martes, agosto 24, 2010

Ignacio Saavedra, Es ahora, España

martes 24 de agosto de 2010

Es ahora, España

Ignacio de Saavedra

Hay en España una brisa de nostalgia que recorre los balcones en silencio. Hubo un tiempo, no hace mucho, en el que los españoles buscamos, soñamos, creímos, dudamos y vivimos como si el ayer no nos hubiese engañado sin cesar, y como si el mañana nos hubiese de traer algo bueno, recordando lo que escribió Edouard Rod. La Copa del Mundo de Sudáfrica no se vivió simplemente como la más importante cita futbolística, sino que traspasó las fronteras imaginables y revolucionó la trastienda de nuestras almas (allá donde muchos se habían visto forzados a estrangular sus anhelos de libertad y a replegar la bandera rojigualda), poniendo del revés lo que hasta entonces era habitual en los telediarios españoles: la insólita venta de camisetas de la selección sustituyó a la crisis económica, las ruedas de prensa de nuestros políticos fueron desbancadas por las de Vicente del Bosque, los disparates nacionalistas quedaron silenciados por los brotes patrióticos y la nación pareció resucitar de un letargo doloroso. Sobre todo por un hecho que algunos tuvimos en mente durante aquella tarde: se cumplían, a esas mismas horas, trece años del secuestro de Miguel Ángel Blanco. Él luchó y soñó para que la bandera española ondease en el País Vasco como aquel día. Seguro que nunca llegó a imaginar lo que contempló desde allá donde esté.

Entre el primer partido contra Suiza y la victoria frente a Holanda, se dieron escenas que parecen extraídas de un pasado lejanísimo, apenas recuperable, como los negativos rasgados de las fotografías de la infancia. Allí, en ese espacio de memoria nostálgica, quedan los torrentes de catalanes inundando la Plaza de España de Barcelona, las Ramblas o la fuente de Canaletas, y los miles de vascos que desempolvaron sus banderas de España (ésas que un día trajeron escondidas bajo la ropa sucia de las maletas, de regreso de algún viaje) para lucirlas sin complejos ni miedos en aquellas tierras castigadas por la cobardía. Ambos casos son muestras inmensamente conmovedoras de la necesidad de libertad que se tiene en aquellos recovecos de nuestra nación, en los que una victoria de la selección española levanta la pasión más enraizada de amor a la patria, y también de exhibición de esa mezcla de devoción y éxtasis, como el que besa a su novia en público o se abraza a un viejo amigo que creía perdido en la distancia. Amor a la patria y exhibición de amor a la patria, sí, porque si duro se hace cuando amas en secreto por miedo a las miradas reprobatorias y a los cuchicheos, la sensación de ahogo te invade cuando escapas del amor por miedo a las amenazas o a la muerte. Y durante aquellas semanas, ese ahogo de años se disipó de golpe, y miles de almas desenterraron sus ilusiones, que las creían exangües bajo las normativas apiladas con membretes de los Gobiernos.

España entera latía con las galopadas de Sergio Ramos, los pases entre filas de Iniesta, las paradas de Casillas, las heridas de Piqué, las pillerías de Navas y los cabezazos de Puyol. Había quienes no compartían aquel latido y tampoco dejaban que los demás lo sintieran, como una especie de ladrones de almas que todo lo quieren conocer y, si es preciso, amputar. Así, hicieron lo propio mediante los mecanismos que les concede el Estado: impidieron que se pusiera una pantalla gigante, a pesar de que las peticiones eran clamorosas, hasta terminar cediendo en la final, como fue el caso de Montilla en Barcelona; prohibieron que los niños pudieran ver la final en los campamentos, como fue el caso, una vez más, de la Generalidad de Cataluña; y amenazaron a las empresas que apoyasen a España en el Mundial con denuncias que, según Catalunya Acció, asociación independentista que recibe subvenciones de la Generalidad de Cataluña, irían destinadas contra aquellos comercios que pudiesen vulnerar alguna de las leyes establecidas por la ley de política lingüística. En suma, se abalanzaron contra aquellos que pudiesen salirse de su camino delimitado por fosos, al más puro estilo de las dictaduras.

Porque son esos mismos liberticidas quienes salieron el sábado a la calle -el sábado anterior a la final del Mundial- para manifestarse a favor de la independencia de Cataluña y en contra de la Sentencia del Tribunal Constitucional. Son ellos, sí, los que portaban pancartas insultantes, los que llamaban a la violencia, los que quemaron en plena calle una bandera de España, los que no respetan las normas y los que quieren imponer su ideología. Son ellos, sí, los mismos que convocan referéndums ilegales por la secesión, los que están adoctrinando a los más pequeños con una Historia inventada, los que obligan a los niños a hablar catalán en los recreos, los que ponen contra las cuerdas a los empresarios de cine con normativas ridículas, los que gastan millones de euros en traducciones simultaneas de un idioma que comprenden y los que, en definitiva, orgullosos de sus reclamos, marchaban en la manifestación con sus hijos, disfrazados los inocentes de carteles en miniatura que reclamaban a la independencia de Cataluña. Son ellos, sin duda, los culpables de que la bandera de España haya tardado tantísimos años en salir a las calles con aromas de rebeldía y afanes infinitos de libertad, pues han sido los artífices de una espiral de miedo semejante a la que se vive en el País Vasco. Nadie sabe hoy en Cataluña qué ocurrirá mañana, si le multarán por rotular en castellano o le quemarán el comercio por lucir la bandera de España, o si tendrá que marcharse o no para darle una enseñanza digna a sus hijos; y cuando eso sucede, ay, cuando eso sucede es que la libertad ha sido, como lo fue Xabi Alonso frente a Holanda, pateada sin disimulo.

Y es ahora, recordando este pasado lejanísimo, apenas recuperable, como los negativos rasgados de las fotografías de la infancia, cuando tenemos que mirarnos todos frente a un espejo y preguntarnos si cuando nos quitemos la camiseta de la selección española, nos estaremos quitando también nuestro sentimiento de pertenencia a España, nuestra nación, o, por el contrario, seremos capaces de continuar amándola, no ya en secreto, como esos amores prohibidos, sino en público, tanto en Madrid como en Cataluña, tanto en Sevilla como en Vitoria, sin ostentación si es que a usted no le gusta, pero también sin complejos, sin ilusiones enterradas bajo normativas, con la cabeza bien alta. Es el momento de no tener que vivir de recuerdos, sino de realidades. Es ahora cuando tenemos que levantarnos y luchar porque los más pequeños puedan estudiar en español, si es que así lo quieren sus padres; llenarnos de valor para rotular los comercios en castellano, si es que así lo quiere cada uno; y tener arrojo para darle un respiro a nuestra bandera nacional y sacarla por fin de debajo de la ropa sucia, allá donde un día viajó hasta las refugios del País Vasco.

Hay en España una brisa de nostalgia que recorre los balcones en silencio. Las banderas se desanudan y las terrazas se desnudan, como antes, para pasar inadvertidas sobre el tráfico de la rutina. Atrás quedan los recuerdos de una nación que pareció resucitar de un letargo doloroso. Quiero imaginar que algún día volverá a ocurrir, como afloran siempre los amores prohibidos, como se rebelan siempre las pasiones abrumadas, como soñó siempre Miguel Ángel Blanco desde su refugio de Ermua.

http://www.lavozlibre.com/noticias/blog_opiniones/31/85013/es-ahora-espana/1

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