Una figura decisiva de la Historia universal
Breve relacion de un viaje en busca de Carlos V
elmanifiesto.com
23 de julio de 2008
JOSÉ ANTONIO NAVARRO GISBERT
Entregado a la lectura de una sugestiva obra de Miguel de Ferdinandy, Carlos V. Su alma y su política (Ed. Áltera), me viene al recuerdo la visita, que casi podría tildarse de peregrinaje, que hice a Yuste, el último aposento del Emperador. Después de las exhaustivas biografías del apasionante personaje de Karl Brandi y de Manuel Fernández Alvarez, poco habría que agregar, con excepción de las dudas acerca de la certeza de las «Memorias», que Vicente Cadenas califica de «supuestas».
Pero Ferdinandy soslaya la precisión de datos, aunque los que aporta son rigurosos, y opta por abordar la peripecia del personaje desde un ángulo original al diseccionarlo utilizando a C. G. Jung y su famosa obra En torno a la psicología del inconsciente. En las páginas iniciales Alvaro Mutis es categórico al afirmar: « Yo confieso con toda honesta ingenuidad que no conozco en las páginas de la historia moderna una labor que se le parezca.»
Mutis, en el prólogo a esta incursión en el alma y la política de Carlos V, el último caballero de Europa, cita una frase lapidaria de Jean Cocteau: « El infierno existe, es la historia.» Nada de un lecho de rosas sino más bien un charco de sangre. Lo que salva de la demonización a algunos de sus protagonistas es la actitud asumida ante los asuntos más trascendentales de la vida. Entre éstos, tratándose de hombres de armas, podríamos señalar el respeto al enemigo derrotado. En defensa del Emperador puede aducirse la carta en la que explicaba al Papa su decisión de no aniquilar al ejército de Suleiman tras el fracasado asedio de Viena: «La gracia de Dios nos ha concedido el honor y la dicha de haber forzado a la huida al enemigo común de la Cristiandad y nos ha protegido de la desgracia que él nos tenía reservada.» Otra maroma de salvación aplicable a Carlos V es el haber adoptado como lema el principio benedictino de ora et labora y su definitivo desapego de aquello que había constituido el móvil de su vida: el poder, poniendo para su logro la guerra.
Sin embargo, son escasos los hombres que en el cenit de su poder lo abandonen. Así, el rey de España, señor de las Indias, duque de Borgoña y Emperador, tras meditada decisión renunció a todos estos títulos y se retiró a preparar su tránsito supremo a un monasterio extremeño. El mismo Ignacio de Loyola, en su camino terrenal a los altares, propuso al poderoso retirado de Yuste como ejemplo a seguir porque en tanto otros, apegándose al deseo de prolongar su vida rodeado de la magnificencia del poder político, él, excepcionalmente renuncia en vida. «De este modo — dice Ferdinandy — se señala como auténtico príncipe cristiano, ya que mientras entiende no poder atender a las tareas de sus reinos, honra con esa carga a quien la toma a sus espaldas.»
A Yuste me acompañó Miguel Sales, curiosamente habitante en Madrid de la calle Juan de Urbieta. Fue éste, a cuyo primer apellido añadía los de Berástegui y Lezo, soldado del Emperador nacido en Hernani que en la batalla de Pavía alcanzó fama y distinción por haber hecho prisionero a Francisco I de Francia el 24 de febrero de 1525. En el fragor del combate, cuando el soberano francés cayó del caballo, al tratar de levantarse se encontró con la daga que el vascongado le tenía en el pescuezo. Junto a Juan de Urbieta, Alonso Pita da Veiga, gallego, y Diego Dávila, granadino, fueron compañeros en la brillante jornada. Tres españoles periféricos unidos, que en los campos de Europa combatían por su fama y por la gloria suya, la de Dios y la de España. Años más tarde el manco de Lepanto en El licenciado Vidriera daría noticia de la máxima aspiración de la juventud española de aquellos tiempos: nacer en España, vivir en Italia y morir en Flandes.
Como en todo, la intervención divina salvó al francés de que el de Hernani no le diera trabajo al estoque. Fue Carlos V, el Emperador de cristianos, que quería incorporar al que había vencido en la pugna por la herencia del Sacro Imperio, e integrarlo en la causa de la paz de occidente perpetuamente amenazada por el turco. De poco valió la generosidad del César, ya que después de tenerlo preso lo liberó bajo palabra de paz y a las primeras de cambio pactó con el otomano, para colmo de deslealtad con apoyo papal. Eran tiempos en que desde la sede romana se interpretaba torcidamente el designo de Jesucristo cuando proclamaba que «mi reino no es de este mundo.»
A propósito de desvaríos papales en épocas turbulentas, recuerdo que un jesuita, Juan Manuel Ganuza, navarro de nación, que fue a terminar su larga y fructífera vida en un barrio marginal de Caracas, me decía años ha, con afinada ironía, que si no existieran, además de la fe, otros medios para demostrar el origen divino de la Iglesia católica, bastaría con el hecho de que veinte siglos en manos de la curia romana, aún dure.
Como premio a su actuación en Pavía Juan de Urbieta Berástegui y Lezo obtuvo escudo de armas y fue ascendido a Capitán de Caballería así como honrado con el título de Caballero de Santiago.
A buen seguro que una indagación genealógica aportaría algún que otro Ibarreche, Arzaluz, Iturrizaberroatabeñagoriragoitia, Eguibar, Urculu y pare usted de contar, desde soldados rasos a generales, batiéndose por tierras y mares con estandartes enhiestos y la maza del poder en la mano, por la misma causa que Juan de Urbieta.
Mis dudas acerca de la autenticidad de las Memorias de Carlos V hacía tiempo que me inducían a averiguar en Yuste algún indicio que me proporcionara luz en el asunto. Tenía vaga noticia de que en el transcurso de la tercera desamortización, la de Mendizabal, habían desaparecido del monasterio algunos papeles, entre los cuales pudiera encontrarse alguna justa aclaratoria. Si a las Memorias conocidas Cadenas les atribuía la condición de «supuestas», ¿por qué dándole rienda suelta a la imaginación, no era verosímil pensar que un personaje tan consciente de su importancia como Carlos V, hubiera dejado un testimonio de su paso por la historia al que atribuirle la condición de auténtico?
Aunque sea por vía de fabulación, acaso pertinente para atar cabos, he tratado de entrar en el ánimo del Emperador ante algunos de los momentos cruciales de su vida. Dos de ellos serían el Saco de Roma y el Concilio de Trento.
La actitud del Papa Clemente VII en apoyo a Francia propició la intervención de las tropas imperiales, que el 6 de mayo de 1527 obtuvieron una victoria frente a la Liga de Cognac, alianza de Francia, Milán, Venecia, Florencia y el papado.
En un ejercicio de palingenesia me he planteado la hipótesis de mi participación en el Saco de Roma que siguió a la victoria. Sin embargo, es probable que como español, hubiera tenido escasa participación en las aciagas jornadas puesto que la acción principal les correspondió a los lansquenetes teutones, heredos de las tribus germánicas que acampando en las orillas del Danubio observó Marco Aurelio con angustia premonitoria.
Pero de haber sido efectiva mi participación en aquella guerra por problemas terrenales, después de acosar al Papa en Sant’Angelo y ponerle las peras a cuarto y enterarle de lo que cuesta un peine, me hubiera postrado, rodilla hincada en el suelo ante él y hubiera exclamado con inspirada humildad: ¡Santidad!
Y Trento. Veinte años antes de la primera reunión en Trento del Concilio Ecuménico del mismo nombre, Carlos V había sido uno de los principales promotores del encuentro entre católicos y reformistas para enfrentarse a la amenaza otomana. El Emperador tenía la creencia de que la herejía que propició la separación de la Cristiandad era en buena medida consecuencia de los abusos, libertinaje y otros defectos de la Sede romana, como la simonía, que consiste en la compra y venta deliberada de cosas espirituales, como los sacramentos y sacramentales y otras prebendas y beneficios eclesiásticos.
La presión ejercida por el Emperador sobre el papado para convocar el concilio, encontró resistencias que al final condujeron a la separación definitiva de la Cristiandad. Sin embargo, junto a la abúlica indecisión del papado, el principal culpable del retraso fue Francisco I de Francia, de cuya liberación después de tenerlo preso en España, tras la batalla de Pavía, se arrepentirá tardíamente Carlos V. La oposición del francés se basaba arteramente en que para que el concilio resultara exitoso se requería el consentimiento de la mayoría de los soberanos cristianos..
El remordimiento por la tardanza en la convocatoria y sus fatales consecuencias, lo cargaría como pesada cruz en su última morada extremeña.
En la librería del Monasterio pude abastecerme de todo el material disponible acerca de la vida y obra del último caballero de Europa. Rodeado de libros en la cama de un hotel de Cuacos de Yuste me dispuse a descansar. Mi amigo Miguel Sales durmió sólo en su habitación. Yo en la mía puedo decir que me acosté con el Emperador. Todo un hito.
Como obsequio por nuestra visita, después de una suculenta cena, nos entregaron dos latas de pimentón de La Vera. Doy fe de su calidad y en homenaje a Juan de Urbieta y a Antonio Pita da Veiga, me permito sugerir dos usos. Para el vasco, un marmitaco de bonito, y para el gallego, el plato buque insignia de la cocina marinera de Galicia: la merluza a la gallega.
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miércoles, julio 23, 2008
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