Navidad en Presidencia
Eulogio López (Hispanidad.com)
Son las nueve de la mañana de una gélida mañana de primeros de diciembre en la capital de un país aproximadamente federal, integrado en Europa occidental. En el palacio presidencial sesiona, con la solemnidad del caso, el Consejo de Ministros. La alargada mesa, que tantos secretos de Estado almacena, ha tardado 10 minutos en aprobar los Presupuestos del Estado definitivos para 2007, así como el Salario Mínimo para el año entrante. Misión cumplida. Sin embargo, cuando sus excelencias se iban a levantar, se deja oír la voz del señor presidente, lo que provoca que todos realicen el movimiento contrario, el movimiento norte-sur, y vuelvan a quedar en posición sedante: -Compañeros, hay algo que deseo tratar con vosotros –anunció con voz enfática-. Dentro de tres semanas será Navidad. Todos los presentes dieron muestra de asentimiento, demostrando, una vez más, que la más pétrea unidad, más que eso, la unanimidad, reinaban en el Ejecutivo. Nadie planteó la menor replica al riguroso aserto presidencial: en tres semanas, ni en dos ni en cuatro, sería Navidad: ni la muy desleal oposición podrá negar la veracidad del fenómeno. El presidente hizo una pausa, y el ministro de Trabajo, don Edelmiro, comenzó a sudar frío. Conocía como pocos al jefe del Gabinete, y sabía que sus afirmaciones nunca se perdían en el vacío, sino que tenían un propósito claro, definido, cortante, como uno de esos cortocircuitos que, ineludiblemente, provocan algún tipo de consecuencia, las más de las veces, consecuencias tenebrosas. En definitiva, el leal ministro sabía que el presidente no sólo les estaba informando, con su reconocida sagacidad, de un hecho, sino que les estaba interpelando. Estaba claro que buscaba una respuesta del auditorio y don Edelmiro se columbraba que aún buscaba algo peor del auditori una idea. Lo malo es que el señor ministro responsable del mercado laboral no tenía ni la menor idea de la idea qué podía estar reclamando su líder, si ustedes me entienden. El silencio amenazaba con resultar angustioso, hasta que el presidente se vio obligado a aclarar la situación: -Mientras la derecha disponga de la Navidad, todos nuestros esfuerzos por forjar una sociedad laica resultarán vanos. Así que era eso… Eulalia, la ministra de Agricultura, una mujer con la típica expresión de quien ha recibido una mala noticia seis años atrás y aún no se ha recuperado, aclaró: -Señor presidente, ¿la derecha o los curas? El aludido giró la cabeza no más de 30 grados, y exclamó: -¿Acaso no es lo mismo? Intervino la responsable de Educación quien no había recibido la mala noticia seis años atrás, sino sesenta: -Yo ya he aportado mi granito de arena –advirtió, satisfecha de sí misma. Fue en ese momento cuando una docena de cabezas se volvieron hacia su compañera, pues todos sabían de su fortuna, y un granito de arena de su patrimonio personal podría resultar un buen pellizco. Pero la desilusión se asomó enseguida a todos los rostros. Al parecer, no hablaba de su fortuna, sino de sus iniciativas políticas-: ya llevo once nacimientos tirados a la basura y cuatro festivales navideños suprimidos en otros tantos colegios. Y todo esto no ha hecho más que empezar: los grupos islámicos nos aseguran que están a punto de empezar a sentirse brutalmente ofendidos por la presencia de símbolos religiosos caducos, es decir, cristianos. Es más -concluyó, triunfante- creo que ya han pasado a la fase terminal, la de “no podemos soportarlo más”. Con un poco de suerte, comenzarán a destruir pesebres e iluminaciones navideñas y el Gobierno deberá intervenir para asegurar la paz escolar y propiciar la tolerancia intercultural. El presidente no parecía muy convencido. -Sí, todo eso está bien, querida Elisarda, pero no es suficiente. Los niños siguen hablando de la carta a los Reyes Magos, Papa Noel, el amigo invisible y que se yo cuántas cosas más. Señaló la mesa con el dedo índice, imperioso, y recalcó: -Estamos perdiendo la batalla de la laicidad. Ahora le tocaba el turno al ministro de Justicia: -Con su permiso, señor presidente. No creo que se trate de terminar con la Navidad, sino de transformarla, en un sentido progresista. Eso sí que les haría mucho daño a los facciosos. El regulador de la Administración de Justicia, don Eustaquio, era un intelectual, de los que cada semana cita a un autor distinto, por lo que todo el Gabinete se dispuso a escucharle con atención: -Lo que hay que hacer es colocar en el Pasillo del Congreso, o aquí, en Presidencia, pero en el lugar por el que permitimos transitar a los periodistas, un Belén alternativo y plural. -¿Y eso que es? –preguntaron todos, muy interesados. -Bueno –disertó el titular de Justicia- puede entenderse de distintas maneras, pero, por ejemplo, ¿no son acaso las Navidades la fiesta de la familia? Esta es el gran chollo de los curas: papaíto pone el Belén, mamaíta cocina los mejores platos y los niños esperan los juguetes mientras escuchan villancicos ñoños. Ahora bien, en eso radica el prototipo de la familia católica -torció el rictus para expresar su profundo desagrado por tan horrorosa modalidad de convivencia. De los 300 tipos de familia existentes, el alma de nuestros tribunales no podía comprender la querencia popular hacia la más lamentable de todas-, y nosotros debemos plantear una alternativa. Hizo una pausa, para provocar un clímax expectante, y concluyó, triunfante: -¡Instalemos en Moncloa un nacimiento con dos vírgenes! -¿Eso no sería reforzar el espíritu navideño? –terció doña Hermenegilda, ministra de Fomento. Su colega de Justicia se vio obligado a aclarar los pormenores a las mentes obtusas: -Quiero decir que instalaríamos un nacimiento lésbico, sin joseses, para demostrar que las tortis también saben educar niños. -Eso de “tortis” es sexista, machista y homófobo, Eustaquio, y no te lo permito –bramó doña Eufrasia, titular de Cultura –mientras varios rostros iracundos, cayeron en la cuenta, justo en ese instante, de que el comentario del ministro de Justicia les había ofendido en lo más hondo de su ser. El aludido no tardó ni dos segundos en realizar una dura autocrítica. Tamaña muestra de talante no le supuso el perdón de la concurrencia pero, al menos, sirvió para calmar los ánimos, enervados ante la blasfemia proferida. Intervino el responsable de Defensa, don Esperant -Y si en vez de dos marías ponemos dos josés? A fin de cuentas, lo mismo da dos lesbianas que dos gays. La idea-fuerza es la misma. -Las lesbianas también son gays –corrigió el titular de Industria, don Eminentísimo-. Además, los obispos se nos podrían echar encima. No –se dijo a sí mismo, y de paso a los demás-. Lo que yo propongo es un nacimiento nudista. Cuando yo era alcalde transformé una gran urbe a costa de concentraciones en pelotas de miles de personas. Una vez que les liberas del pudor, todos se vuelven progresistas. -¿Un belén en pelotas, Eminentísimo? –preguntó el responsable de Administraciones públicas, don Enervando. -No hombre no –protestó el aludido- lo que propongo es que el señor presidente, y todos nosotros, nos pongamos en cueros para visitar el Belén, y llamemos a la tele para que nos filmen… -Te agradezco mucho tu innovadora idea, Eminentísimo –explicó el presidente-, pero creo que es tan innovadora que podríamos adelantarnos a los tiempos, quizás demasiado. Es una sugerencia para el siglo XXII. Todos estuvieron de acuerdo en que el progresismo no estaba reñido con la prudencia y que, en efecto, la idea de don Eminentísimo, aunque sinceramente progresista y brillante, era más propia del siglo XXII. Cada cosa a su tiempo, y los nabos, justamente ahora, en Adviento. La conversación, mejor, la reflexión, amenazaba con morir, cuando intervino doña Hermenéutica, ministra de Sanidad: -Queridos colegas, sois tan tontos como aparentáis. Ni belenes ni historias. La única arma capaz de fulminar a la Navidad es la salud. -¿La salud es una arma? –inquirió, doña Hermenegilda, ministra de Fomento-. Pues vaya mierda de arma –se respondió a su misma con su conocida espontaneidad. La aludida suspiró hond -No nos engañemos, estas fiestas de Pascua están firmemente asentadas en el pueblo. Pero hay cosas que aún preocupan más, no sólo a nuestros votantes, sino a los de la oposición. -¿Por ejemplo? –intervino Eminéntísimo, vivamente interesado. -¡La muerte! –y un intenso escalofrío recorrió la espina dorsal de todos los presentes, con la excepción del vicepresidente económico, cuya astuta mirada se encontraba perdido en le horizonte, justo al lado de un enorme espejo que presidía el salón. -¿No habías dicho la salud? –gimió Don Eminentísimo. Doña Hermenéutica exhaló un suspiro que ya no era hondo, sino muy parecido al de las viejas locomotoras. La ignorancia es algo difícil de sufrir, la estulticia, resulta simplemente insuperable: -Prohibamos la cena de Nochebuena, la comida de Navidad, los banquetes pantagruélicos que caracterizan a estas fiestas abominables, donde la molicie se adueña de los hogares y la gula oscurece las mentes más preclaras. –Doña Hermenéutica parecía poseída por un rapto místico de puritana austeridad-. Lo tengo todo previst un decreto prohibirá la ingesta de no más de 2.000 calorías diarias por persona. Y así, que se metan sus turrones, su cava, sus angulas, sus sebosos corderos asados y sus sangrantes chuletones por donde les quepa –concluyó, radiante, sin darse cuenta de que el rostro de la ministra de Agricultura, doña Eulalia, expresaba terror: cada calórico producto que su colega sanitaria pretendía expulsar de la dieta ciudadana, supondría una manifestación de protesta por parte de los productores del mismo, manifestaciones que serían convocadas lugar… debajo de la puerta de su despacho. A pesar de que doña Eulalia pasaba la mayor parte de su tiempo huída, en Bruselas, la perspectiva no le hacía mucha gracia. La excitación había provocado que la responsable de Sanidad entrara en levitación, se incorparara y exclamara, como traca final: -¿Cenorra de Nochebuena? ¡Lechuga e infusión con sacarina! La ministra de Vivienda, doña Ectoplasma, sentada a su vera, se vio obligada a cogerla del antebrazo y sentarla, aunque la responsable de Sanidad tardó algunos minutos en salir del trance, mientras musitaba, como un muerte viviente: ¡Calorías, calorías! El responsable de Trabajo, sólo acertó a decir: -Tengo hambre. La discusión, es decir, la reflexión política, no tenía trazas de llegar a parte alguna. El presidente se dirigió entonces a la responsable de Medio Ambiente, Doña Emaculanda. Su respuesta fue cortante, casi montaraz: -¡Suprimamos los toros! -¿Y eso que tiene que ver la Navidad? –se atrevió a preguntar el responsable de Trabajo, don Edelmiro. -Mucho –respondió la interpelada-. Mis padres me explicaron hace mucho tiempo que en el Portal de Belén había un buey. El buey no hubiera estado ahí si no fuera porque había sido indultado en la plaza, que es lo que yo propongo, pero, claro –explicó, vengativa-, aquí hay algunos que no me han apoyado. Además –explicó, señalando a la ministra de Sanidad, que aún no había salido del trance-, estoy con ella: también podríamos suprimir los abetos, que desforestan el planeta, el consumo de agua corriente, que se disparan en Navidad, el musgo, naturalmente, el corcho para los belenes, la zambomba y al pandereta, que producen contaminación sonora, y reducir el uso de las calefacciones de carbón, responsables del calentamiento global, para terminar con la supresión por tiempo indefinido de las misas del Gallo, que incrementan el uso del coche privado en Nochebuena, con la correspondiente emisión de gases de efecto invernadero. -¿Y, por supuesto, suprimimos los toros? –apuntilló el presidente. -Por supuesto –respondió doña Emaculanda, muy emocionada. La desolación cundió entre los presentes. Cuando creían haber visto la luz al final del túnel, todo se venía debajo de nuevo. Pero entonces tomó la palabra la vicepresidenta, doña Estuarda, una mujer dotada de una extraña belleza. Su palabra era respetadísima por todos los miembros del Gabinete. La oposición, siempre malediciente, aseguraba que no era respeto, sino miedo, pero qué puede esperarse de estos miserables: -Yo propongo unas Navidades contra la violencia de género… Nuevamente, la confusión se apoderó de los presentes, por otra parte tan acostumbrados al fenómeno que podríamos decir que sus vidas se desarrollaban en una atmósfera de confusión . Doña Estuarda, consciente de haber conseguido su propósito primero, prosiguió: -…lo que, no será sino un primer paso hacia unas Navidades por la Igualdad. Como el señor presidente se confiesa feminista –recalcó, consiguiendo con ello que el aludido asintiera con entusiasmo- estará conforme con mi propuesta. -Sin duda. -Entonces… El presidente buscó apoyo en don Eutanásico, el responsable de Economía, pero este meditaba, seguramente, en las implicaciones del euribor. Hubo de ser don Enarcundo, ministro de Interior, quien rompiera el hechiz -Sin duda, la alusión de la señora vicepresidenta se inserta en la serie de proposiciones brillantes a las que nos tiene acostumbrados pero, esta vez, lo confieso con humildad, ni yo mismo soy capaz de comprender las implicaciones prácticas de su formidable sugerencia. Doña Estuarda no miraba al espejo. No sabríamos explicar hacia dónde miraba. Intuimos que hacia sí misma, pero esto, claro es imposible hasta para una reconocida defensora de los derechos de género. En cualquier caso, su experiencia ante los medios informativos –esos impertinentes- le hizo reaccionar con prontitud: -Pues, por ejemplo, podríamos cambiar la celebración de la Navidad por la conmemoración del aniversario de la primera votación del sufragio femenino, durante la II República. -¿Fue el 24 de diciembre? -No, creo que fue en noviembre, pero la segunda vuelta cayó hacia finales de año. Eumatinos, titular de Exteriores, se lanzó al rued -Ya lo tengo, tú, presidente, y tu amiguete el turco, juntos, en la sede de Naciones Unidas, oficiando una ceremonia interreligiosa islamo-católica, mientras un conjunto de ONG multiétnico cantan las conclusiones del Foro de Porto Alegre. Al jefe del Gabinete no se le veía muy feliz. Estaba dispuesto a aceptar que algunas sugerencias eran aprovechables pero, sinceramente, ninguna de ellas le parecía lo suficientemente contundente para asestar un golpe de muerte a la maldita navidad. Al final, se dirigió a don Enarcundo, su responsable de Interior: -Dime Rasputín –como cariñosamente era conocido en el partido- ¿qué propondrías tú? Las opiniones sobre Rasputín diferían. Él consideraba que podía solucionar, por sí solo, todos los problemas del Gobierno y del mundo, pero algunos de sus compañeros, llevados por la envidia, rebajaban su talento al de la simple genialidad: -Con su permiso, señor presidente, yo propongo el sistema más infalible de todos: una revolución semántica, acompañado del segundo sistema más inflexible de todos –remachó, consciente de que la reiteración constituye el primer mandamiento de la oratoria-: la revolución cronológica. Una ola de admiración se levantó de cada rincón de la mesa, y la admiración resulta especialmente singular, dado que, debido a su forma elíptica, la mesa carecía de rincones. Todos los presentes tuvieron claro que, en cuanto entendieran de qué estaba hablando Rasputín, un nuevo mundo se abriría ante ellos. -Primero, debemos suprimir conceptos como el de Vacaciones de Navidad. Se acabaron las fiestas navideñas. A partir de ahora, debemos hablar de Vacaciones de Invierno, o Vacaciones Blancas, lo cual, sin duda, neutralizará el efecto de la Blanca Navidad, que la insufrible vocecilla de Bing Crosby ha esparcido por el mundo. Que el término Navidad quede proscrito, sinónimo de antigüedad apenas venerable. No estaría de más que el comando de artistas que tan útil nos ha sido en otra circunstancias, comience a declarar en entrevistas que celebran la Navidad como un día cualquiera, y que se niegan a compartir la velada con sus rancias abuelas, que, además, huelen fatal. Muera la Navidad: ha nacido el Solsticio de Invierno. El paganismo ilustrado debe volver a ocupar su lugar. Y si no es ilustrado –concluyó- al menos que sea pagano. Rasputín hizo una pausa, para comprobar el efecto de su parlamento, y tras comprobar que el embeleso de su auditorio certificaba la profunda admiración que sentía por su inteligencia, prosiguió: -Y la segunda parte no es menos importante: El Gobierno debe elaborar un decreto basado en la pluralidad de las comunidades autónomas, donde unos prefieren celebrar la Nochebuena y otros la Navidad, éstos se acogen a Papa Noel y aquéllos a los Reyes Magos. Pues bien, utilicemos nuestro torpedo más demoledor: ya nos hemos cargado la festividad de San José, y Santiago Apóstol no es fiesta nacional; en medio país no se celebra el Jueves Sant démosles ahora la puntilla, y pido perdón por emplear un término taurino –la ministra de Medio Ambiente, doña Emaculanda, le agradeció el detalle con un movimiento de cabeza-, démosles ahora la puntilla –insistió- con la supresión de la fiesta de Reyes. Las miradas de entusiasmo de la concurrencia revelaban que, una vez más, Rasputín había dado en el clavo. El señor presidente, exhibió su mejor sonrisa de Bambi retozón pero, cuando parecía a punto de otorgar su presidencial aprobación, una voz de grajo rompió el encantamiento. -¡¿Suprimir los Reyes Magos?! ¡¿Te has vuelo loco, Rasputín?! El vicepresidente económico, don Eutanasio, despierto recién de su sueño letárgico, irrumpía en el debate: -Me parece muy bien que odiéis la Navidad. A mí mismo no me cae muy simpática. Pero pensar que en estas fiestas se dispara el consumo. ¿Y qué decir de Reyes? ¿Es que pensáis que podemos vivir sin los impuestos que genera día tan señalado? Millones de euros –exclamó mientras su faz, hasta allá donde era posible, se encendía de ilusión- trasladados desde las cajas registradoras al Tesoro público como por milagro. Un prodigio más difícil de explicar que el milagroso reparto de juguetes por partes de Sus Majestades en todos los hogares del mundo donde existen menores. Y eso que lo hacen en camello –divagó-, pensando en las posibilidades logísticas que el sistema de los tales Melchor, Gaspar y Baltasar tendría para la gestión del IVA. En cualquier caso –concluyó, volviendo a emitir aquella voz de publicano tan temida por sus compañeros-, si queréis mantener vuestro trasero bien sujeto al sillón, lo mejor es que, en lugar de suprimir más fiestas, inventéis una segunda Navidad. Espero no tener que recordaros –aseguró, como el aire del maestro que llama al orden a unos arrapiezos contumaces- que a la gente hay que hacerla trabajar más y por menos dinero, pero no a costa de privarles de las horas necesarias para un sano e intensivo consumo. En lugar de suprimir la Epifanía, lo que deberías hacer es dialogar con los curas para crear una segunda epifanía. Estaría bien hacerla coincidir con la paga extra del mes de julio. Y dicho esto volvió a sumirse en su profundo letargo. Para cualquier estadista, aquello hubiera constituido el mazazo final, la muerte súbita. Pero aquí nos encontramos ante un hombre que habla en términos globales, que llega más allá de las fronteras nacionales, cuya patria es el mundo y su credo un ansia infinita de paz. Un hombre diálogante, venerable en la victoria e invencible en la derrota, que dio por terminado el Consejo con unas breves y esperanzadoras palabras: -Mi suegra quiere que cenemos en su casa en Nochebuena, junto al pesebrito. La muy asquerosa ha preparado angulas. Y mucho me temo que cantaremos Noche de Paz, un himno que, por cierto, Eufrasia –advirtió refiriéndose a la ministra de Cultura-, deberíamos pensar en modificar la letrilla de esa pantomima. Donde afirma Noche de paz, noche de amor, deberíamos decir, aaaaaaalianza de civilizaciooooon. Bueno, no lo tengo perfilado del todo pero alguno de nuestros poetas subvencionados podría echar una man habla con Sobrina o con Ana Manuel. Pero recordarlo todos –exclamó volviéndose hacia el resto del Gabinete-: la batalla continúa. Por ahora nos mantendremos en la legalidad, pero disponemos de doce meses para pensarlo. Y dicho esto, todo el Gabinete se apresuró a abandonar el Palacio Presidencial. Diez minutos después el recinto estaba vacío. Bueno, no del todo, porque quince minutos después, al entrar en la habitación, el ordenanza se encontró al vicepresidente económico, que dormitaba con el mentón hacendísticamente inclinado sobre su publicano pecho. Eran vísperas de Navidad y los curas seguían imponiendo la Navidad, pero cada siglo que pasaba, con menor éxito. Al final, la Navidad terminaría democratizándose. Palabra de presidente.
miércoles, diciembre 27, 2006
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