lunes, agosto 23, 2010

Manuel de Prada, La maldicion de Nicolasa

La maldición de Nicolosa

Arezzo, la patria chica del dulce Petrarca, aún esconde secretos sabrosísimos como la casa de Giorgio Vasari

JUAN MANUEL DE PRADA

Día 23/08/2010

EN el corazón de la Toscana está Arezzo, la patria chica del dulce Petrarca y del picante Pietro Aretino. En el altar de la iglesia de San Francesco sobrevive el glorioso ciclo de frescos que Piero della Francesca dedicó a la historia de la Vera Cruz, según se narra en La leyenda áurea de Jacopo della Vorágine. Pero Arezzo aún esconde otros secretos sabrosísimos para el viajero, como la casa de Giorgio Vasari, otro aretino ilustre, en cuya pintura hay un rescoldo de la terribilitàde Miguel Ángel, mezclada con la delicadeza de Andrea del Sarto, hasta confluir en un estilo muy turbadoramente carnal, de un manierismo todavía incipiente, que parece iluminar los cuerpos desde dentro: cuerpos esplendentes, casi rosáceos, de un vigor anatómico en el que, sin embargo, ya se agazapa un anuncio de decrepitud.
D Cuando Vasari ordena construir su casa en Arezzo ya es un hombre casi anciano, en la plenitud de su arte, que viaja sin descanso entre Roma, Florencia y Venecia para atender el alud de encargos que llegan a su taller. En su casa de Arezzo debía de parar más bien poco, tal vez sólo para descansar al lado de su jovencísima esposa, Nicolosa; y, para agradar a Nicolosa, pintó con muy enamorado esmero los techos de esta casa, en los que predominan los motivos paganos, según la moda del momento. En una de las estancias de la casa pintó Vasari al dios Apolo, rodeado de las nueve musas; y cuenta la leyenda que en el rostro de alguna de las musas inmortalizó los rasgos de su amada Nicolosa, que debió de ser mujer de belleza angélica, tal vez un poco pudibunda. La única estancia que Vasari prefirió decorar con motivos religiosos es, precisamente, la cámara nupcial, en cuyo techo pintó, como augurio de fecundidad para su matrimonio, aquella escena del Génesis en la que Yavé promete a Abraham una descendencia numerosa como las estrellas del cielo. En esta cámara Vasari debió de probar las primicias que le ofrecía la bella Nicolosa, debió de amarla con esa sabiduría lenta y deleitosa con que sólo aman los ancianos, debió de creerse el hombre más feliz del mundo, esplendente y vigoroso como los personajes de sus cuadros; y, después de la lucha de amor sobre el tálamo que lo dejaría rendido y trémulo, saldría Vasari con Nicolosa al jardín de la casa, y jugarían ambos a trazar estelas sobre las aguas del estanque, buscándose las manos todavía febriles, todavía codiciosas de caricias, mientras hablaban de una prole imaginaria que no tardaría en llegar, numerosa como las estrellas del cielo. Pero tal vez el vientre de Nicolosa fuese yermo, o tal la semilla de Vasari estuviese marchita, porque esa prole nunca llegó; y el gozo de aquel himeneo se fue apagando, mientras el Abraham de la cámara nupcial, que fue pintado como un presagio halagüeño, se convertía en recordatorio
aflictivo de su esterilidad.
Cae el crepúsculo sobre las calles empinadas de Arezzo tras la visita a la casa de Vasari. Negros y ominosos como cuervos, los vencejos sobrevuelan la Piazza Grande de la ciudad. El viajero espera tropezarse con una chiquillería ruidosa en esta plaza de soberbia arquitectura; pero en la Piazza Grande de Arezzo no hay un solo niño que pegue patadas a un balón o corretee despreocupadamente bajo sus soportales. Y el viajero siente entonces un frío pútrido muy adentro, en las entretelas del alma, tal vez el mismo frío maldito que anidase en la semilla marchita de Vasari, el mismo frío maldito que anidase en el vientre yermo de la bella Nicolosa.

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http://www.abc.es/20100823/opinion-colaboraciones/maldicion-nicolosa-20100823.html

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