domingo, noviembre 26, 2006

Mis inolvidables navidades

domingo 26 de noviembre de 2006
MIS INOLVIDABLES NAVIDADES
Félix Arbolí

C UANDO llegan estas fechas no puedo remediar dar marcha atrás en el tiempo y traer a mi memoria el recuerdo de tantas Navidades pasadas a lo largo de mi septuagenaria vida. Desde aquellas inolvidables de mi infancia gaditana e isleña (de San Fernando), hasta las actuales convertido en todo un patriarca de una familia que se inició tras mi boda con la mujer que dio sentido y estabilidad a mi vida. Mucho ha llovido desde entonces. Espero y deseo, aunque es mucho pedir, que continúe lloviendo muchos años más, aunque solo sean los suficientes para ver a esos nietos que me tienen trastornados en el más amplio sentido de la palabra, convertidos en promotores de una nueva familia que perpetúe la cadena. Se que a lo mejor no he sabido ser el padre que debiera. He dedicado un tiempo excesivo a mi profesión de periodista y los sucesos colaterales que ello conlleva, sin dame cuenta en muchas ocasiones que en casa, esperándome llenos de amor y sintiendo mi ausencia, se encontraba una mujer admirable y tres cabezones preciosos y faltos de mi presencia y carantoñas. Ahora que los contemplo en fotos de aquellas épocas, no comprendo, ni me perdono, que haya sido capaz de tener tan cerca, llamándome sin palabras, a esos inapreciables regalos que Dios me había ofrecido y yo no supe considerar y aprovechar, gozar al máximo. ¿Cómo pude faltar al bautizo de mi primer hijo por acudir a la entrevista que tenía ya concertada con Luis Miguel Dominguín?. Menos mal que este gran maestro en el ruedo, en la vida y en los sentimientos, se dio cuenta de mi problema y me obligó a cortar el interrogatorio y acudir junto a la pila bautismal, donde cuando llegué ya se había celebrado el acto y solo pude acercarme a la sacristía a firmar como padre de ese nuevo cristiano. Ahora cuando lo pienso no se como reaccionar y quisiera en muchos aspectos, como si se tratara de una película, rebobinar la cinta de mi vida y cortar los trozos que me corroen y martirizan de continuo. ¡No he sido bueno Señor y Tu no me lo has tenido en cuenta!. He sido cobarde en reaccionar y enmendar mis errores, cuando me ofreciste la oportunidad de hacerlo, que yo, insensato, ignoré. He sido incapaz de desviarme del camino que me alejaba de una vida familiar tranquila, sincera y feliz y he ido ciego y poseído de locura tras la mariposa de mil colores que con sus aleteos y vistosas apariencias, me apartaban del buen camino. No he sido merecedor de que hayas premiado tantos errores y cegueras espirituales y sentimentales con la dicha de proporcionarme en éstos, mis últimos años de peregrinaje por este mundo convulso, de tantas personas y circunstancias tan gratas y reconfortantes. Gracias mi Señor por hacerte el sordo y el ciego ante tanto desvarío y no habérmelo tenido en cuenta. ¡Dame, por favor, antes de abandonar este mundo, la Fe que pueda proporcionarme una muerte digna!. La Navidad nos pone triste y sensible en grado sumo, aunque debiera ser una fiesta de alegría, parabienes y exagerados optimismos. Recuerdo las entrañables de mi lejana infancia, cuando las creencias religiosas llenaban mis pensamientos y actitudes, donde en el seno de mi familia, cristiana en grado sumo, se celebraban y festejaban como uno de los acontecimientos más maravillosos que pueda ocurrir a un ser humano. En aquella época en España todos éramos católicos practicantes. Al menos de cara a la galería y no existían voces discrepantes a esta plena demostración de fe. En estas fechas todo el ambiente, el sentimiento personal y hasta el semblante de toda persona llevaba bien visible el sello inequívoco de la Navidad. Recordándolo ahora siento una gran nostalgia de aquellas épocas. Posteriormente, residiendo en Madrid, en la pequeñez de un cuarto de una pensión y compartiendo habitación con otro huésped, cuando llegaban estas fiestas me encontraba solo y amargado. Mi compañero de nocturnidad, que cambiaba con bastante asiduidad, brillaba por su ausencia. Unas veces, porque se hallaba libre de inquilino o porque se marchaba a la casa familiar a pasar tan entrañables fiestas. Yo por mi trabajo, la escasez de medios económicos o la imposibilidad de emplear dos días largos de jornada de tren ( de Madrid a Cádiz y viceversa), cuya duración de cada trayecto en el Correos, el medio más asequible, era superior a las veinticuatro horas, me impedía tan largo y costoso viaje para uno o dos días de convivencia familiar. Así que ese día me tocaba cenar a las siete de la tarde en el restaurante habitual, ya que entonces cerraban todos los locales muy tempranos para que el personal cenase y pasara la velada con su familia y luego recogerme en la habitación de la pensión para amargarme insomne, viendo y oyendo como todos lo pasaban en grande y llenos de felicidad. Sólo aceptaba una copa y unas golosinas cuando llegaba a la pensión, sin detenerme ni sentarme, pues pensaba que en esa fiesta tan íntima el extraño sobraba. ¡Cuánto me acordaba de mi madre y hermanos en esos instantes de soledad y añoranzas!. Una Navidad, sin embargo, tuvo una celebración muy original. Conocía de uno de los locales de la calle Echegaray madrileña a un acordeonista llamado Fernando, que deleitaba a los clientes y no sólo participaba en algunas rondas como invitados de éstos, sino que se sacaba buenas propinas a costa de la que les disminuían a los camareros de la barra. Era un chaval joven, muy limpio en su aspecto personal y vestuario y de agradable conversación. Correcto. Sin intervenir en conversaciones a las que intuía no había sido invitado. Yo solía frecuentar mucho ese local y a base de chatos, comentarios y tratos, nos hicimos buenos amigos, auque solo nos viéramos en sus momentos laborales. Este año tenía yo un problema bastante grave, ya que se hallaba en Madrid una chica francesa, a la que conocí a través de una revista en una extensa y cada vez más íntima correspondencia, hasta el extremo de que su padre prefecto de policía de una localidad del sur de Francia, aceptó que pasara una pequeña temporada en Madrid, a ver si el trato con ese nuevo amigo, yo, y el cambio de escenario, la distraía de una reciente y dolorosa decepción amorosa. Así fue y desde su llegada nos convertimos en inseparables. Era una gozada de criatura que me tenía impaciente esperando cada día la hora de nuestro encuentro y salida. Todo muy bien, hasta que llegan las Navidades y yo me encuentro con el problema de que no voy a tener sitio donde llevarla. Cada uno vivíamos en pensiones distintas. Comentándolo con Fernando el genio del acordeón, me brindó la mejor solución a mi problema. El había sido contratado por una familia amiga para amenizar toda la noche el baile que habían organizado en un local de su propiedad que, lógicamente, se hallaría cerrado al público y hablaría con ellos para ver si podía ir a pasar la velada un matrimonio joven amigo. Debíamos figurar como matrimonio. En esos años, una pareja joven conviviendo o trasnochando sin pasar por la iglesia era inadmisible. Fernando conocía a Marie Jóse y le caía muy bien, en el buen sentido de esta expresión. Así que en el taxi que nos trasladaba al pueblecito cercano a Madrid, ignoro de cual se trataba, nos íbamos poniendo de acuerdo con la manera de comportarnos, ya que “oficialmente”, según había contado Fernando a nuestros anfitriones, estábamos recién casados. Todo fue perfecto. Nos recibieron con enorme cariño y agrado y nos hicieron sentar en la mesa presidencial durante la cena navideña. Luego fue el desmadre con el baile. Todos, desde el patriarca, hasta el último mico de la casa que luciera pantalones, se acercaba ceremonioso y me pedía permiso respetuosamente para echar un baile con “mi esposa”, a lo que yo accedía, mientras bailoteaba con el resto de las mozas de la familia. Ella interpretó su papel a la perfección y lo pasó en grande, alabando el espíritu tan bonito, agradable y cariñoso que reinaba esa noche en las casas españolas. Fueron las más originales e inolvidables navidades de mis pasados recuerdos. ¿Qué habrá sido de Fernando, ese hombre con un corazón con más fuerza y fuelle que su acordeón y de mi “esposa francesa por un día”, que me hizo pasar esas hasta entonces amargas y solitarias fechas en un bonito e inolvidable recuerdo?. La Navidad, aunque se empeñen en empañarla, valga la redundancia, haciéndola aparecer como una fiesta caduca y carente de sentido y celebración, siempre será un episodio nostálgico, sensible y entrañable para todo aquel que sea capaz de conmoverse con la visión de ese niño desnudo y sonriente, que nos acaricia con su mirada capaz de fundir los más duros corazones, como el fuego funde a los más duros metales. Por mucho que lo intenten los que quieren privar al ser humano de sus creencias y sus más nobles sentimientos. Las actuales Navidades nada tienen que ver con las descritas. Ni son las solitarias de la pensión, ni la de la alborotada noche de “mi joven esposa francesa”, ni las entrañables y lejanas en las que toda la familia, los amigos, parientes, calles y ambientes llevaban el indiscutible sello de la solidaridad, el amor y la sensibilidad navideña. Ya todo eso pertenece a un pasado que sabemos no volverá. Las de estos años son cada vez menos perceptibles. Los hijos, ya mayores y con familias formadas, han de alternar con sus respectivas familias, la de ella y la de él, las dos fechas tan señaladas en el calendario: Navidades y Año Nuevo” y somos conscientes de que uno de los dos días, hemos de notar el vacío, alguna ausencia, en la mesa familiar. Aparte, se convierten en una especie de programadas visitas al domicilio que ese año se elija como escenario familiar y luego cada mochuelo a su olivo, como decía mi abuela. Unas horas de celebración por todo un año de espera ilusionada. No se ha vivido ese ambiente en los días anteriores, ni se vivirán en los posteriores, con la incorporación de cada uno a sus normales quehaceres. La Navidad ha consistido en esa exclusiva cena, con un hueco siempre en la mesa, como mínimo y pare usted de contar y soñar. Ni la iluminación callejera, tan abusivamente adelantada, nos dirá ya nada, ni servirá de aliciente e indicativo de que estamos viviendo un excepcional acontecimiento a todo el mundo cristiano. Los dulces, las comidas extras, las golosinas propias de estas fiestas, tampoco influirán ya que las llevamos padeciendo desde bastante tiempo antes y continuaremos degustándolas bastantes días después, hasta que se agoten o se estropeen. Mi hija, es de las pocas que sienten y viven la Navidad en toda su dimensión. La goza y la siente en lo profundo en su día a día, No hay año que el monumental nacimiento, con toda clase de figuras, edificios, ríos que fluyen, montes nevados y hasta el Palacio de Herodes iluminado y bien custodiado por los soldados romanos, no ocupe casi la totalidad de una de las terrazas de su casa, sin darle importancia al tiempo empleado, las figuras que ha de reponer y las horas perdidas en incómodas posturas y cambios de escenarios y objetos, buscando el mayor espectáculo para la vista del visitante. Entre el paciente marido, un auténtico manitas, su entusiasmo infantil por este complejo, nada propio de una respetable madre de familia, pero que a mi me parece admirable y loable mil por mil y la ayuda de sus hijos, una pareja de quince y diez años, donde el chaval es un auténtico fuera de serie en tecnología y habilidad manual, hacen un conjunto que consigue cada año que el milagro de la Navidad lo vivan y sientan en familia en todo su esplendor y significado. A ella la considero el mejor legado que he podido dejar como testimonio de mi andalucismo navideño. ¿Es tan triste y descorazonador que pasen de largo estas tan señaladas fechas sin prestarle la debida atención y una detenida meditación sobre su excepcional significado?. ¿No creen que deberíamos plantearnos nuevas iniciativas, mejores intenciones y mayores esfuerzos por hacer un mundo más justo, equitativo y solidario entre todos, sin pensar que muchos no lo harán, pero que con que unos pocos lo intentemos habrá merecido la pena y se notará en el ambiente?. Aunque lo ideal para todos, evidentemente imposible, sería lograr que el espíritu de la Navidad se incrustara en nuestros corazones durante todo el año, para que ningún niño dejara de sonreír, ningún desalmado empuñara la pistola para asesinar cobardemente y por la espalda al prójimo y el político dejara de mirar continuamente el grueso de su cartera y el contenido de su cuenta bancaria y se preocupara de obrar honradamente pensando en los que carecen de lo más necesario y han creído ciegamente en su verborrea timorata. Que Dios esté con nosotros, porque nosotros nunca dejemos de estar con Él.

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