La tarea del historiador (I)
31 de Julio de 2008 - 09:40:45 - Pío Moa
Con motivo de la reivindicación de Negrín por el PSOE –un paso más en su ley de la Cheka, alias de memoria histórica– tuve intención de escribir una serie de artículos sobre la visión que intenta transmitir gente como Ángel Viñas, pero creo que basta con los dos publicados en LD, más otros anteriores sobre el mismo tema. He dejado de lado a otros historiadores lisenkianos de menor enjundia, aunque de la misma línea, como Santos Juliá o Moradiellos, a quienes ABC ha dedicado un amplio espacio. ABC, como La razón, como la derecha rajoyana, colabora activamente en la difusión de la falsificación histórica, sin importar a sus promotores escupir sobre la tumba de sus padres y abuelos. A tal grado de ignominia han llegado estos botarates, bastante más despreciables que los socialistas.
La falsedad de estos engendros historiográficos salta a la vista en cuanto se profundiza críticamente en ellos, y a estas alturas solo se sostienen a base de gritería, insultos a los críticos y abuso de su posición todavía dominante en la universidad y los medios de masas, conseguida en muchos años de intrigas, manejos desde el poder y bajeza habitual de nuestra lamentable derecha. Pero importa más percibir la idea clave que genera las absurdas historias en curso. Criticando a Viñas y a otros, he señalado que "La piedra angular de toda la historiografía lisenkiana sobre la España reciente consiste en el dogma de que el Frente Popular representó la legitimidad democrática. A partir de ese grotesco disparate solo puede construirse un cúmulo de despropósitos y pasar de la historiografía seria a la propaganda stalinista". Nadie más interesado que los stalinistas, desde luego, en mantener el disfraz que les permite pasar, a su vez, por demócratas. No quiero decir que Viñas, Juliá o Moradiellos sean consciente y deliberadamente stalinistas: de eso, como de nazi, ya casi nadie presume hoy. Pero, desde luego, no son más demócratas que Negrín, y su versión encaja perfectamente con la de los comunistas. Mejor que encajar: la reproduce y abunda en ella.
No se trata de escandalizarse por una situación que dura ya demasiado, sino de examinar las claves de todo el enorme, estéril y peligroso invento. ¿Por qué mantienen tales versiones esos historiadores, políticos e intelectuales, a sabiendas –hoy necesariamente a sabiendas– de su falsedad? ¿Por qué las enseñan y difunden a jóvenes y no jóvenes, y tratan de aplicar la censura a las versiones contrarias? Existen, por supuesto, razones profesionales, personales o de prestigio: se trata de personajes que durante treinta años han llevado la voz cantante en la universidad y los medios, que han cimentado sus carreras sobre tales desvirtuaciones. Por eso, y salvo excepciones de honestidad poco común, no cabe esperar que admitan los hechos bien probados y documentados, sino que pelearán (pelean) con uñas y dientes por mantener las posiciones antes ganadas.
Este interés personal y profesional en torno a intereses creados resulta bien comprensible, pero sigue siendo insuficiente para lo que realmente importa aquí: el fondo intelectual del fraude.
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A ver si cunde:
http://www.nacionespanola.org/esp.php?seccion22
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De Una historia chocante:
"Las naciones y los nacionalismos tienen peso primordial en la historia, pero esa evidencia, como ocurre con otras tipo la naturaleza humana, no ha impedido interminables discusiones sobre su definición. El enfoque del problema ha dado un giro en los últimos treinta años, como observa Álvarez Junco en Mater Dolorosa. Antes pasaba la nación por un hecho natural, objetivo, constituido por rasgos como el idioma, el territorio, tradiciones, creencias, etc., del cual derivaba una subjetiva voluntad de autogobierno: el nacionalismo sería la consecuencia política de la nación. Pero el caso de los vascos y los catalanes indica que no tiene por qué ser así, pues esos nacionalismos surgen en tiempos muy recientes, mientras que datan de muy atrás las particularidades en que se apoyan o dicen apoyarse. A partir de hechos como estos, hoy muchos tratadistas invierten la relación: es el elemento político subjetivo, el nacionalismo, el creador de la nación, la cual se convierte también en subjetiva. Diversas élites, utilizado la propaganda, la enseñanza o la acción política, inventarían los elementos "nacionales": creencias sobre el pasado, tradiciones, costumbres, etc.
En alguna medida este enfoque venía prefigurado en el marxismo, para el cual los nacionalismos obedecían a necesidades de las burguesías de asegurarse unos mercados, y constituían una ideología en el mismo sentido que pudiera serlo la religión: una seudoexplicación del mundo movida subterráneamente por intereses económicos. El historiador marxista británico Hobsbawm considera las naciones puros inventos de las clases explotadoras para compensar y desviar el malestar de las clases populares. Esta visión, con matices diversos, ha cundido mucho en ámbitos intelectuales no marxistas, aunque ya casi nadie contraponga al nacionalismo el "internacionalismo proletario".
Sin embargo la explicación no convence. Se hace difícil creer, por ejemplo, que el dominio de la enseñanza y de la propaganda estatal desde Londres lograra persuadir a los escoceses de ser ingleses o, por poner un caso menos especulativo, esa teoría no explica el brusco resurgir de los nacionalismos de la Europa del este, tras varias generaciones de férreo adoctrinamiento en el "internacionalismo proletario". Podríamos ver a Cataluña y Vasconia como pura invención de ciertos burgueses de finales del siglo XIX, destinada a crear un sentir popular favorable a sus intereses, y ya hemos visto que en parte así fue; pero difícilmente habrían tenido éxito esos burgueses si no se apoyaran en realidades históricas y sociales preexistentes.
Desde el punto de vista presuntamente racional, han sido fuertemente criticados los sentimientos de identidad comunitaria, como el nacionalismo. Esos sentimientos suelen ser, además, muy intensos, de los pocos capaces de arrastrar a los hombres, en ciertos momentos, a dar la vida o a quitarla a otros. Pues bien, pese a su intensidad, se trataría de ilusiones arbitrarias, autoengaños guiados, en última instancia, por el ansia de "ser" más de lo que realmente se es: "Al ser humano le resulta difícil resistir la tentación de anclar su pobre y finita vida en una identidad que la trascienda", señala Álvarez Junco, para citar de G. Jusdanis cómo el nacionalismo permite a los individuos "olvidar su contingencia, olvidar que son parte del flujo de la historia, que su vida personal es sólo una entre muchas, y ciertamente no la más grandiosa, y que su cultura, la más intrínseca experiencia de sí mismos como seres sociales, no es natural, sino inventada".
Expresiones confusas y menos racionales de lo supuesto. Anclar la "pobre y finita vida" en una trascendencia es quizá una tentación, pero también una evidencia primaria. La vida de cada individuo trasciende largamente en el pasado por la serie interminable de sus ancestros, y en el futuro por la de su descendencia, tanto biológica como culturalmente. Nadie nace por propia elección, ni decide sobre el tiempo o lugar de su vida, la cual será para siempre inseparable de esos datos. El individuo absorbe desde la cuna un bagaje cultural variadísimo –lengua, utensilios, creencias, costumbres, arte, actitudes...–, tan esencial para su supervivencia como la misma leche materna. Esa cultura, creada alegre o penosamente a lo largo de generaciones, no le debe nada cuando es niño, y le deberá muy poco cuando crezca; él, en cambio, le debe casi todo. No son difíciles de entender racionalmente los profundos afectos que, de modo más o menos consciente y elaborado, suscita el entorno sociocultural en las personas: el entorno que Iparraguirre proyecta poéticamente sobre el paisaje.
Si evitamos el error de considerar la vida individual como un todo autosuficiente y aislado, salta a la vista la racionalidad del sentimiento patriótico. Los elementos culturales, tanto como los naturales, conforman el medio de la vida humana. Suele decirse que ellos nos condicionan o moldean, como si se tratase de algo externo, pero en rigor forman parte constitucional, íntima, de nuestra vida personal. El individuo puede renegar de su cultura –y también de su propia vida–, pues sus efectos son a menudo contradictorios y dolorosos, pero más comúnmente se identificará con ella, con su patria, como se identifica con sus padres, que le trascienden en el pasado, y con sus hijos, que lo hacen en el futuro y en quienes siente una básica continuidad histórica, cultural y biológica cuya perduración normalmente desea –aun a través de cambios si los ve como mejoras dentro de la misma cultura– y cuya posible ruina percibe como un trauma, a menudo como un trauma insufrible.
Así, en general nos sentiremos más identificados con los afines por lengua, creencias, costumbres, etc., y valoraremos éstas cobre las ajenas. Y aunque ese sentimiento, como todos, puede volverse enfermizo, cursi, arrogante o criminal, tacharlo de "irracional" es tan absurdo como exigir a un niño que ame por igual a su madre y a las de sus amigos, invocando la "razón" de que todas, "objetivamente", son madres".
http://blogs.libertaddigital.com/presente-y-pasado/la-tarea-del-historiador-i-3622/
jueves, julio 31, 2008
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