viernes 6 de octubre de 2006
El tremendo poder de la mirada
Félix Arbolí
E N mis últimos artículos he intentado realizar un breve estudio sobre el valor y los distintos matices que tiene el silencio a través de la mirada. En éste quiero opinar sobre el poder tan enorme que tiene la mirada. Pero sólo quiero referirme a aquella donde se exhibe la podredumbre humana. La malsana, la que hace al hombre la más detestable de las bestias. La mirada que corrompe, que destroza la armonía familiar o ambiental, la que nos hace peligrosos e irresponsables. Esa mirada, que tan solo precisa del silencio para demostrar su cara amarga y rencorosa capaz de ocasionar devastadores efectos en el alma y el cuerpo del pobre mortal que se convierta en objetivo o diana de sus tiros. El gesto de una mirada es algo tan sencillo para nuestro organismo y constante quehacer, que por su frecuencia y facilidad parece perder la gran importancia que tiene en nuestras vidas. Pocos se habrán detenido, me atrevo a asegurar, a pensar y calcular la trascendencia que nuestra forma de mirar tiene no ya solo en nuestra existencia, sino en la de todos aquellos que forman nuestro mundo íntimo, amistoso o circunstancial. Incluso en aquellos que constituyen ese conjunto que ha quedado impreso con la tinta indeleble de nuestra memoria en el listado de los indeseables, mezquinos y falsos. En multitud de ocasiones y circunstancias hemos oído la célebre frase de “dímelo mirándome a los ojos”, como señal inequívoca de que de esa manera no se atreverá al engaño y la falsedad en sus manifestaciones. La expresión de su mirada es más fehaciente para el interlocutor que un acta notarial o el juramento más solemne y tremendo que pueda realizarse. Los ojos dan fe con más autenticidad que un notario. Con más convencimiento y credibilidad. Hemos examinado los distintos tipos de miradas que se pueden utilizar para hablar sin voz, comunicarse sin palabras. El amor, la ternura, la solidaridad, la compasión, la admiración, el dolor…Todo cabe en una mirada y sale de ella como dardo certero hacia el blanco deseado, sin posibilidad de desvío o error de apreciación. Con una contundencia diáfana e incuestionable. Cuando los ojos no hablan, mala cosa. O no tienen luz que les posibilite esa visión tan necesaria, a causa de esa ceguera congénita o por accidente o esa ausencia visual obedece al empeño en ocultar su mirada a la contemplación del prójimo por causas lógicamente nada buenas o nobles. Más ven los primeros que los segundos, porque aquellos ya están acostumbrados a carecer de ese sentido lo han suplido, la naturaleza humana es sabia y oportuna, por la superación en otros que les compensa de tal pérdida y les hace diestros donde el que puede ver es torpe e ignorante. Los ojos, constituyen sin la menor vacilación la parte más importante y admirada en el ser humano. Es lo primero que advertimos y apreciamos, porque nos fijamos en ellos desde el primer instante de nuestro encuentro. Es el primer test al que sometemos al nuevo-a candidato-a antes de adentrarnos en el estudio más profundo de su personalidad y condiciones. Superado éste, viene posteriormente el examen y la reflexión sobre otros puntos más o menos sugerentes que determinarán a posteriori la aceptación o el rechazo de la persona en cuestión, si se trata de una posible candidata a dominar nuestra vida y sentimientos o la desconfianza y el alejamiento si esa escondida mirada pertenece a un aspirante a compartir nuestra amistad o formar parte de nuestro círculo habitual. Son los ojos el primer eslabón de esa cadena de valores que juzga y califica al ser humano en ese baremo al que le sometemos desde el inicio de nuestro encuentro y contacto. La mirada oculta y descubre el alma de toda persona. Es el espejo que refleja nuestros más íntimos y secretos recodos. Esos que quisiéramos mantener ignorados y desconocidos para los demás. En ella se advierte el odio a la persona o idea, sin poder controlarlo, aunque nos esforcemos en el intento. Mirada fiera, dura, ausente de humanidad, con la que desearíamos eliminar a nuestro adversario sin el menor remordimiento de nuestra rencorosa conciencia carente de responsabilidad. El odio es el estigma dominante en la mirada más peligrosa y terrible. La que no admite tolerancia, ni entiende de razones que la puedan suavizar o justificaciones que la hagan recapacitar. Controlada por la insidia, solo ve el mal en su entorno. Su mayor desgracia es la suerte del contrario. Su máxima aspiración, el hundimiento total, a su más bajo nivel, sin posibilidades de recuperación, según su mente retorcida y su corazón emponzoñado. Es una mirada donde no existe redención y sosiego, ni aún en el que la sostiene, ya que hace de su rencor una pesada carga muy difícil y angustiosa de sostener y soportar. Le falta ese bálsamo poderoso del perdón a la posible ofensa y la fe en la bondad de los demás cuando no existen motivos acreditados, sino meras conjeturas de su culpabilidad. El perdón, la reconciliación y la transformación del odio en amor y amistad. Solo necesita cambiar la negritud de sus pensamientos por la blancura de sus intenciones. La mirada de la envidia, reconcentrada y camuflada para no ser descubierta, pero enormemente dañina y peligrosamente amenazante. Falsa y aduladora para no despertar sospechas, afilada y venenosa cuando el sujeto de nuestras insidias se haya ausente o no existe el temor de que pueda sentirse aludido y pase a la defensiva. Impulsora y defensora de los más bajos instintos y más aviesas intenciones para derribar al envidiado que, por méritos propios, mejores oportunidades aprovechadas o acciones más dignas realizadas, se alza sobre el pedestal de los elogios y privilegios. La que nos corroe interiormente sin darnos pausa alguna ante la visión del ensalzado o el tener que soportar las alabanzas que se le hacen, cuando desearíamos más que ninguna otra cosa, verlo caído y humillado ante la multitud que ahora le adula y respeta. Mirada biliosa, repulsiva, cargada de malos augurios y funestos deseos, que puede conducir a la realización de las más deleznables acciones que un ser en el colmo de su paroxismo puede ser capaz. La mirada de la indiferencia ante el que acude a que le oigamos y auxiliemos, solicitando nuestra protección, que no nos costaría otorgarle, en un intento desesperado por salir de un grave e inesperado problema o por ser incapaz de continuar soportando la continua miseria que le atosiga. Indiferencia que al infeliz que se ve desprotegido e ignorado le debe producir el mismo efecto que si a tanto dolor y desesperación unieran mortificantes insensibilidades y hasta burdas calladas como respuestas. Nada debe ser indiferente al ser humano y mucho menos las penalidades, errores o tragedias del prójimo. ¿Quién puede ser insensible, mirar indiferente, pasar de largo, ante un niño que llora por hambre y abandono, como nos muestran las fotos y reportajes de nuestros compañeros en lugares de conflictos y hambrunas?. Nuestra mirada de indiferencia ante un drama que debe conmovernos hasta lo más profundo de nuestros sentimientos, solo demuestra que algo falla en nuestro interior, que hay alguna pieza que falta o no funciona como es debido, en la complicada máquina de nuestro organismo. La indiferencia es la mirada del egoísmo, de la cobardía ante la idea de perder nuestra cómoda postura de vivir, de la negación de nuestra condición humana al permitir que pasemos de largo, sin alterar simplemente la mirada, ante el hambre, la enfermedad, el dolor, la soledad y la muerte. Es la negación de nuestra fe, de nuestras creencias, de nuestra propia realidad como ser humano. Hago mención asimismo a la mirada de la angustia, del miedo, del dolor y de la tragedia. Esos ojos que no hablan, solo suplican, se lamentan en silencio de un mal que les atenaza y amenaza. Destilan todo ese temor que les invade por dentro y por fuera. Reclaman nuestra atención, aunque no tienen fe ni esperan estímulos de nuestra parte. Saben que están condenados a esa amargura que les sacude el alma y le contorsiona el cuerpo. Las causas pueden ser múltiples y muy distintas. El ser querido que se fue definitivamente de su lado tras la muerte, (ojos secos e hinchados después de tanto llanto derramado o rojos y escocidos ante ese caudal de lagrimas vertidas); la enfermedad grave y dolorosa de una persona amada; la del que se siente seriamente amenazado por persona, dolencia o circunstancia especialmente peligrosa y difícil de soslayar; la del que nada tiene y nada espera de los demás, porque su triste y ya larga experiencia le han hecho conocer más certeramente la indiferencia del ser humano a los problemas ajenos, etc, etc. ¡Hay tantos casos donde nuestra mirada se ha cruzado con la tragedia y el sufrimiento del prójimo y no nos hemos detenido!. ¿No existe el amor, la fraternidad, la solidaria actitud en nuestras vidas?. ¿Qué clase de seres estamos formando y preparando para el futuro?. Cuando desaparece la mirada interior, desaparece la vida. Porque sin la mirada del cuerpo, por problemas naturales o accidentales, el ser sigue capacitado para continuar su periplo por la vida con mayor o menor dificultad, pero cuando se padece la ceguera del alma, nuestra existencia carece de sentido. Hemos perdido la oportunidad de hacer algo positivo que nos libere de nuestros demonios internos y el recorrido por este mundo se habrá convertido en un ciego peregrinaje por escenarios donde no hemos sabido apreciar la realidad de nuestro entorno. Ni habremos podido disfrutar con el hermoso tesoro de la generosidad, la maravillosa satisfacción de la solidaridad y el sublime placer de transformar en alivio y consuelo la soledad y la tragedia del prójimo, al no haber querido captar con nuestra mirada el mensaje que nos lanzaban.
viernes, octubre 06, 2006
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