martes, agosto 31, 2010

Manuel de Prada, Coctel de monstruos

martes 31 de agosto de 2010

Animales de compañía, por Juan Manuel de Prada

CÓCTEL DE MONSTRUOS

En la década de los treinta, la productora Universal descubrió el filón de las películas de terror –Drácula, Frankenstein, El hombre lobo–, protagonizadas siempre por un monstruo a la vez cruel y trágico, que consagraron a una pléyade de actores –Bela Lugosi, Boris Karloff, Lon Chaney Jr.– que acabarían siendo deglutidos por sus respectivos personajes. Durante años, se sucedieron, con presupuestos cada vez más menesterosos y guiones cada vez más rutinarios, las secuelas de aquellas películas de terror originarias, en las que con frecuencia se incorporaba a la parentela de los monstruos –La hija de Drácula, La novia de Frankenstein–, tratando de satisfacer a un público que se complacía en la repetición de un mismo esquema argumental. Tales secuelas fueron expoliando el filón hasta dejarlo exhausto; y cuando ya parecía que la Universal tendría que abandonar por agotamiento sus `franquicias´, algún avispado productor de la compañía tuvo la feliz idea de juntar en una misma película a varios de los monstruos que habían hecho fortuna por separado. Así nació la fórmula del llamado «cóctel de monstruos», que alcanzaría su apogeo a mediados de los cuarenta, con títulos como Frankenstein contra el hombre lobo, en los que las tramas más descacharrantes y rocambolescas servían como excusa para `resucitar´, en mogollón informe, a las criaturas que diez o quince años atrás habían sembrado de terror las plateas. Para entonces, aquellas criaturas ya no provocaban, ni por asomo, el miedo de antaño; pero el público seguía demandando su presencia en la pantalla, tal vez por nostalgia de una ingenuidad perdida. Inevitablemente, aquellos «cócteles de monstruos» adoptaron un tono conscientemente paródico; y sus argumentos, resobados y archisabidos, jugaron con la complicidad de un público que no buscaba sorpresas ni novedades, sino más bien la repetición machacona de los mismos tópicos, aderezados con una pizca de humor (que, por lo demás, no debía tratarse de humor refinado, sino elemental y halagador de los bajos instintos, como conviene a una parodia).

Una fórmula semejante es la que ha empleado Sylvester Stallone en Los mercenarios (The Expendables), que resucita aquellas películas de acción macarra, rezumantes de testosterona y estruendo, que triunfaron en la década de los ochenta. El propio Stallone fue uno de los representantes más conspicuos de aquel cine que ahora ya casi podemos ver con curiosidad arqueológica, destinado a un público eminentemente masculino, no demasiado perturbado por pesquisas de índole metafísica; y, tras exprimir a Rocky y a Rambo, se ha lanzado a (digámoslo piadosamente) dirigir esta película, entre demencial y desternillante, en la que congrega a una pandilla de cincuentones y sexagenarios que, en otra época, le disputaron el aprecio de su público (nunca le perdonaremos, sin embargo, la ausencia de Jean-Claude Van Damme y Steven Seagal), algunos en divertidos y desprejuiciados cameos, como Arnold Schwarzenegger o Bruce Willis. Los mercenarios carece, por supuesto, de pretensiones artísticas; y logra su efecto paródico casi sin proponérselo, con tan sólo repetir los clichés más socorridos de aquel cine decididamente bruto. Aparte de ofrecer la posibilidad de contemplar los efectos demoledores que sobre el organismo humano ejerce la mezcla letal de nandrolona y cirugía plástica (si el rostro de Sylvester Stallone resulta una máscara de doliente inexpresividad, lo cual quizá ya fuese antes de los excesos quirúrgicos, el de Mickey Rourke parece un poema menos épico que patético), Los mercenarios confronta al espectador cuarentón con el imaginario más bien cutrecillo de su juventud, lo cual puede saldarse –según haya sido la evolución vital del cuarentón expuesto a tan peliaguda prueba– con un acceso de sonrojo urticante o un amago de llanto liberador (o, más probablemente, con ambas cosas a la vez); al mismo tiempo, permite al espectador adolescente, harto de que su generación sea tachada de descerebrada, comprobar que la de sus padres no le andaba a la zaga. Yo confesaré que me he divertido –con regocijada incredulidad si se quiere, con una suerte de regocijo culpable– con este inefable cóctel de monstruos, que es un desfase de principio a fin. Y he jugado a imaginarme otra película de asunto similar que juntase a mis actores predilectos de aquella época: Rutger Hauer, Christopher Walken, Christopher Lambert, Lance Henriksen, Harvey Keitel... Decididamente, la fórmula del cóctel de monstruos tiene un encanto irresistible para cualquier cinéfilo carroza; sobre todo si es un cinéfilo carroza que esconde pudorosamente una veta macarra, como yo mismo.

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