lunes 2 de octubre de 2006
Armando Buscarini
ntre los muchos bohemios que poblaron aquel Madrid brillante y hambriento de las primeras décadas del siglo XX, relumbra con una luz propia –luz de quinqué ahumado y boqueante– Armando Buscarini (Ezcaray, 1904-Logroño, 1940), un niño poeta que con apenas quince años empezó a patearse los cafés de la calle de Alcalá, como un limosnero de la poesía, ofreciendo sus opúsculos a los parroquianos, que casi siempre lo despachaban con un bufido o un puntapié. Armando Buscarini había llegado a la capital, acompañando a su madre, soltera, que llegaría a regentar una casa de lenocinio disfrazada de pensión para portugueses, con el alma empachada de sonetos y una insensata propensión a la quimera. En apenas una década, publicó decenas de gavillas poéticas, narraciones de asunto galante o lacrimógeno, estampas de la vida golfa, obras de teatro que nunca lograría estrenar y hasta una autobiografía portátil, siempre sufragadas con la calderilla que recolectaba en sus peregrinajes petitorios, simpre estremecidas de un patetismo cándido y atroz. Pronto, su estampa canija, alborotada de chalinas y piojos, desgañitada de anécdotas chuscas o canallonas, se convirtió en la más pintoresca de cuantas habitaban los arrabales del Parnaso. No hay libro de memorias de la época que no evoque su figura de gárgola maltrecha, sus expediciones nocturnas al Viaducto, sus merodeos por las redacciones de los periódicos, sus noches acongojadas e insomnes, sus ensoñaciones seráficas, su asedio a los plumíferos más descollantes de la época, a quienes sableaba un prólogo o una recomendación, creyendo que así se le franquearían las puertas de la fama. Pero aquellas puertas que tanto arañó y golpeó, hasta despellejarse los puños y mellarse las uñas, permanecieron cerradas a cal y canto. Harto de hacer girar sin resultado el manubrio de las metáforas, harto de requerir en vano padrinazgos y caridades, harto de desaguarse en decenas de folletos que, poco a poco, iban esquilmando el arroyo de su inspiración, Buscarini dio en la manía de creer que su madre planeaba asesinarlo, introduciendo agujas entre la miga del pan que le daba para comer. Desde 1928, su vida fue un constante peregrinaje por las geografías desoladas de la esquizofrenia, inquilino de manicomios a cada cual más pavoroso, olvidado de la cofradía de la pluma que apenas unos años antes lo había nombrado su mascota, o quizá tan sólo la víctima de sus cuchufletas y jocosas crueldades. Hasta la fecha de su muerte, Buscarini no conoció otra comida que el rancho de la escudilla, ni estrenó otra camisa que no fuera la camisa de fuerza, ni contempló otro sol que el sol pálido y cautivo que se asomaba a regañadientes a los patios de los sucesivos manicomios por los que transitó, en un periplo lóbrego que lo fue convirtiendo en una radiografía de hombre, en un garabato maltrecho y gemebundo. Diez años antes de morir, llegó a dirigir un testamento a Alfonso XIII, en el que reclamaba, entre otros dislates megalómanos, una «edición soberana» de sus poesías completas, «para que puedan ser disfrutadas por toda la redondez de la Tierra». Tres cuartos de siglo después, aquella última voluntad de Buscarini se ha cumplido, gracias al empeño de los hermanos Rubén y Diego Marín, que en la logroñesa Ediciones del 4 de Agosto acaban de publicar un sabrosísimo volumen donde se compila la poesía de aquel bohemio tremebundo y enternecedor. Los versos de Armando Buscarini, casi siempre mal medidos, casi siempre equivocados de siglo, tienen el perfume fosilizado y embriagador de los sueños que nunca se cumplieron, y contagian una emoción temblorosa, una temperatura de rosa magullada o pájaro agonizante, quizá porque fueron escritos mojando la pluma en los depósitos del corazón. Entre todos ellos, cito aquí los últimos de Orgullo, el poema que presta su título al volumen editado en Logroño, un poema que trae las lágrimas a mi rostro cada vez que lo recito en voz alta: «Nada me importará, porque yo siempre, / caminando sereno por la tierra, / con el alma latiendo por la gloria / y flotante a los vientos mi melena, / iré diciendo al mundo con voz fuerte, / ¡con voz en la que vibre mi alma entera!: / –Es verdad que yo sufro; pero oídme: / ¿qué me importa sufrir, si soy poeta?». No creo que sea posible encontrar una declaración de fe en la poesía de una belleza tan vehemente y desgarrada. Quedan invitados a disfrutar de la poesía de Armando Buscarini, ángel custodio de mi vocación literaria.
lunes, octubre 02, 2006
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