domingo 26 de noviembre de 2006
Inspiración
Los antiguos lo llamaban inspiración; Horacio, en uno de sus poemas, lo designa como ese ‘quod divinum’ –un algo, un no sé qué divino– que sopla donde y cuando quiere, bendiciendo el esfuerzo del artista. Nuestra época, tan materialista, niega la interferencia de lo misterioso en la vida; inevitablemente, la inspiración artística se ha convertido en una suerte de tabú del que ni siquiera los beneficiarios hablan. Si un artista –escritor, pintor, etcétera– se atreve a describir la naturaleza de su vocación como algo de índole espiritual, enseguida obtendrá las rechiflas del gremio, por cursi o paleolítico. Espero que las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan me permitan hoy ser un poco cursi o paleolítico: soy de los pocos que todavía se atreven a sostener la existencia de ese ‘quod divinum’ horaciano, ese soplo inspirador que alienta al artista y enaltece su trabajo. Ante todo, no quisiera que esta afirmación sirva para que se me confunda con un venado tardorromántico que entiende la labor creativa como una pura ‘mediación’ entre los mortales y las criaturas celestes, de tal modo que el artista se convierte en el médium o amanuense de una fuerza sobrenatural que lo obliga a escribir, o a pintar, al dictado. No creo que la creación constituya un arrebato de los sentidos durante el cual el creador se entrega a una suerte de trance; por el contrario, estimo que el creador es dueño de su voluntad. Pero sólo cuando está ‘inspirada’ esa voluntad rinde sus mejores frutos. En estos días, doy los ultimísimos retoques a una novela muy extensa en cuya redacción he consumido varios años. Mientras corrijo por enésima vez sus asperezas me tropiezo con pasajes que me permiten evocar las circunstancias en que fueron escritos: algunos de los momentos más inspirados, o menos calamitosos, de la novela, me fueron deparados cuando más extraviado estaba, cuando pensaba que su escritura se había tropezado con obstáculos como acantilados insalvables. Y entonces, de repente, sin saber cómo ni cuándo, sopló el ‘quod divinum’ horaciano, convirtiendo esos disuasorios acantilados en cortinas de ceniza que se desvanecían al instante, allanando el terreno. Como Picasso, soy de los que prefieren que la inspiración lo pille trabajando; pero también de los que consideran que no hay verdadero trabajo artístico sin inspiración. Quizá la gran lepra del arte contemporáneo –tan acorde con una época materialista como la que vivimos– sea la falta de inspiración, la incapacidad para transmitir esa vibración conmovedora, ese ‘pathos’ que sólo el verdadero arte transmite. A cambio, tenemos un arte cada vez más técnico, más consciente de sí mismo, más irónico (a veces hasta el cinismo), más halagador de los sentidos; pero el arte sin inspiración es pura pacotilla. ¿Y qué es la inspiración?, me preguntará alguien. Definirla quizá resulte una tarea imposible de tan ímproba; reconocerla por sus efectos creo, en cambio, que resulta mucho más sencillo. En el primer capítulo del Génesis, cuando se nos narra la creación del mundo, leemos, al final de cada uno de los seis días que dura la obra del Arquitecto supremo, la siguiente coletilla: «Y vio Dios que era bueno». Es decir, mientras contempla la obra de sus manos, Dios se deja anegar por el ‘pathos’, por la conmoción de la belleza; conmoción que cualquier humano siente cuando se enfrenta a los prodigios de la naturaleza. Pues bien, creo que en el acto de la creación artística el hombre se revela más que nunca imagen de Dios; llega a experimentar un eco de aquel sentimiento sublime que debió apoderarse de Dios cada vez que contemplaba su trabajo y comprobaba que «era bueno». Y sólo el arte que logra transmitir ese sentimiento sublime a sus destinatarios es verdadero; lo demás es puro pasatiempo de los sentidos, pura charada que entretiene nuestro hastío. No hay verdadero arte que no transmita un eco de aquel temblor originario que Dios sintió ante el espectáculo de la creación. Y ese temblor sólo la belleza lo procura; y la belleza abre nuestro apetito de misterio y trascendencia, despierta nuestra nostalgia de una Belleza suprema que le otorga sentido. Perdonarán que me ponga tan platónico; quizá sea una antigualla, pero no concibo mi vocación de otra manera.
domingo, noviembre 26, 2006
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