jueves 21 de diciembre de 2006
La cosecha post-conciliar
Ignacio San Miguel
E L cura de aquella parroquia, hombre calvo y todavía joven, de aspecto atlético, daba de vez en cuando grandes zancadas junto al altar, pareciendo capitán de barco en el puente de su embarcación. Estaba pronunciando la homilía de una misa dedicada a la familia. Lo lógico era suponer que se trataba de impartir doctrina católica al respecto, pero para cualquiera que conociera la doctrina católica, aquel cura más se burlaba de ella que la defendía. En un momento dado, y con mucho retintín, comentó: “Pero es que ahora hay muchos tipos de familia. Hay “homo”–retintín-, hay “hetero”-retintín-…” y se quedó mirando a las familias que habían ido a oír misa y a escuchar algo medianamente aleccionador. Después de algunas vaguedades referentes al amor, terminó diciendo: “Que cada cual haga lo que quiera” (sic). Es decir, un ejemplo de predicación católica. En otra parroquia, otro cura, de aspecto malhumorado y autoritario, declara: “Se habla mucho de abortos, manipulación de embriones, matrimonio de homosexuales y muchas cosas de esas. Pero ¿se denuncian acaso las sangrantes diferencias económicas entre las personas? Porque hay gente muy rica que nada en la abundancia, y gente muy pobre que apenas puede cubrir sus necesidades elementales. Y los ricos son ricos porque los pobres son pobres. La riqueza se alimenta de la pobreza.” O sea, todo un economista. Todo un cura marxistizado, que encuentra en el odio de clases una actitud de todo punto evangélica. Un cura de maneras muy suaves y ecuánimes y con unas facciones ascéticas que recuerdan los rostros de El Greco, nos presenta un panorama desolador sobre la falta de vocaciones sacerdotales. Nos encontramos en un páramo, en un desierto secularizado, según él. Es hombre realista, plenamente consciente de la situación trágica de la Iglesia. Pero luego viene la adjudicación de las culpas. Todo se debe, afirma, a la falta de sensibilidad de la jerarquía eclesiástica. Porque los obispos conocen muy bien la situación, pero no hacen nada por evitarla. Son indiferentes a las justas reclamaciones del clero. Por ejemplo ¿por qué se oponen una y otra vez al matrimonio de los sacerdotes? Ellos son los culpables de la falta de vocaciones, porque con la supresión del celibato la situación se arreglaría en gran medida. Pero no suprimirán el celibato y seguirán ejerciendo su tiránico rigor, se lamenta. Y este es el mensaje edificante del cura de ascético rostro. Otro, con una cara de pasmado impresionante, repite una frase de Jesús que consta en el Evangelio, y añade con supina estolidez: “Y hay indicios importantes de que esta frase fue probablemente pronunciada”. Un bonito mensaje para la feligresía. Las frases de Jesús que constan en los Evangelios hay posibilidades de que fueran ciertas, por lo menos parte de ellas, y algunas hasta es probable que fueran pronunciadas. Perfecto. De ahí a pensar que no sabemos nada con certeza absoluta hay un pequeño paso, y ni siquiera un paso. Y las neuronas de los fieles trabajan, vaya que si trabajan. Luego vienen los lamentos y las quejumbres acerca de la falta de fe, y el echarle la culpa a la sociedad secularizada y a la gente que es muy mala. Todo, menos autoinculparse, que sería lo correcto. Son unos simples ejemplos sacados a voleo de entre recuerdos muy cercanos. No constituyen nada insólito. Quien se sorprenda es que no sabe el mundo en que vive. O bien escucha las homilías como si se tratara del rumor del viento al atardecer; es decir, con completa indiferencia. Con las neuronas en reposo Estos curas son la escoria que produjo el post-concilio. Estaban deseosos de libertad. Odiaban la autoridad papal, el peso de los dogmas, la obligación del celibato. El Concilio les abrió un portillo y salieron apelotonadamente no dejando títere con cabeza. La Iglesia se había equivocado durante dos mil años, pero ahora llegaban ellos con la verdad. Y en eso están, porque no cejan en su empeño. No exagero nada. Tuve trato con figura de relieve de esta tendencia dominante, y que no pasa por ser de los curas más radicales. En confianza me dijo que “de lo que se trataba” era de acabar con la autoridad del Vaticano y fundar una organización con sede en Suiza que englobase las distintas religiones. Naturalmente, era un ideal a largo plazo. Odiaba cordialmente a Juan Pablo II y juzgaba brutal y horrible su comportamiento con el P. Arrupe. Al ser sacerdote jesuita, le afectaba directamente este caso. Lo más molesto de estas personas son las pretensiones que tienen. Se creen tocadas por el Espíritu Santo y tienden al mismo autoritarismo que denuncian en sus superiores. Se permiten el lujo de criticar al Papa, pero se pavonean ante su pequeño rebaño con aires de maestros espirituales sin rival. La infalibilidad papal es muy discutible según ellos, pero no ocurre así con su propia infalibilidad. Por cierto que el cura atlético citado en primer lugar, en otra homilía, después de comentar que el número de sacerdotes había descendido en gran medida y que seguiría descendiendo, añadió: “A Dios gracias”. Y hay que reconocer que pudo estar acertado, pues si los nuevos curas han de ser como él y los demás citados, será una suerte para todos que las vocaciones se reduzcan a cero. Lo cierto es que resulta frecuente el ambiente depresivo en las iglesias, y que acerca más a Dios leer algún cuento de Chéjov u oír algo de Tchaikovsky (o cualesquiera otros, el gusto es libre), que aguantar sermones desmoralizadores de curas renegados y cánticos ramplones. El creyente que acude a oír misa tiene una solución: salir de la iglesia cuando el cura comience su sermón, y estar atento para volver a entrar cuando haya terminado.
jueves, diciembre 21, 2006
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