jueves, noviembre 23, 2006

Las lagrimas de las victimas

viernes 24 de noviembre de 2006
Manifestación de la AVT
Las lágrimas de las víctimas
Agapito Maestre

Quedé aturdido. Pero ella se repuso al instante y me contó con dignidad ciudadana que su hijo, policía nacional, había sido asesinado por la banda criminal ETA. No supe qué decirle.

Sin repetición no hay pensamiento. Permítanme que repita lo vivido en un pueblo de España. No hallo mejor argumento para animar al lector a participar en la cívica manifestación convocada por la Asociación de Víctimas del Terrorismo.
No hace mucho pasé un fin de semana en la provincia de Badajoz. Visité un pueblo bellísimo de calles limpias y relucientes. Todas sus casas, hasta las más humildes, me parecieron palacetes. Blasones, escudos y signos parecidos adornan sus fachadas. Los campanarios de las Iglesias dan nombre singular al mítico pueblo de mis antepasados. Nunca lo había visitado, pero mi abuela me hablaba de él con fruición y nostalgia. No era el paraíso, pero se acercaba. Aquí habían nacido mis abuelos. Todo me resultaba muy cercano. De niño había oído contar a mi abuela un sinfín de historias sobre sus conventos, su laguna y sus gentes. Era como si hubiera paseado por sus calles cientos de veces. Era la vuelta a la infancia. Esa pieza maestra, ese recurso infalible para olvidarnos del perverso presente, era algo real.
Caminé emocionado por sus barrios. La majestuosa plaza del Arrabal no desentona con los palacetes que la rodean y los naranjos que la adornan. Subí por la calle Real hasta la plaza de España. En uno de sus bancos una viejita, muy morena y con mil arrugas en su rostro, toma el mejor sol de noviembre, el del mediodía. Le pregunté por una dirección y me indicó con elegancia el camino más recto. Creí oír la voz de mi abuela. Salió muy joven de este pueblo, pero nunca perdió su acento. Pegué la hebra con la buena señora durante un buen rato. Me contó algunas historias interesantes del pueblo. Su voz me resultaba entrañable. Sólo quería oírla hablar.
Cuando le pregunté por su familia, la voz se le quebró y sólo acertó a decirme que perdió "un hijo en Bilbao hace años. Mi nuera y mis dos nietas vinieron a vivir conmigo." Quedé aturdido. Pero ella se repuso al instante y me contó con dignidad ciudadana que su hijo, policía nacional, había sido asesinado por la banda criminal ETA. No supe qué decirle. Miré sus ojos con respeto e intenté consolarla. Imposible. Secó sus lágrimas con serenidad y me dijo: "Bueno, amigo, aproveche el día y vuelva sobre sus pasos hacia el Convento de las Clarisas. Es muy bonito, ah, y no se olvide de comprar unas empanadillas de cabello de ángel." Le di un beso de despedida. Fui al convento. Y mientras esperaba a que me despachara por el torno una hermana clarisa, se me nubló la vista. Eran lágrimas.
Sobran explicaciones. Por la serena dignidad de mi amiga, por sus lágrimas y por las mías estaré en la manifestación el día 25 de noviembre.

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