea, de quienes piensan que no se puede ser a la vez catalán o vasco o gallego o qualunque y a la vez español, que es lo que somos todos los que pagamos impuestos en este rincón del planeta.
Por historia somos españoles, qué le vamos a hacer. Todos. Me atrevo a afirmar que así lo pensamos también los nacidos al otro lado de cualquier océano, en una de esas "pequeñas Españas" que Unamuno le ensalzaba a la escritora venezolana Teresa de la Parra. Si fuéramos inteligentes, los nacidos en Reus o en Bogotá comprenderíamos que tan general cuan problemática pertenencia no supone desgracia alguna. Al contrario, es una suerte, aun un plus, como dirían nuestras némesis prisaicas y sogecáblicas. Porque ello nos hace partícipes y cómplices y tributarios y beneficiarios de esa trama de afectos que, con fórmula tan certera cuan amorosa, ha dado en acuñar, para definir nuestra a menudo difícil y sin duda problemática pero siempre fructífera convivencia, Arcadi Espada.
En Cataluña, la penosa incapacidad de comprender y aceptar tanto las oportunidades como los fértiles retos de esta común condición ha llevado aun a personas informadas, cultas y sensibles, a caer en la vulgaridad extrema de formular juicios que no van más allá del hecho de puerilmente amenazar, por ejemplo, con que, como mi lengua es de uso más minoritario que la tuya, y sólo por ese hecho estadístico merece más consideración que la tuya, o como tu lengua es de antaño más larga e imperial que la mía, traémela aquí que voy a recortártela. Como si se tratara de eso, y sólo de eso: del tamaño, alcance e influencia de las lenguas. Pongámonos, qué le vamos a hacer, al nivel al que se ha rebajado tanta gente en Cataluña: parece que todo se limita a medir cuál de las dos lenguas mea más lejos.
Mucho peor que esta chorrada de parvulario: hay catalanes que piensan que las lenguas, ectoplasmas desprendidos de sus usuarios pero sin los cuales no existirían, son sujetos de derechos y deberes, cuando cualquier hijo de vecina sabe que sólo los ciudadanos, de cuerpo entero, son los únicos depositarios y plenos sujetos de lo uno y de lo otro. Hecho éste, el del acceso del ciudadano al reconocimiento pleno de sus deberes y la obligación sin cortapisas de asumirlos, que es el único garante de su existencia plena ante la ley, y condición previa de la definición de un ámbito de libertades públicas donde sus congéneres, no reductibles a éste o aquel otro retazo de su anatomía cultural –por lo general heredada o impuesta por otros–, son plenamente capaces de disfrutar de la libertad de definir y garantizar su futuro y el de sus hijos. En suma, su mundo y el del porvenir.
Casi nada: ésta es la única utopía incruenta de la que hemos sido capaces de dotarnos, y además tiene la virtud de ofrecerse a nuestro cotidiano alcance. Jaime Gil de Biedma (a quien, lo recuerdo de pasada, los compañeritos comunistas del PSUC, cuyos continuadores aplauden hoy con denuedo las políticas identitarias catalanas, le negaron carné de afiliado y militancia por ser homosexual) remataba uno de sus mejores poemas (una sextina perfecta, además) con claridad meridiana: "Que sea el hombre el dueño de su historia".
Pues de eso se trata, y de eso va el Manifiesto por la Lengua Común. Aquí, en Cataluña, se ha visto acompañada su divulgación por la habitual marcha alegórica de nuestros castradores cuentacuentos. Tan rancia, tan antigua como las Danzas de la Muerte medievales. Como no es la primera vez, y como una ya está cansada de fingir que el ciudadano de a pie y el poderoso o el político al que se ve obligada a pagar el sueldo son la misma humana cosa, la tendencia es a desentenderse del barullo. Ya se lo harán, unos y otros. O no, pero qué más da. Una seguirá poniendo su DNI de contribuyente a Hacienda al pie de lo que sea justo y necesario, y después a vivir, que son dos días, y hasta bastante menos a estas alturas.
Pero esta vez me dice la vocecilla de pagadora de impuestos que hay algo en el desfile de siempre que desentona aun más de lo habitual. Son dos acordes disonantes intercalados en la melodía que invariablemente, en modo Mayor, nos imponen en sus desfiles patrios los guardianes de las esencias medievales. Quienes los han introducido, una vez más y para no variar, son los eternos guardias civiles de la lengua catalana. Con mando y plaza. Se comprende fácilmente por qué: hasta este reciente manifiesto, todas las denuncias de la minoración o castración del derecho de los ciudadanos a vivir oficialmente en una de las lenguas oficiales de Cataluña han tenido su origen en esta comunidad. No sin razón, desde luego: la clase política en este rincón de España lleva treinta años haciendo de la lengua su principal arma de destrucción masiva para desbrozar el terreno sobre el que construir (y especular y lucrarse de lo lindo con ello) una identidad nacional tan homogénea como ficticia. Ésta es la particularidad, la auténtica seña de identidad del nacionalismo catalán. El fet diferencial catalá.
La primera disonancia es una rutina, y espero poder explicar por qué; la segunda, aunque también tradicional, es intolerable y denunciable, pues lleva racismo por nombre e intenciones. Vayamos por partes.
La primera disonancia es un acorde de séptima dominante. Según el contexto, puede operar aun como una disonancia constructiva, capaz de aportar color y nervio musicales a algún que otro género musical. Por ejemplo, a la brasileña bossa nova. Pero en contexto mozartianamente clásico como el de la Constitución del 78, la verdad es que la séptima dominante suena fatal.
Mi modesta hipótesis es que los eternos turiferarios del modo Mayor catalán esta vez no han reparado en que el más reciente manifiesto no tiene por objeto la denuncia de la larga serie de conculcaciones de derechos ciudadanos que en las últimas tres décadas le ha sido impuesta en Cataluña a la mayor parte de la ciudadanía, muy a su despecho. Por vez primera, lo que se hace o persigue es transmitir como una urgencia a los ciudadanos de toda España (y no sólo a los de Cataluña) la denuncia del impedimento, por parte de los poderes públicos, y no sólo en Cataluña, de que los ciudadanos puedan libremente ejercer el derecho de escolarizar a sus hijos no en urdu, farsi o beréber (o en rumano o en serbocroata o en polaco o en inglés), sino en la lengua común de todos los españoles, sean cuales sean sus orígenes y lengua materna familiares.
Pero esta vez, ciegos al contexto peninsular (a "the wider picture", que habría dicho Henry James), nuestros aguerridos entonadores de "El Virolai", "L'Estaca" y, claro está, "Els Segadors" se han puesto inconscientemente a mear fuera de tiesto. Es lo que tienen los pilotos automáticos: para los nacionalistas catalanes, la conjunción sintáctica de "manifiesto" y "lengua" basta para ponerlos a salivar, en plan perrito de Pavlov. Lástima por sus papilas gustativas, pero este manifiesto trasciende la bella y barroca colina de Montserrat. Esta vez, y por primera, más españoles que los que desde hace tres décadas padecemos los patéticos rigores de la Cataluña de diseño nacionalista han comprendido que también a ellos les afectan los anacronismos de su trasnochado Ancien Régime.
La koiné castellana que con tanta razón reivindica el reciente manifiesto, una vez más conviene recordar que es patrimonio común de todos los hispanohablantes, y no sólo de los nacidos en España. Es, en efecto, eso: una koiné. Pero no por mor autoritario y consuetudinario de los Reyes Católicos o los Austrias o los Borbones, sino porque así lo ha querido la historia; la lengua que desde hace al menos cinco siglos a diario trajinan y hablan y escriben y moldean a su antojo, digan o hagan lo que se les antoje sus monarcas y dignatarios, los habitantes del País Vasco y Cataluña, de Galicia y Andalucía, de las islas Canarias y de más de quince naciones hispanoamericanas. Esta koiné es hoy la que comparten más de 400 millones de descendientes de una prolongada, a ratos cruenta pero siempre estimable, "trama de afectos", en la que se han mezclado y a la que han enriquecido otras culturas y lenguas, desde la judía y la arábiga hasta la guaraní, la caribe y la gitana. Por cierto: también éste es su "hecho diferencial", dos palabros con los que a los nacionalistas catalanes les encanta llenarse la boca, y además es único entre las koinés europeas.
La dichosa "trama de afectos", pues, incorpora variados morituri te salutant, es cierto, y, vista desde un ángulo más metafórico que atemporal, también incluye más de una alegoría de las mentadas Danzas de la Muerte. Pero esa trama, nos guste su diseño o no, existe, y es absurdo negar su existencia, tejida durante siglos por quienes no han tenido más voz que ésa, la de la lengua con que saludan el nacimiento de sus hijos, aprenden y ejercen sus oficios, despiden a sus muertos y, ocasionalmente, deploran el destino que les ha tocado en suerte vivir. De hecho, éste es uno de los pocos ámbitos en que la tan trajinada "memoria histórica", tan prostituida en la anterior legislatura por el nieto del capitán Lozano, tiene plena justificación y vigencia. En el caso de España, afirmar que su vigencia y vigor es consecuencia de una "imposición" no pasa de ser una metáfora muerta: todas las lenguas perviven o sobreviven y hasta mueren, y ni la gramática de Nebrija, o la de Pompeu Fabra, ni los dictatoriales edictos de Francisco Franco, o de Jordi Pujol, son capaces de impedir o propiciar su supervivencia.
En el fondo, nada de esto tiene la menor importancia. Las lenguas nacen, existen y mueren. ¡Joder, si el griego de Homero y el latín de Virgilio murieron, ¿por qué no han de morir algún día el español de Cervantes y el catalán de Ausiàs March?! Uno de los textos más luminosos de George Steiner, en After Babel, es un relato de ciencia (y política) ficción. Imagina Steiner que existen extraterrestres; ítem más, imagina que descubren la Tierra y deciden analizarla científicamente, como lo haría un equipo de biólogos y físicos del MIT; valga decir, reduciendo a parámetros esenciales y constantes las complejas y variadas manifestaciones de la realidad terrícola ofrecida a su observación.
¿Qué conclusiones sacarían de sus sesudas observaciones? Lo más probable es que, del análisis de los datos recopilados, dedujeran que la vida en la Tierra puede explicarse con el manejo de tres, a lo sumo cuatro variables, operativas en diversos dominios. Tipos de sangre. Linajes y parentesco. Formas de organización socioeconómica. Pero el hipotético equipo de investigadores extraterrestres descubre la capacidad lingüística de los humanos, y llegado a este punto se declara impotente para integrar ese fenómeno en lo que representa un esquema generalmente uniforme. Los atónitos extraterrestres deciden entonces controlar el experimento, ciñéndose a un análisis sincrónico y desechando, por ejemplo, los monumentos de lenguas extintas. Aun así, estiman en más de un millar las lenguas que los humanos son capaces de prohijar en el corto espacio de un puñado de centurias.
¡Joder!, piensa, con razón, alguno de nuestros racionales extraterrestres: ¿por qué se complican la existencia estos seres, por otro lado tan ecónomos en el manejo de sus parámetros vitales? Pues eso: habría que empezar por facilitar a nuestros Branchadell y Jordi Sánchez (lo siento por el acento originario, noi), a los Antoni Puigverd y Baltasar Porcel –por no mencionar las capas inferiores del Pleistoceno, siempre ocupadas por fósiles políticos, de Pujol a Montilla, pasando por Maragall– un mapa de la evolución de la especie, more lingüística.
Porque resulta que la segunda disonancia que ha trompeteado alegremente por los pasillos de los espacios de opinión catalanes en apenas una semana, desde que se hizo público el mentado manifiesto, es bastante menos amena: las quintas paralelas casi siempre lo son. Pero entonadas a capella, a veces logran fundirse en el entorno armónico. Hacía tiempo, la verdad, que no oía estos acordes, muy frecuentados en el periodo romántico de los gobiernos de CiU. El caso es que han vuelto a resonar en Cataluña, y con renovados bríos, tras la divulgación de este último manifiesto. A pesar, ya se ha dicho, de que por primera vez la intención de la denuncia excede los límites de la Marca Catalana.
Ese rancio virolai, hacía unos años que no lo oíamos resonar. Desde que Heribert Barrera publicó sus memorias, hace ocho años. Pues bien: una de las virtudes del recién nacido manifiesto consiste en haber desvelado lo que siempre, siempre subyace al rechazo de lo español desde el nacionalismo catalán: el racismo más puro y duro. No exagero, y eso que soy dada al género barroco-caribeño. Aquí está don Baltasar Porcel, por ejemplo, en su columna de hace cuatro días en La Vanguardia:
Si en Estados Unidos aumenta [la presencia del castellano], es en general entre las capas social y culturalmente bajas.
Si por un lado su vasta demografía le asegura fuerza y expansión, a
la vez se trata mucho de individuos de relativa formación, de países de modesta economía, de creación científica e innovación tecnológica escasas.
[El castellano] no actúa como conducto de una esencial expresión cultural propia y clave en la civilización, como el alemán, el francés o la novelística rusa del XIX. Incluso en literatura España ha sido precaria a partir del siglo XVII, la generación del 98 apenas trascendió el ámbito local, ¡nadie ha traducido ni al gran Baroja!
Incluso Antoni Puigverd, cabeza culta e ilustrada y bien amueblada, como dicen los galos, se desliza por la misma pendiente, resbaladiza por impregnación de sebos raciales. Eso sí: sabe invertir la carga de la culpa, y acusa a los autores del manifiesto de "complejo de superioridad", no sin antes endilgarles el machadiano "desprecia cuanto ignora".
Da igual: carpetovetónicos nacionalistas o catalanistas finos de los barrios altos de Barcelona o Girona, todos viven presos del mismo espejismo letal. Todos confunden uso social de las lenguas con utilización política del catalán. Saben pertinentemente que en Cataluña se impone oficialmente desde hace casi tres décadas una sola lengua, el catalán, en áreas que son de competencia exclusiva del Gobierno, es cierto, pero que financiamos todos los catalanes, sea cual sea nuestra lengua (en realidad, sean cuales sean nuestras lenguas), y también el resto de los españoles, con su trabajo e impuestos. Muchos de los cuales, a pesar de financiar involuntariamente las políticas públicas catalanas, se ven obligados a renunciar a vivir en Cataluña, porque estarían encantados de que sus hijos aprendieran catalán, cómo no, pero también desearían que sus hijos pudieran escolarizarse en su lengua materna. O porque saben, si son universitarios, que ya pueden tener la mejor formación y media docena de títulos acreditativos, que si no demuestran que dominan el catalán, de poco les servirán sus competencias profesionales.
La imposición de una lengua única desde la Administración del Estado catalán en todos los ámbitos de la vida pública, ya pueden los de siempre, con su acostumbrada mala fe, seguir repitiendo como loritos que es cosa de España y sus designios imperiales; la realidad, desde hace décadas, es justamente la contraria: obsesionados con la imposición del uso social de una sola de las lenguas catalanas, y buscando sacar réditos políticos de la amalgama entre su uso social e institucional, los nacionalistas catalanes llevan esas mismas décadas no sólo conculcando los derechos de los catalanes (de todos, insisto: no sólo de los que tienen el castellano como lengua materna), sino empobreciendo al país que tanto dicen estimar.
El mejor resumen de las consecuencias de esta política de Ancien Régime, contraria al respeto de los derechos ciudadanos, puede leerse en este fragmento de un reciente artículo de Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional en una de las universidades catalanas, que un día, asombrado de que a sus clases, impartidas en catalán, no se asomara ningún estudiante europeo con beca Erasmus, inició el siguiente diálogo, del que extrajo las inevitables conclusiones:
"¿Los alumnos Erasmus que van a sus países conocen el holandés y el sueco como para entender a los profesores en clase?". Sonriendo, me respondieron que obviamente no, casi ningún erasmus tenía idea del holandés o sueco, pero más de la mitad de las clases se impartían en inglés dado que los profesores procedían de países muy diversos y el inglés se había convertido en la lengua vehicular común. Me sentí bastante ridículo y provinciano al escuchar esta respuesta. Debía dar por supuesto que las autoridades universitarias de estos países eran personas cultas e inteligentes, preocupadas por el conocimiento y no por el vehículo en el que se trasmite, interesadas en atraerse a los mejores profesores, aunque hubiera que ir a buscarlos más allá de las estrechas fronteras de sus países.
En fin: por todo esto, y lo que no cabe en este artículo, me sumo a mis compañeros de Libertad Digital y llamo a los españoles sensatos y de buena fe a firmar el Manifiesto por la Lengua Común.
Pinche aquí para ver el CONTEMPORÁNEOS dedicado a ANA NUÑO.
http://revista.libertaddigital.com/articulo.php/1276235046
miércoles, julio 02, 2008
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