viernes 1 de diciembre de 2006
Alicio Rodríguez se achicharra en la hoguera medioriental
Ismael Medina
T ERMINABA mi crónica anterior con la hipótesis de que acaso el alejamiento de Rodríguez del poder nos vengada dada desde fuera. Desde Oriente Medio en concreto. Berenjenal en que se ha metido con la Alianza de Civilizaciones de manera tan estúpida y perniciosa como el de la paz con el terrorismo vascongado. Lo primero a dilucidar es lo que Rodríguez entienda por civilización y por cultura, si es que ha llegado a calar por debajo de la cáscara superficial del uso tópico de ambos vocablos y no va más allá de lo que pueda decir al respecto su ministro de Incultura, Carmen Conde, de la que circula por Internet una antología de sus disparates, tan gruesos y e hilarantes como los que recopilan algunos profesores de los más zoquetes de sus alumnos. Por ejemplo: "El español está lleno de anglicanismos"; "Deseo que la UNESCO legisle para todos los planetas"; "Estamos manejando dinero público, y el dinero público no es de nadie". Esto último parece haberlo hecho suyo en plenitud el presidente Rodríguez en el marco palaciego de la Moncloa y fuera de él. Merece que se le aplique con creces el neologismo de política moncloaca que en tiempos ya lejanos endilgué a la ejecutoria de Adolfo Suárez. EL DEBATE INTELECTUAL SOBRE CIVILIZACIÓN Y CULTURA SOBRE los conceptos de civilización y cultura existen variadas teorías, harto más complejas, por supuesto, que las esquemáticas del diccionario de la RAE. No es mi propósito el abordaje de un asunto sobre el que han debatido diversas escuelas filosóficas y de las ciencias sociales. Pero sí puntualizar algunos criterios para mejor entender que desbarran Rodríguez, Annan y los escasos adheridos a esta iniciativa al calificarla de Alianza de Civilizaciones cuando, en el mejor de los casos, y a tenor de sus genéricas justificaciones, deberían llamarla Alianza de Culturas. Y aún así, permanecería la equivocidad, aún en el caso de admitir con generosa benevolencia que su verdadero propósito es tender puentes de entendimiento político entre pueblos o facciones difícilmente conciliables. Parece obvio recordar que el término civilización proviene del latín civilitas el cual equivalía originariamente a la ciencia de gobernar. Y asimismo, que el de cultura, en su disputado entendimiento moderno, no adviene hasta finales del siglo XVIII en Alemania. La civilización se entiende como un proceso de crecimiento y perfeccionamiento en los ámbitos material y moral. Abarca para lo sostenedores de esta tesis cualesquiera aspectos del progreso de un conjunto humano, más allá de los límites políticos de una nación concreta, en cuanto "sirve al patrimonio universal". El debate intelectual sobre el concepto de cultura ha sido harto más amplio que el de civilización, pese a lo tardío de su acuñación. Klem identificó la cultura con las costumbres peculiares de un determinado grupo humano y en esa dirección se han movido autores posteriores hasta identificarla, como hizo Weber, con los factores espirituales y emocionales de una comunidad. Y por ende, muy variables y plurales. Pero mientras británicos y franceses se han mostrado reacios a admitir un entendimiento compacto de la cultura, equiparada a lo social por estos últimos, la escuela americana la identifica con los valores específicos de un determinado grupo humano, es decir, su manera de vivir o su percepción de la existencia. Reducida la cultura a tales términos, no identificables con la herencia biológica, sino con la "tradición externa", nada de extraño encierra que abunden quienes la consideran una parte de la civilización. EL RIESGO DE LAS SIMPLIFICACIONES PLANTEADA la cuestión en tales términos, inevitablemente sintéticos, irrumpen multitud de interrogantes referidas a la actual y conflictiva realidad mundial. Una de ellas si existen verdaderamente una civilización y una cultura occidentales. O la suscitada por el abortado proyecto de constitución europea de Giscard d´Estaing: ¿Cultura cristiana europea o cultura europea racionalista y relativista? O esta otra: ¿Conviven culturas diversas en el ámbito del concreto ciclo actual de la llamada civilización europea occidental o genéricamente occidental por extensión? También en lo que respecta a España y en relación con el núcleo conceptual de progreso y perfeccionamiento de la cultura, cabe preguntarse si se puede sostener con rigor, como hacen los nacionalismos, de culturas catalana, vasca, gallega, valenciana, balear, manchega o andalusí; o si sería más apropiado hablar en tales casos de regresión cultural. Las anteriores dudas pueden trasladarse a otros espacios geográficos. No es cosa de entrar en disquisiciones sobre si existe una civilización oriental común que identifique a mongoles con vietnamitas, a chinos con hindúes, a indonesios con turcos o a japoneses con afganos. Los japoneses, por ejemplo, han hecho suya la civilización occidental, aunque fieles todavía a su cultura ancestral. Los chinos avanzan por ese mismo camino, si bien en su seno son identificables, al menos todavía, y pese a la revolución maoísta, enraizamientos culturales plurales. Algo similar sucede en la India, protagonista de un impresionante despegue tecnológico de signo occidental bajo el que perviven variantes culturales notorias. Pero convienen algunas precisiones en relación con la pretendida y fantasmagórica Alianza de Civilizaciones parida por Rodríguez, la cual pretende el logro inalcanzable de un entendimiento pacífico entre los mundos occidental laicista, que no cristiano, y el islámico, concebidos uno y otro como entidades homogéneas. UNA COSA ES EL MUNDO ÁRABE Y OTRA DISTINTA EL ISLÁMICO LA primera de ellas se refiere a la generalizada propensión de identificar mundo árabe con mundo islámico. Es falsa la existencia de un mundo árabe con entidad homogénea e identificable con el islámico. Lo explicaré con el recurso a una experiencia vivida en Jerusalén al término de llamada "guerra de los seis días". Durante la conversación sostenida con un rico comerciante palestino alabé el espíritu de lucha de la unidad de la Legión Arabe, enviada por el Rey de Jordania para la defensa de la ciudad tres veces santa frente al asalto de los paracaidistas del Tsahal. Reaccionó de inmediato en forma apasionada: "¡Esos no son árabes!", profirió. "¿Qué son entonces?", le pregunté consternado. "Beduinos del desierto", me respondió despectivamente. También consideraba beduinos a los naturales de la Península Arábiga. Excluía asimismo a iraquíes e iraníes. También a los egipcios y a los musulmanes norteafricanos que calificaba de negros islamizados. El mundo árabe se reducía para él a sirios, libaneses y palestinos, aunque hoy habría de admitir que, por mor de reiteradas y forzosas diásporas, el cuarenta por ciento de los jordanos son palestinos. Y árabes por tanto. Comprobaría luego que otros muchos pensaban como él. No pretendo elevar esta anécdota a categoría. Pero la subrayo a causa de lo explicado anteriormente sobre los conceptos de civilización y cultura. Un fenómeno parecido se registra en el llamado mundo judío. Puede afirmarse que en su muy disperso conjunto forman parte los judíos de la llamada civilización occidental. Pero configuran una realidad cultural endogámica en los países donde habitan. Y sin embargo, plural, lo mismo en términos religiosos que sociales. Aún hoy, pese a los ingentes esfuerzos realizados por el Estado de Israel para integrar las oleadas inmigratorias llegadas de multitud de países con peculiaridades culturales adquiridas en ellos, son perceptibles diferencias notorias entre ashkenzis, sefardíes (los cada vez más reducidos descendientes de las juderías españolas), sefarditas (lo son para los ahskenazis globalmente los judíos de origen oriental) o del área norteafricana, por no hablar de entidades menores como los judíos yemeníes o lo somalíes negros incorporados no hace muchos años. A ellos se ha unido la cada vez más abundante población "sabra", o de los nacidos en la Tierra Prometida, hijos del mestizaje y agresivamente nacionalistas. Tampoco en lo religioso puede hablarse de homogeneidad. Conviven, y no sin tensiones, una gran masa de escépticos, los tibios y las dos radicales ramas ortodoxas. La Ley talmúdica sirve de cobertura a la exigencia de un empaste solidario de carácter defensivo que preserve la perdurabilidad del Estado de Israel y el espíritu unitario de raza elegida de los dispersos por el orbe. Podría aceptarse, aunque no sin serias reservas, la existencia de una civilización hebrea en cuyo seno conviven diversas realidades culturales judías. Parejo relativismo cultural al que evidencian las anteriores anotaciones se perciben en el llamado mundo islámico, en cuyo seno se aprecian netas variantes raciales y religiosas. Sin su conocimiento será difícil una válida percepción de lo que hoy sucede, por ejemplo, en el avispero del Oriente Medio. LA CONFLICTIVA ARTIFICIOSIDAD DE LOS ESTADOS NACIDOS DE LA DESCOLONIZACIÓN LA mera contemplación del mapa político asiático es revelador respecto de su artificiosidad. Las potencias colonizadoras se repartieron el pastel territorial sin sujeción alguna a criterios de organicidad geográfica, cultural o étnica. La descolonización siguió esas mismas pautas y creó Estados artificiosos, además de dejar subyacente un colonialismo económico manejado por los grandes grupos financieros nacionales o multinacionales de las antiguas potencias coloniales. Una suerte de protectorado subrepticio que se refleja en las habituales alusiones al Africa francófona o anglófona, por ejemplo. Un neocolonialismo que favorece y estimula sangrientos conflictos entre etnias, golpes de Estado y revoluciones, generalmente a conveniencia de las antiguas potencias coloniales o de aquellas otras que buscan suplantar su control. No es ocasión de pormenorizar. Si acaso recordar que la URSS, China e Israel han sido ajenos durante la segunda mitad del siglo XX a la promoción de pavorosos conflictos. Ahora se añade el vendaval imperialista del fundamentalismo islámico, una suerte de hidra de múltiples cabezas a la espera de un caudillo indiscuso que, en nombre de Alá y del profeta Mahoma, dote a sus actuales brazos terroristas de una homogénea estructura política y militar. De Estado supranacional y supracultural, necesariamente dictatorial y tiránico. Los apriorismos, insisto, desembocan en gruesos errores de apreciación. LAS CLAVES DEL PODER EN NORTEAMÉRICA NUESTROS medios y algunos europeos echaron las campanas al vuelo tras las recientes elecciones legislativas norteamericanas. Los comentarios más complacientes anunciaban un tremendo revés para Bush a causa de su intervención en Iraq y anunciaban que la mayoría demócrata en el Congreso y en el Senado impondría la retirada de sus tropas. La respuesta la tuvieron no mucho más tarde cuando el candidato de la impetuosa y demagoga Nancy Pelosi para liderar la Cámara de Representantes, John Murtha, su hombre de máxima confianza, fue vencido en la votación por el también demócrata Steny Hoyer. No se trata de una cuestión baladí. Murtha se ha distinguido por su radical rechazo a la intervención en Iraq, al contrario que Hoyer. Quien haya estudiado la historia norteamericana habrá percibido unas claves indispensables para entender la peculiar estructura de esa poderosa nación, atada de manera inexorable a las exigencias geopolíticas de una potencia imperial. No sólo me refiero al sólido empaste patriótico de la sociedad, cuya singular capacidad de asimilación de las sucesivas corriente migratorias recuerda en alguna medida la del Imperio Romano respecto de los pueblos que ocupaba. Cada una de esas corrientes, sean europeas o de otra procedencia, conservan generacionalmente su cultura originaria. O si se quiere, y sería más apropiado, su folk. Pero se integran en la civilización norteamericana, expandida por el mundo de manera más profunda que la externa de las modas superficiales de uno u otro signo. Ese arraigado patriotismo, el cual incorpora y matiza el espíritu pionero de los "padres peregrinos", ha hecho posible que, pese a su forma federal, el poder del gobierno central de Washington sea más fuerte y resolutivo que el de no pocos Estados unitarios de menor tamaño. La revolución racionalista norteamericana, inmediatamente anterior a la francesa, estuvo igualmente movida y motivada ideológicamente por la Ilustración, nacida por cierto en Gran Bretaña, y más todavía por el iluminismo de matriz sionista. Ahí reside el origen de un mecanismo de alternancia política entre dos grandes partidos, cuyas diferencias ideológicas y de objetivos son meramente formales y encaminadas a mantener la ficción democrática. Es la causa de que en aspectos capitales, como la política exterior y las grandes directrices internas, no se registren diferencias sustanciales, sean republicanos o demócratas los habitantes de la Casa Blanca y las mayorías parlamentarias. Incluso las rectificaciones de rumbo están pactadas. Tampoco sería ésta la primera vez en que un presidente republicano convive con una mayoría demócrata, o viceversa. Le ocurrió, por ejemplo, a Ronald Reagan y no precisó modificar su singladura bajo presión parlamentaria ni abusar de los excepcionales poderes que el sistema presidencialista otorga al inquilino de la Casa Blanca. Puede acceder a ésta un político menos cuajado que otro. Pero difícilmente un incapaz, fantasioso y alocado como nuestro Rodríguez.Bush no lo es, pese al empeño por presentarlo así en nuestros lares. Sucede, además, que la capacidad de decisión en cuestiones capitales no está en manos de los políticos. Ni tan siquiera en los lobbys a los que tantas veces se alude. Cuando se estudia a fondo la biografía de los presidentes, de sus consejeros más directos, de los parlamentarios punteros o de quienes están al frente de unos u otros lobbys, se descubre su inserción en uno de los círculos de poder de la Orden, sea el interior y más recóndito o en los exteriores a través de una o varias de la organizaciones de ámbito internacional dependientes de aquélla: CFR, Bilderberg, Trilateral, Pugwab, IIA, Davos. Club de Roma y otras de menor enjundia, amén de en un buen número de grandes Fundaciones. De ahí que convenga estar siempre atentos a lo que diga Rockefeller, portavoz del núcleo duro de la Orden, para vislumbrar la directrices que marcarán la orientación de la política norteamericana y su traslación a los gobiernos de numerosos países. El lobby más citado es el judío. Pero también en este ámbito se da el equívoco. O el encubrimiento. El poder realmente decisorio reside en el círculo interior de la Orden y lo integran los cabezas de las grandes dinastías financieras hebreas que desde Londres siguieron la estela del "Mayflower". INTERACCIÓN GEOESTRATEGICA USA-ISRAEL DIFÍCILMENTE los USA dejarán de respaldar al Estado de Israel. No sólo entraña la clave del arco mesiánico que, forzado a un permanente estado de guerra frente a sus vecinos, refuerza, tanto o más que la llama siempre encendida del "holocausto", la fusión endogámica de las múltiples comunidades hebreas existentes en el mundo, las más numerosas de las cuales son la norteamericana y la argentina. Israel nos sitúa ante la evidencia de que una cultura ancestral puede estar en la vanguardia de las más avanzadas tecnologías, entre ellas la militar, y es capaz de convertir el desierto en área agrícola productiva. Situado en el la misma boca del volcán medioriental, Israel constituye un soporte esencial para el despliegue geoestratégico del imperio norteamericano. Torpedear la estrategia política, económica y militar norteamericana en Oriente Medio conduce al enfrentamiento con Israel. Y contrariar a Israel conlleva hacerlo con los USA. Hay ocasiones en que conviene a la estrategia USA que el conflicto apareje concesiones del Estado de Israel. Sucedió con la guerra del Yon Kippur. A Washington convenía recuperar a Egipto para su órbita y facilitó la arremetida victoriosa de su Ejército. Pero la reacción del Tsahal cambió radicalmente la situación, hasta el punto de amenazar con la llegada hasta el Nilo. Y en ese momento el poder norteamericano paralizó el avance y luego forzó a Israel a la devolución de los territorios arrebatados a los egipcio en la "guerra de lo seis días". Pero nunca este tipo de vaivenes llegará al extremo de debilitar el poder disuasorio del aparato militar hebreo. Menos aún en las actuales circunstancias. Israel configura una cuña de la civilización occidental introducida con indudable forzamiento en la parcela árabe del Oriente Medio tras la II Guerra Mundial. Un Estado testimonial cuya creación fue decidida en el curso del primer Congreso Mundial Judío, celebrado en Basilea en 1876, y facilitada por Gran Bretaña, la potencia colonial que ocupaba Palestina en la que convivían bajo su disciplina una mayoría musulmana y minorías hebreas y cristianas. Lo señalo por cuanto sólo se alcanzará a comprender la verdadera entidad del actual y virulento enredo en aquella zona mediante un análisis previo de la plantilla colonial y de su proyección sobre la historia profunda de los pueblos que desde la remota antigüedad la invadieron y pelearon por su dominio. Todos dejaron su huella y contribuyeron de una u otra manera a configurar un mosaico de culturas que no coinciden con la artificial territorialidad de los Estados actuales y alimentan los interminables conflictos que se suceden con trágicas consecuencias. Un complejísimo problema cuya exploración no cabe en esta crónica, ya de por sí extensa, y dejaré para más adelante. Pero no sin unas previas puntualizaciones. EN IRAQ SE LIBRA UNA GUERRA ENTRE CULTURAS SE nos dice con insistencia desde los medios que los brutales crímenes colectivos que se registran día tras día en Iraq son el fruto de la insurrección contra la ocupación norteamericana. Y que asistimos a una guerra civil, la cual estallaría de manera aún más horrísona si se produjera la retirada anticipada de los ejércitos norteamericano, británico y sus añadidos aliados. Pero a lo que en realidad asistimos es a la descomposición de un Iraq artificial cuya estabilidad se mantuvo bajo la brutal tiranía baasista que culminó Sadam Husein. Tres realidades culturales principales, las cuales se continúan en los Estados limítrofes, habían chocado reiteradamente en Iraq hasta que Sadam las silenció por la fuerza de las armas y del genocidio: la sunita, la chiita y la kurda. Las tres que ahora se enfrentan entre sí en términos de feroz guerra irregular, o terrorista, y hacen harto problemática la existencia del gobierno de coalición, o conciliación, pretendido por norteamericanos y británicos. Un conflicto atizado desde Irán y Siria que aspiran a apropiarse formal o subrepticiamente de la resolutiva plataforma goestratégica mesopotámica. Y asimismo, de la riqueza petrolífera iraquí para su propio fortalecimiento y consecuente influencia en la política internacional. Una guerra de culturas que se trenza con la guerra mundial de la energía y que enrarece aún más la infiltración del fundamentalismo panislamista, del que Al Qaeda es sólo una de sus cabezas. El Baas originario fue laicista y relativista. Sus líderes iniciales se formaron en la universidad parisina de La Sorbona. Y aunque ahora suene a paradoja, dos de sus más influyentes maestros eran judíos. Los centros occidentales de poder perseguían con el baasismo promover unas fuerzas políticas afines capaces de contrarrestar el soporte musulmán de aquellos pueblos y apaciguar los conflictos entre sus diversos componentes culturales y étnicos. El más famoso y efectivo en el cumplimiento de la laicización fue Kemal Atartuk, en Turquía, no exenta de fricciones internas entre occidentalizadotes y el sustrato religioso que dejó tras de sí el imperio otomano.. Pero en los otros espacios del baasismo se sucederían con superior virulencia las revoluciones y los golpes de Estado, la mayoría de ellos trufados con la guerra secreta del petróleo. Un baasismo acomodaticio se ha mantenido en Siria a través de la dictadura familiar de los Asad. Sadam hubo de disfrazar su laicismo en Iraq mintiendo una religiosidad esencialmente sunita a raíz de la terrible guerra con el Irán chiita, la rebelión kurda y el cerco occidental tras la invasión de Kuwait. Irán está hoy bajo el control de una rigurosa teocracia, cada día más exacerbada, que a duras penas esconde el conflicto subyacente entre el progreso material característico de la civilización occidental y la ancestral cultura religiosa chiita. Factores todos ellos que, con lógicas peculiaridades, se reproducen en el Líbano y en Palestina. El único denominador común en que se identifican todas estas fuerzas en permanente colisión es la enemiga hacia Israel. Y de manera consecuente hacia la potencias que lo respaldan y garantizan su existencia. Israel se ha convertido en el detonante que en ese hirviente espacio geoestratégico puede hacer que estalle una guerra de alcance mundial, a cuya activación tampoco sería ajena al expansionismo del insurgente neoimperialismo panislámico. LA FALSEDAD Y QUIEBRA DE UNA ALIANZA INCIVILIZADA SON todos estos datos los que han de tomar en consideración los estadistas o políticos de las naciones menores para no verse arrastrados por el torbellino. Y es precisamente lo que escapa a la capacidad de percepción y decisión de un sujeto tan endeble y atrabiliario como el actual presidente del gobierno español. Su ensoñación de la Alianza de Civilizaciones es tan fantasiosa e irreal que se ha quedado prácticamente solo en su promoción. La Francia de Chirac y la Italia de Prodi retiraron a Rodríguez la semana pasada el muy limitado apoyo que parecían haber brindado a su ilusa propuesta de paz en Oriente Medio. Chirac creyó en un primer momento que podría valerse del esperpento aventado por Rodríguez para recobrar, al menos en parte, su antigua influencia colonial en Líbano y Siria, además de satisfacer su animosidad hacia los USA y Gran Bretaña. Pero la dura realidad le ha reclamado un cambio de rumbo. También a Prodi, persuadido de su debilidad política y presionado por una sociedad en creciente repudio hacia la masiva inmigración islámica que le llega desde el norte de Africa y Albania. El progresismo de libreta por el que se rige nuestro Alicio Rodríguez conduce a la conversión de potencias amigas en enemigas, o recelosas en el mejor de los casos, y a un mortal aislamiento internacional de España.
viernes, diciembre 01, 2006
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