miércoles, noviembre 22, 2006

Democracia y matrimonio homosexual

miercoles 22 de noviembre de 2006
DERECHOS CIVILES
Democracia y matrimonio homosexual
Por Jeff Jacoby
Matt Foreman, director ejecutivo de la National Gay and Lesbian Task Force, celebraba con estas palabras la derrota, en un referéndum ciudadano, de una propuesta de enmienda a la Constitución de Arizona para que se definiera el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer: "Anteponer el voto popular a los derechos básicos siempre está mal, es casi imposible que cualquier minoría se proteja cuando tal cosa sucede. Pero hoy en Arizona ha sucedido lo imposible".
¿Que la democracia constitucional es incompatible con los derechos de las minorías? Eso les cogería por sorpresa a los campeones americanos de la libertad, desde John Adams a Martin Luther King. Más asombro aún, por decirlo suave, les causaría la sugerencia de que existe un "derecho básico" al matrimonio homosexual, algo que la Ley americana jamás ha permitido.

Hubo un tiempo en que los americanos que se tenían por progresistas confiaban en la sabiduría colectiva de la ciudadanía y luchaban por extender el derecho de sufragio a un mayor número de personas (a las mujeres, por ejemplo) y por que el voto se tuviera en cuenta en un mayor número de asuntos (por ejemplo, para elegir a los miembros del Senado). Su confianza en la democracia no era sino un reflejo de una convicción cívica tan antigua como la propia independencia de la nación: la de que "los gobiernos son instituidos entre los hombres y deben sus legítimos poderes al consentimiento de los gobernados".

Ni se le ocurra mentar el consentimiento de los gobernados a los defensores del matrimonio homosexual: dan la impresión de que consideran la democracia como una trampa que ha de sortearse. De ahí su predilección por asegurar el matrimonio homosexual mediante mandatos judiciales, como ha sucedido en Massachussetts y Nueva Jersey.

"La historia está repleta de casos en que los avances en materia de derechos civiles no habrían sido tolerados si hubieran sido sometidos a votación popular", escribía Kathleen O’Connor, presidenta de la Women's Bar Association, a propósito de una petición, respaldada por 170.000 votantes, para introducir una enmienda en la Constitución de Massachusetts que definiera qué es el matrimonio. "Si nuestra Carta de Derechos fuera sometida hoy a la aprobación del electorado sería rechazada por demasiado radical".

Más desdén, si cabe, por la democracia mostraba el Berkshire Eagle: "Si los derechos civiles fueran una cuestión que debiera ser sometida a las urnas –editorializaba el 8 de noviembre este diario, el mayor de la zona occidental de Massachusetts–, los negros aún estarían bebiendo agua en fuentes separadas y sentándose en la parte trasera de los autobuses". Cuando el Legislativo de dicho estado rehusó, con toda clase de corrupciones, votar la enmienda de los demandantes, tal y como exigía la Constitución estatal, el Berkshire saludó su desafío a la legalidad. "Los derechos civiles nunca deberían ser determinados por una mayoría de votantes", sentenciaba. "Los referendos son instrumentos muy contundentes, carecen de las sutilezas propias de la legislación".

Llegados a este punto, no se sabe qué más triste: el desprecio por el americano común que desprenden semejantes comentarios o la ignorancia de la historia americana que subyace en ellos.

Para empezar, la segregación en los autobuses y fuentes del Sur no fue producto de "contundentes" medidas aprobadas en referéndum: convertir algo tan abominable en ley precisó de las "sutilezas propias de la legislación". Y la propia segregación no cayó por obra y gracia de una actuación judicial extraordinaria, sino mediante la aprobación de la Ley de Derechos Civiles (1964), un hito legislativo que sólo pudo alcanzarse con el apoyo de la mayoría de los blancos.

Desde luego, hubo asuntos judiciales, como el que enfrentó a Brown con el Consejo de Educación, que desempeñaron un papel destacado en la extensión de los derechos civiles a toda la ciudadanía, pero dichas sentencias no hicieron aparecer nuevos "derechos", sino que restituyeron derechos que ya se habían creado democráticamente y que se suponía ya estaban insertos en la ley general.

La Decimocuarta Enmienda –aprobada por el Congreso y ratificada por tres cuartas partes de los estados en 1868– había garantizado la igualdad ante la ley de blancos y negros. La Ley de Derechos Civiles de 1875 había prohibido la discriminación en las instalaciones públicas. Pero el Tribunal Supremo redujo sustancialmente la eficacia de tales protecciones: en 1896, por ejemplo, con su sentencia en el caso Plessy versus Ferguson, autorizó la segregación en el transporte público. No fue la democracia, pues, quien falló a los americanos negros durante las largas décadas de las leyes de Jim Crow, sino la reticencia de la justicia a proteger la igualdad, que había quedado garantizada por el proceso democrático.

La forma republicana de gobierno, a la que todos los americanos tienen derecho, convierte a los ciudadanos en fuente de la constitución (de las constituciones) bajo la(s) que viven. Los únicos derechos civiles válidos son aquellos que cuentan con el consentimiento de los gobernados. La legitimidad les viene del proceso democrático, no de la corrección política o de los fiat judiciales.

Concluiré citando a Thomas Jefferson:

No conozco más seguro depositario de los poderes fundamentales de la sociedad que la propia gente. Y si pensamos que no es lo bastante ilustrada como para ejercer el control con saludable prudencia, el remedio pasa no por privarla de aquellos, sino por cultivar su discernimiento.

El matrimonio homosexual jamás será un derecho civil hasta que el pueblo, haciendo uso de su discernimiento, así lo decida.

JEFF JACOBY, columnista del Boston Globe.

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