viernes 1 de agosto de 2008
Test de cultura general
Miguel Martínez
B UENAS noticias. Cuando mis queridos reincidentes lean este artículo un servidor se hallará -Dios y Bush mediante- en el quinto pino disfrutando de sus más que merecidísimas vacaciones veraniegas. La parte positiva para un servidor les resultará obvia, mientras que, para todos ustedes lo será en la medida en que, después de más de cuatro años, quien les escribe les va a conceder un respiro de dos o tres semanitas, en las que ni siquiera en las páginas de Vistazo se le va a ver el pelo a servidor de ustedes, lo cual les supondrá un descanso que, después de 226 artículos consecutivos en estas páginas, se tienen -también ustedes- bien merecido.
Escrito el párrafo anterior y comprobado que, una vez releído, causa en este columnista sensaciones contradictorias –ora de sosiego, ora de euforia-, me van a permitir que les narre lo que me aconteció el pasado jueves cuando, por una de aquellas casualidades de la vida, tuve que participar como miembro de un tribunal en unas oposiciones en las que unos cuantos jovenzuelos se enfrentaban ante las pruebas selectivas que mediaban entre ellos y una plaza de funcionario de carrera, o, lo que es lo mismo, un puesto de trabajo garantizado de por vida. Desde ese jueves, los amigos de un servidor han tenido que soportarme un discurso derrotista al que un optimista irredento como quien les escribe no les tenía acostumbrados. Les cuento.
Constaba la oposición de un módulo de cultura general, previo a los ejercicios habituales para todos los funcionarios, con bloques sobre Derecho Administrativo y Constitucional, así como otros específicos de la plaza a la que opositaban. El examen cultural estaba compuesto por cincuenta preguntas a las que se ofrecían tres respuestas, de las cuales sólo una era la correcta: el conocido test, en el que las respuestas negativas restaban décimas sobre la puntuación obtenida con las respuestas acertadas. Cuando un servidor hojeó las preguntas creyó que quien fuera que hubiese decidido el contenido del examen era de un benévolo supino y que, visto el currículo de los aspirantes -licenciados, diplomados y bachilleres-, éstos se jugarían las plazas en concurso en los bloques generales o en los específicos del puesto al que optaban.
Para que se hagan una idea, les copio aquí alguna de las preguntas del test de cultura general.
¿Quién fue Narciso Monturiol?
¿Qué es la migración?
¿Qué es una Ordenanza Municipal?
¿En qué ciudad se encuentra el Coliseo?
¿Qué nombre se da al proceso que experimenta el hielo cuando se convierte en agua?
Y así hasta un total de cincuenta preguntas, cuyas respuestas tenían a la vista entre otras dos falsas, una de las cuales acostumbraba a ser una barbaridad ingeniosa que arrancaba sonrisas y comentarios ocurrentes entre los miembros del tribunal.
Algunas veces nos llegan correos electrónicos con “powerpoints” sobre respuestas facilitadas por alumnos a exámenes, y les confieso que albergaba serias dudas sobre que esas respuestas no fuesen sino fruto del ingenio de alguien con tiempo para dedicarse a divertir a sus contactos del Outlook, y en ningún caso respuestas verídicas dadas por alumnos reales. Desde el jueves he llegado a la conclusión de que, muy probablemente, esos correos electrónicos sean reales.
Porque resulta que para algunos de aquellos aspirantes una Ordenanza Municipal es –se lo juro- la conserje de un Ayuntamiento, la migración es un dolor de cabeza que afecta al cerebro, el Coliseo se encuentra en Atenas –podía haber sido peor, la otra opción creo que era Burgos-, el hielo cuando se convierte en agua es porque se condensa y de Narciso Monturiol ni saben ni contestan. ¿Cómo se les queda el cuerpo? Huelga decir que las plazas siguen vacantes pues ni uno sólo de los aspirantes fue capaz de aprobar la oposición.
Quejas de los opositores por considerar difícil -ataraxia, Miguel, ataraxia- el examen, argumentando que la cultura general no puede estudiarse, y que esa parte del concurso no debiera ser excluyente, sino hacer media con el resto de pruebas en las que el aspirante pueda demostrar que sí ha estudiado el temario específico, que es en definitiva lo que ha de dominar un funcionario, y un servidor con ganas de soltarles algo así como “claro, y cuando venga alguien llevando en la mano una caja de aspirinas, les dais conversación mientras lo atendéis, preguntándole si las aspirinas son para mitigar la migración”.
Comentando el tema con amigos, padres de críos en edad escolar, todos coinciden en la ineptitud de sus retoños para colocar en el mapa el Pisuerga, el Sistema Ibérico, el Bidasoa y –ya no digamos- Colombo, Trípoli o Jartum. Y, como resulta evidente que los niños de ahora no son menos espabilados que nosotros, sólo nos queda concluir que nuestro sistema educativo está creando unos jóvenes, a nuestros ojos, incultos; eso sí, la mar de aptos para las tecnologías, auténticos artistas de la Play y la Wii. Así no es de extrañar que muchos de nuestros colegiales no sepa quién escribió El Quijote pero sepan la velocidad en gigahercios del procesador de una consola sólo con olerla.
Sé que se lo pongo a huevo a los que ante este artículo aprovecharán que el Pisuerga –es un río, chavales- pasa por Valladolid, para arremeter contra la Educación para la Ciudadanía, argumentando que quien mucho abarca poco aprieta y que más valdría culturizar a los chavales que educarlos cívicamente, pues a quien así opine, he de decirles que todos esos opositores de los que les hablaba estaban ya en edad de merecer, entre los veinte y los treinta, y que, probablemente, Educación para la Ciudadanía les suene –visto lo visto- a enseñar a los críos a cruzar el semáforo por el paso de cebra y a no mearse en las farolas.
Muchos de nuestros padres, cuando nosotros éramos estudiantes, se quejaban de la laxitud de los nuevos planes de estudios –un servidor ya no tuvo que aprenderse de memoria los reyes godos, entró en el plan en el que el BUP desbancó a La Reválida, y ya le permitían usar calculadora en algunos exámenes de Matemáticas- de la misma manera que los de mi generación consideramos que nuestros planes de estudio fueron infinitamente mejores que los actuales. ¿Qué futuro les depararán los actuales planes de estudios a nuestros nietos?
Pues, sinceramente, ahora que empiezo las vacaciones, quiero ser optimista y pensar que maldita la falta que le hará a un crío saber dónde está Kiev, si lo puede descubrir al instante preguntándoselo a Google desde su ordenador o desde su teléfono móvil, de la misma manera que quizás no sea imprescindible que un servidor recuerde de memoria la fórmula del hipobromito de sodio -no la recuerdo, se lo garantizo-, o que tenga que recurrir de nuevo a Internet si quiero saber cuál es la capital de Kazajistan –Astaná, como el equipo ciclista kazajo, me lo acaba de chivar Google-, o recordar los nombres de tantos y tantos ríos, capitales, personajes, cordilleras, fórmulas químicas o cálculos matemáticos que jamás podríamos retener en nuestra memoria.
Eso, claro está, siendo optimistas, porque, si no es así, que Dios nos pille confesados cuando un funcionario de, pongamos por caso, el Ministerio de Asuntos Exteriores, pretenda arreglar la migración a base de aspirinas
http://www.miguelmartinezp.blogspot.com/
jueves, julio 31, 2008
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