martes 6 de septiembre de 2006
LLAMAMIENTO A LOS INTELECTUALES
En defensa de la libertad
Por Marcelo Birmajer
El fundamentalismo islámico intentó perpetrar una nueva matanza el pasado 10 de agosto; el objetivo eran unos aviones procedentes del aeropuerto de Heathrow. Esta vez los criminales fueron providencialmente neutralizados por las fuerzas de seguridad. Las matanzas indiscriminadas de los islamistas vienen de más atrás en el tiempo, pero los medios masivos de comunicación se han centrado con rigor en su siniestra cosecha desde la masacre de las Torres Gemelas, y seguido el reguero de barbarie por Madrid, en marzo del 2004, y Londres, en julio del 2005.
No hemos tenido que lamentar una nueva procesión fúnebre, esta vez de los deudos de los miles de pasajeros, en todos los casos civiles e indefensos, que habrían sido aniquilados por medio de explosivos líquidos. Pero sí hemos vuelto a pagar un oneroso precio en lo que hace a nuestras libertades públicas.
Limitaciones en la libertad de movimiento, limitaciones en la libertad de consumo, demoras difíciles de soportar, controles de seguridad cada vez más molestos, pérdidas millonarias en el rubro económico... Los terroristas saben perfectamente lo que están haciendo. Si no logran masacrar la mayor cantidad de personas, como es su objetivo original, se contentan con imponernos su principal objetivo político: la restricción de nuestras libertades públicas. En última instancia, esta es una lucha entre dos sistemas: el de las imperfectas democracias liberales, con su libertad de circulación internacional, sus libertades y garantías públicas, que a grandes rasgos rige en toda la Europa Occidental, en la mayor parte Europa del Este, en Sudamérica y en América del Norte, por un lado; y los perfectos sistemas totalitarios, como el Irán de Jomeini y sus sucesores, el fenecido Afganistán de los talibanes o la belicista Siria de los Asad, por el otro.
Penosamente, no se percibe que la mayoría de los intelectuales que hoy disfrutan de sus libertades públicas –en las amenazadas partes del globo donde éstas rigen– se hayan unido en un clamor coherente contra la amenaza. Atomizados, dispersos, nos encontramos con unas pocas voces que definen por su nombre a los terroristas que acaban de infligirnos nuevas afrentas a nuestra libertad de movimiento; por otro lado, mucho más suculento y concertado, atendemos a un coro de Casandras antidemocráticas que ridiculizan nuestros deseos de viajar libremente como ansias "pequeñoburguesas" (lo que sea que esta entelequia signifique), nuestros deseos de prosperar como pecados de egoísmo y nuestra necesidad de libre expresión como un delirio onírico que no contempla la necesidad de pan y agua de los oprimidos de la Tierra.
Este coro intelectual viaja libremente, pero desprecia el deseo del prójimo de viajar libremente. Este coro suele extraer sus salarios de los erarios públicos de las distintas democracias occidentales, pero desprecia el deseo de la mayoría de prosperar en el sector privado. Este coro vive precisamente de la libertad de expresión, pero la relativiza cuando se trata de defenderla contra una amenaza concreta. "Podríamos prescindir de la libertad de expresión por un mundo más justo", argumentan. Como si hubiera alguna contradicción entre la libertad de expresión y la búsqueda de soluciones al hambre y la pobreza. Como si las mejores soluciones contra el hambre y la enfermedad no hubieran provenido precisamente de las democracias liberales. Como si los científicos y cientistas sociales más efectivos no hubieran buscado siempre, como base operativa, los países donde imperan el Derecho y las garantías públicas junto a la vigencia de la libertad de expresión.
Puede haber todo tipo de discusiones acerca de cuál sea la respuesta militar que las democracias liberales deben dar al azote concertado de grupos como Al Qaeda, Hezbolá, Hamás y sus múltiples ramificaciones, y la estrategia de contención contra sus sostenes nacionales, Irán y Siria; pero el triunfo final, para serlo, deberá ser político: la victoria de la libertad de expresión, de la libertad de movimiento y del valor de la vida, en oposición a la glorificación de la muerte y el oscurantismo. En relación a este fundamental triunfo político, la voz de los intelectuales, de los periodistas, de los artistas, es definitoria.
La triste realidad es que, provenientes del periodismo, el arte y la intelectualidad, es mucho más habitual escuchar quejas contra los gobiernos democráticos que señalamientos de la amenaza que el terrorismo representa para nuestra libertad y nuestra vida. En los medios de comunicación de los países democráticos es mucho más habitual encontrar ridiculizaciones contra líderes de países democráticos que contra líderes y agrupaciones del campo terrorista.
Ben Laden o Al Zarqaui, el presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad, o el terrorista de Hezbolá Nasralá no son blancos de los humoristas, escritores y artistas en la misma proporción en que lo son los líderes elegidos con legitimidad dentro de los sistemas que permiten la libertad de expresión.
Lamento sospechar que esto no resulta del hecho de que haya más quejas contra los propios líderes elegidos que contra los terroristas, sino de que los intelectuales y artistas están atemorizados: le temen a las bombas y amenazas de los fundamentalistas islámicos y sus dictadores asociados. Saben que criticar a los líderes de las democracias liberales no les atraerá ningún perjuicio, mientras que burlarse repetidamente de Nasralá o de Ahmadineyad puede derivar en una bomba, la quema de un edificio o el secuestro de un pariente.
Los intelectuales de las democracias liberales supuestamente transgresores no están lanzando sus dardos contra el verdadero peligro como lo hicieron sus antecesores contra el nazismo, sino contra el más inocuo. Por muchas críticas que les merezcan el presidente de EEUU y el primer ministro de Inglaterra, ninguno durará más que un par de años en el poder; pueden reemplazarlos incluso con sus plumas, con sus cámaras, con sus micrófonos. Pero a Ben Laden, a Zarqaui, a Ahmadineyad, a Asad, que están allí para quedarse, a esos les temen en silencio.
Cuando el prestigioso director Daniel Bareinboim interpretó a Wagner en Israel, contra los deseos de un reducido grupo de sobrevivientes del Holocausto, el suceso resultó tan sólo en un escándalo mediático: no hubo ninguna medida represiva estatal contra su actitud. Ahora que Irán organiza un concurso de cómics para ridiculizar el Holocausto, sería bueno que tanto Barenboim como muchos otros artistas amantes de la paz se movilizaran hasta Teherán para hacerles saber a los mulás iraníes su desacuerdo. ¿No sería realmente un acto transgresor, rebelde y pacifista ver a Barenboim dirigir su orquesta, mientras ésta interpreta una melodía en recuerdo del Holocausto, en Teherán y luego en Damasco?
La triste realidad, nuevamente, es que en ese caso la libertad y la vida de Bareinboim correrían peligro; padecería la misma ominosa saga de Salman Rushdie, o la de cualquier intelectual disidente en dictaduras como la iraní o la siria.
Entonces, lo que nos encontramos es con artistas que sólo protestan o reclaman contra aquellos países que les garantizan poder protestar o reclamar sin peligros, mientras que dejan de alzar su voz contra aquellas organizaciones y países que les harían pagar caros sus reclamos o disidencias. Eso no es valor intelectual.
Finalmente, buena parte del coro intelectual de las democracias liberales está copiando una de las novedades que nos propone el fundamentalismo de Al Qaeda y compañía: el suicidio. Los intelectuales se están autodestruyendo al no alzar su voz contra la amenaza del terrorismo. Están dejando avanzar, en el espacio más importante: el político, al enemigo de nuestras libertades más jurado que hemos conocido desde la caída del nazismo.
Al relativizar el peligro que la amenaza terrorista representa, la enorme ventaja que las democracias liberales representan, estamos relativizando nuestra propia existencia en libertad. Y si bien el 90% de las cosas del mundo valen la pena de ser discutidas, el 10% restante no debería ponerse nunca en duda: la certeza de la existencia de cada individuo, y su derecho a la vida y la libertad. Eso es lo que están poniendo en duda los terroristas: la verdad absoluta de la existencia de una persona, con su nombre e individualidad. Para ello están mostrando, tanto en la ejecución práctica de sus matanzas como en la difusión de sus desconcertantes doctrinas, un ingenio que pocos enemigos han mostrado antes, y que incluso ellos mismos son incapaces de mostrar en ninguna otra asignatura.
La creatividad que estos criminales muestran para exterminar personas indefensas no han sido capaces de esgrimirla en ninguna de las disciplinas vinculadas a la salud o el trabajo: no nos ha sido dado conocer ningún aporte de los integrantes de estas agrupaciones terroristas, o de sus simpatizantes, a la continuidad de la vida dentro del campo científico o técnico.
En los años y meses previos al 11 de Septiembre la Humanidad conoció una expansión de la libertad de movimiento y expresión como quizás nunca antes en su azarosa existencia. Recuperar al menos esa imperfecta conquista es una tarea, mucho más que de los militares, de los artistas, de los pensadores, de los comunicadores. No está resultando evidente en los medios de comunicación que prefiramos esta imperfecta existencia en libertad a la perfecta propuesta del totalitarismo.
Esta pueril pero imprescindible declaración de principios, de ser asumida por la mayoría de los artistas, pensadores y comunicadores de las democracias liberales, alcanzaría, en mi opinión, para decidir favorablemente el destino de esta guerra e incluso acortar su cruel durabilidad.
Gentileza de LD
martes, septiembre 05, 2006
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