domingo, junio 15, 2008

Manuel de Prada, Deroombing

lunes 16 de junio de 2008
Deroombing´

Hace unas semanas trepaba a los titulares de prensa una noticia chocante, no exenta sin embargo de ribetes desquiciados. Una empresa hotelera que se disponía a remodelar uno de sus inmuebles lanzó una convocatoria pública en la que se invitaba a personas estresadas a destrozar habitaciones y cuartos de baño, arrasando con cuanto pillaran a su paso. Los aspirantes debían exponer las razones por las que juzgaban esta labor de demolición provechosa para su salud; un equipo de psicólogos analizaba las solicitudes, hasta determinar qué candidatos eran los idóneos para tan peculiar tratamiento, denominado deroombing (en un juego de palabras que entremezcla un verbo en español, `derrumbar´, y un sustantivo en inglés, room). No faltaba en la convocatoria la consabida coartada terapéutica: según se explicaba, un ejercicio de tales características libera endorfinas, unos neurotransmisores producidos por la glándula pituitaria que producen una placentera sensación de alivio y ahuyentan el estrés.

La convocatoria de la empresa hotelera fue un éxito estrepitoso. Fueron muchos los aspirantes a empuñar un martillo pilón y emprenderla a golpes con el mobiliario y los tabiques del hotel. Y, sobre todo, no hubo medio de comunicación que no se hiciese eco de tan original iniciativa. El tratamiento que recibió la noticia fue, a partes iguales, admirativo y jocoso: el departamento publicitario de la empresa hotelera en verdad había demostrado unas dotes imaginativas fuera de lo común; y, desde luego, la imagen de treinta ejecutivos descargando adrenalina entre escombros incorporaba matices chuscos sabrosísimos. Casi nadie se atrevió, sin embargo, a cuestionar la naturaleza de la iniciativa, quizá porque se presentaba bajo una apariencia de rigor científico. Pero, si reparamos en el trasfondo pretendidamente terapéutico del deroombing, nos tropezamos enseguida con consideraciones inquietantes.

Podríamos empezar preguntándonos cuál es la verdadera naturaleza de una actividad de estas características. ¿Constituye un mero ejercicio físico? Parece evidente que no. Si la empresa hotelera hubiese lanzado una convocatoria en la que se solicitasen voluntarios para cavar zanjas o cargar sacos de escombros no habría encontrado tantas adhesiones. Cavar zanjas o cargar sacos de escombros posee los mismos efectos benéficos para la salud psicológica de un estresado que emplearse encarnizadamente con muebles y tabiques; carece, sin embargo, del ingrediente destrozón que hacía tan atractiva esta convocatoria. Y ese ingrediente destrozón apela, a fin de cuentas, a un impulso violento. Lo que tal convocatoria postulaba es que ciertas efusiones violentas provocan un desahogo emocional, una suerte de bienestar que espanta el estrés. Por supuesto, la convocatoria de la empresa hotelera proponía encauzar, controlar tales efusiones; pero consagraba el discutible valor terapéutico de la violencia. ¿Debemos aceptar como un hecho científicamente probado que ciertos desahogos agresivos ejercen un efecto saludable sobre nuestras emociones? La consideración del ser humano como mera agregación de sustancias químicas nos llevaría a responder afirmativamente. Pero no somos seres gobernados por pulsiones animales; somos seres que gobiernan sus pulsiones animales. Quien requiere desahogos agresivos para alcanzar cierto equilibrio emocional es, en efecto, un perfecto animal entregado a sus pulsiones; pero los hombres verdaderos se distinguen por su capacidad para alcanzar ese equilibrio mediante el fortalecimiento del espíritu. La conmoción estética que provoca la lectura de un hermoso poema o la contemplación de un paisaje ameno no se puede explicar mediante meros procedimientos químicos.

Probablemente un endecasílabo de Lope o una puesta de Sol no liberen endorfinas; pero quienes los han disfrutado saben que provocan una sensación de bienestar inigualable: espantan las zozobras, exorcizan la angustia, nos lavan por dentro. Y lo hacen, además de forma perdurable, a diferencia de los meros desahogos violentos, cuyo efecto benéfico, amén de discutible, es efímero.

La convocatoria de esa empresa hotelera era, en fin, una animalada. Así merecen designarse todas las terapias que consideran al hombre una mera agregación de sustancias químicas.


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