domingo 19 de noviembre de 2006
En el castillo de San Jorge, septiembre de 2006
En mi opinión, la soledad es el peor de los males. Mientras que el hambre, la sed y la enfermedad, cuando nos afectan, nos obligan a tomar una determinación, la soledad viene muchas veces disfrazada de virtud y renuncia. Pero hoy estoy solo porque así lo he querido. Hoy es un día especial para mí. Recorro a pie el suave otoño europeo, bajo por una gran avenida, me cruzo con gentes que charlan sobre espíritus o sobre tabaco: camino por Lisboa. Luego subo hasta el castillo de San Jorge, miro al Tajo, al Atlántico, y procuro no pensar en nada. Dentro de poco saldrá el Sol en Brasil, abrirán las librerías, y mi nuevo libro será elegido por primera vez por la mano de un lector. Tras tantos títulos publicados, quizá ustedes piensen que ya debo de estar acostumbrado a esta situación. Pero no; gracias a Dios, no termino de habituarme a estas cosas. Siento aún la misma agitación y entusiasmo que tuve con la publicación de El peregrino de Compostela, hace veinte años. Saco este cuaderno del bolsillo y me pongo a escribir. ¿Será que, además del entusiasmo y la agitación, también estoy sintiendo miedo? Detengo la escritura, escucho el viento en los árboles, reflexiono con cuidado, y por fin escribo: «No, no tengo miedo». Me siento en este momento como una mezcla entre una madre dando a luz y un padre que, finalmente, asume que su hija salga de casa para vivir con su pareja. «¿Me importa la reacción de los lectores?», anoto en el cuaderno. Me paro una vez más a escuchar el viento, y la respuesta llega: desde luego. Al fin y al cabo, en él he puesto lo mejor de mí y, al igual que todo el mundo, me gustaría que mi amor fuera comprendido. Un gran místico dominicano del siglo XIV conocido como Maestro Eckhart dijo en cierta ocasión: «Soy un hombre, y es propio de la naturaleza humana querer compartir eso con los demás hombres». Todo lo que he mirado, he visto y he vivido en mi paseo desde el hotel hasta el castillo han sido intentos de adoptar en lo posible el punto de vista sobre la vida de todos ellos: los ladrillos en las fachadas de las casas, las figuras de la catedral de Santa María Mayor, el silencio de las personas que rezaban, el hombre que tocaba el acordeón en una calle en pendiente, sin importarle el mundo a su alrededor. Artesanos del pasado y del presente queriendo decir: esto es lo que pienso; así es como soy. Hace cinco días que entramos en el otoño europeo, aunque todavía hace calor. Pero el invierno se aproxima, y el frío será implacable. Los árboles que aún están cargados de hojas murmurarán muy tristes cuando las hayan perdido todas: «Nunca volveremos a ser como antes». Pensándolo bien, menos mal. Porque si no, ¿qué sentido tendría renovarse? Las nuevas hojas que salgan tendrán su propia personalidad, pertenecen al verano que se acerca, y que nunca podrá ser igual que el anterior. Vivir es cambiar, ésta es la lección que nos enseñan las estaciones. Asimismo, a mí las hojas de cada nuevo libro me transforman. ¿Sería algo arrogante afirmar que no necesito probarme nada más a mí mismo? Quizá no se tratara de arrogancia, pero sin duda sería una estupidez. Aunque ya tengo una historia para contar (si tuviese nietos), el que vive apenas rememorando es que ha perdido el sentido de la vida. Miro de nuevo al Tajo, y me vienen a la mente unos versos de Fernando Pessoa: Por el Tajo se va hacia el mundo. ¿Adónde lleva el río de mi aldea? Nunca nadie se ha parado a pensarlo. El río de mi aldea no lleva a pensar en nada. Quien está junto a él, simplemente está junto a él. Éstas son las últimas horas en las que el río de mi aldea (mi último libro) me pertenece sólo a mí. Y voy a intentar quedarme a su lado, sin pensar en nada, contemplando Lisboa, escuchando las campanas, los perros, los vendedores pregonando mercancías, la risa de los niños, las conversaciones de los turistas. Parezco un niño, y no me avergüenzo de estar tan nervioso. Le pido a Dios que me conserve así.
domingo, noviembre 19, 2006
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