lunes, agosto 02, 2010

Manuel de Prada, Fu-Manchú

lunes 2 de agosto de 2010

Animales de compañía, por Juan Manuel de Prada

FU-MANCHÚ

Imagínese una persona alta, delgada y felina, de hombros anchos, cejas a lo Shakespeare y cara de demonio, el cráneo afeitado y unos ojos alargados, magnéticos, verdes como los de un gato. Dótele usted de toda la astucia cruel de la raza oriental, pero concentrada en una única inteligencia gigantesca, con todos los recursos de la ciencia antigua y actual, con todos los recursos, también, de un gobierno poderoso, y tendrá usted el retrato mental del doctor Fu-Manchú, el peligro amarillo encarnado en una sola persona», leemos hacia el comienzo de El misterio de Fu-Manchú (1913), la entrega inaugural de una larga serie de novelas protagonizadas por el villano más escurridizo y reptil de la pulp fiction. Su creador, Sax Rohmer, nacido en Londres en 1883, perteneció a una sociedad ocultista, la Golden Dawn, donde compartió ritos y arcanos con otros ingenios de su época, como Bram Stoker, Algernon Blackwood o Arthur Machen, escritores más o menos devotos del género fantástico que escribían como los ángeles o al menos como los espíritus de ultratumba, con quienes solían dialogar a menudo, pues eran muy aficionados a la parapsicología.

Siempre se ha dicho (en una interpretación demasiado abusiva o rudimentaria) que Sax Rohmer urdió a su archivillano para desaguar sus instintos xenófobos y su aversión hacia esas remesas de emigrantes chinos que, en las primeras décadas del XX, invadieron Londres. Hoy esta lectura \''política\'' de las novelas de Fu-Manchú adquiere nueva vigencia, ante la pujanza industrial, tecnológica y cultural de la China, que parece llamada a convertirse en la gran potencia del siglo XXI. En las novelas de Sax Rohmer, vertiginosas de persecuciones e incesantes en su catálogo de maldades, Fu-Manchú desembarca en Inglaterra con el plan algo nebuloso y megalómano de conquistar el mundo, y para ello se dedica a asesinar alevosamente a todos los científicos, estadistas, doctores en medicina, sacerdotes o dependientes de ultramarinos que osen interferir en sus designios. El arsenal que Fu-Manchú emplea en sus crímenes deja chiquitos los delirios belicistas de Ahmadineyad: escorpiones mortíferos, gases venenosos, torturas malayas, perfumes letales y bellas mujeres a quienes Fu-Manchú hipnotiza, para que actúen como emisarias de la muerte. A Fu-Manchú lo acompañan en su misión destructiva los dacoits, unos sicarios birmanos capaces de las más pérfidas barrabasadas. Enfrente de ellos, con el propósito de desbaratarlas, se hallan Nayland Smith y su fiel escudero, el Dr. Petrie, una pareja tributaria de Holmes y Watson.

Durante más de cuatro décadas, Sax Rohmer explotó las posibilidades de sus personajes, hasta esquilmarlas: hacia el final de sus días, se resignó a convertir al impío Fu-Manchú en agente anticomunista, en una claudicación que sus fans nunca le perdonaremos. Mientras tanto, las aventuras de aquel genio escurridizo y perverso fueron trasladadas profusamente al celuloide. Boris Karloff protagonizó, allá por 1932, La máscara de Fu-Manchú, una película de atmósferas fantasmagóricas en la que Fu-Manchú, acompañado por su hija, trata de conseguir la espada o cimitarra de Genghis Khan, con la que espera capitanear la rebelión de las hordas de Asia. Estas intrigas se intensifican en Los tambores de Fu-Manchú (1946), un delirio trepidante y kitsch que, tal vez, sea el mejor serial (o película de episodios) jamás rodada; yo tuve la oportunidad de verlo, hace muchos años, allá en la adolescencia cinéfaga, en un festival de San Sebastián, y salí de la sala en un estado de exaltación y efervescencia dichosa lindante con el baile de San Vito. En la década de los sesenta, cuando Sax Rohmer ya amueblaba la tierra de algún cementerio inglés, su criatura fue rescatada en media docena de películas protagonizadas por el gran Christopher Lee, que añadió al personaje esa elegancia displicente tan característica de sus interpretaciones. Las últimas películas de la serie, Fu-Manchú y el beso de la muerte y El castillo de Fu-Manchú las dirigió a trompicones, con un presupuesto ínfimo y una imaginación anfetamínica, nuestro prolífico Jesús Franco, que no tuvo empacho en convertir el parque Güell de Barcelona en mansión del archivillano. Este verano me he propuesto releer las intrigas bizantinas de Fu-Manchú; y también volver a ver Los tambores de Fu-Manchú, aquel serial delirante y kitsch que iluminó mi adolescencia cinéfaga. No se me ocurre mejor remedio para espantar los rigores estivales.


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