lunes, enero 21, 2008

Manuel de Prada, Sed como niños

lunes 21 de enero de 2008
Sed como niños

¿Por qué nos gustan los niños? Porque en ellos todo es nuevo, original, imprevisible. Nada de lo que hacen o dicen se conforma a lo establecido; simplemente, ignoran qué es lo establecido, y por ello mismo su lenguaje, como sus actitudes, parece recién creado, recién inventado. Someten la realidad a un constante proceso de reinvención; son creativos en el sentido más hondo de la palabra, como lo es el Dios del Génesis: crean el cielo y la tierra a cada instante, crean el día y la noche, y no se cansan de crearlos, porque para ellos cada cielo y cada tierra son distintos, cada día y cada noche albergan acontecimientos que nunca antes existieron, que nunca volverán a existir. Su actitud ante la vida es inaugural, frente a la de los adultos, que es reiterativa: crecer es conformarse con una realidad que se repite; y amoldarse a esa realidad repetida, convirtiéndonos nosotros mismos en criaturas en serie, con actitudes previsibles, con palabras gastadas, con sentimientos y pasiones estereotipadaos, con preocupaciones triviales, de tan archisabidas.

Crecer, ay, es deteriorarse. De algún modo trágico, a medida que nos hacemos grandes, nos hacemos iguales. Sólo los adultos podemos ser clasificados, etiquetados, sometidos a disección; y ya se sabe que la disección se realiza en organismos muertos. Decimos las mismas cosas, cometemos los mismos pecados, nos desvelan los mismos afanes: buscamos comodidades que hagan nuestra vida más placentera (o menos sufriente), encauzamos nuestro pensamiento en tal o cual ideología establecida, concebimos sueños o deseos que otros concibieron antes que nosotros, sueños o deseos que se concretan en las mismas previsibles aspiraciones: dinero, honores, salud, mujeres (u hombres) que nos acompañen en nuestra travesía tediosa. Incluso allí donde podríamos ser distintivos preferimos ser uniformes, productos de una cadena industrial que funciona a destajo: y así ocurre en el amor, en la religión, en todo aquello que iluminaría nuestra vida si adoptásemos una actitud inaugural. Pero en lugar de aprovechar esas oportunidades que se nos ofrecen para la originalidad, terminamos amando como otros amaron antes que nosotros, terminamos creyendo en Dios del mismo modo cansino o ritual, ignorando que cada persona es irrepetible, ignorando que repetirse es negar nuestra condición humana, aceptar nuestra propia muerte.

Hemos excluido el asombro de nuestro horizonte vital; y eso nos convierte en criaturas doctrinarias. Los niños, por el contrario, son seres de asombro: no hay dos iguales, cada uno difiere de los otros: no sólo de sus hermanos, o de sus compañeros de clase, sino de todos los niños que en el mundo han sido, de los que son y de los que en el futuro serán. Esa cualidad distintiva la podemos apreciar en las preguntas con las que sin cesar nos interpelan: hay un momento en que esas preguntas nos subyugan y fascinan; pero hay también un momento posterior en que llegan a fastidiarnos. Subyugación y fastidio que tienen una misma explicación: toda la creación se vuelve a crear en los niños, a través de su incesante curiosidad; y este carácter milagroso de su naturaleza despierta en nosotros la nostalgia de lo que fuimos, y también el despecho de saber que ya nunca más volveremos a ser así. Si logramos ceder a esa subyugación, al deslumbramiento que su actitud creativa ejerce sobre nosotros, podemos llegar a convertirnos, siquiera por unos instantes, en niños como ellos mismos; pero enseguida emerge dentro de nosotros el adulto que durante esos instantes hemos reprimido y volvemos a ser rutinarios, y el acopio de novedad que los niños traen consigo se torna de inmediato enojoso, por la sencilla razón de que nos recuerda todo aquello a lo que hemos renunciado, todo aquello que ya no podremos volver a ser.

Cada vez tengo más claro el sentido de aquella frase evangélica: «De los que son como niños es el reino de los cielos». Y es que el cielo hay que ganárselo a cada instante, esfuerzo creativo que sólo los niños son capaces de acometer; nosotros, los adultos, vivimos más cómodamente instalados en nuestras rutinas, que son expresiones de una existencia infernal. Pero somos tan tontos que ni siquiera nos damos cuenta; o nos consolamos pensando que los demás viven en el mismo infierno. Que son, como nosotros mismos, presentes sucesiones de difunto.


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