domingo, junio 15, 2008

Carmen Posadas, Dejad que los niños se aburran

lunes 16 de junio de 2008

Dejad que los niños se aburran






Este artículo va dedicado con mucho cariño a los superpadres y las supermadres de hoy en día. Me refiero a los que creen que, ahora que estamos en vacaciones, ser buen padre o madre consiste en convertirse en un cruce entre Merlín el Encantador, Mary Poppins y un taxista de altas horas de la madrugada provisto de una billetera repleta con ánimo de que el niño no se aburra ni un minuto: hoy te llevo al parque de atracciones con diez o doce coleguis del colegio; mañana te apunto a clases de piragüismo en la sierra (madrugón de las siete de la mañana para llegar a tiempo); el jueves vamos al zoo; el viernes, karaoke; el sábado, piscina desde las 10 de la mañana hasta las 10 de la noche, y así hasta la extenuación del padre/madre (y de su billetera, huelga decir). Y es que vivimos tiempos en que estar sin hacer nada resulta inverosímil. Nos hemos acostumbrado a una hiperactividad enfermiza por la que no podemos estar ni un segundo sin recibir impulsos cerebrales. Comemos con la tele puesta, nos duchamos con la radio a todo gas, amamos, conducimos, trabajamos, hacemos gimnasia o nos peleamos con la vecina, siempre con algún parloteo o música de fondo. Por eso, no resulta extraño que el aburrimiento sea el más temido monstruo de nuestros días. El aburrimiento tal como lo entendemos hoy en día, es decir, `no estar ocupado en algo´, y para no aburrirnos estamos siempre ocupadísimos. Más aún: normalmente hacemos dos o tres cosas a la vez, como hablar por teléfono, ver la tele y comer, qué bien lo pasamos, qué ocupados estamos. Sin embargo, estar sin hacer nada no implica necesariamente aburrirse, parece inverosímil, inaudito, increíble, pero es verdad: existe vida más allá de la PlayStation, la tele y demás juguetitos a los que estamos conectados los adultos y no digamos los niños. Por eso, me parece equivocada esa actitud de intentar convertir la infancia de nuestros hijos, en especial durante el verano, en una especie de perpetuo Disneylandia. Hemos pasado de una época en la que los niños eran un cero a la izquierda en las familias (ya saben el modelo `cuando seas padre comerás huevos´, etcétera) a una en la que estamos a punto de convertir a nuestros hijos en insaciables monstruitos a los que hay que alimentar continuamente de diversiones, actividades múltiples y caprichos sin fin. Obviamente no estoy intentando abogar porque volvamos al viejo modelo, pero entre la paternidad generosa y la paternidad papanatas hay tan sólo una tenue línea divisoria. Conviene recordar que si los niños de antaño ahora convertidos en padres actúan así es por tres motivaciones muy evidentes. La primera es el deseo de darle a sus –a nuestros– hijos lo que nosotros hubiéramos deseado tener en la infancia. El progreso económico ha hecho posible que hoy en día se tenga acceso a un deslumbrante repertorio de juguetes y aparatos electrónicos que nosotros, niños del tardo franquismo o de primeros años de la democracia, no habríamos podido ni siquiera imaginar. Esta primera motivación me parece laudatoria y comprensible; las otras dos, en cambio, son más resbalosas. La vida de confort antes descrita, que permite a las familias adquirir todos los gadgets imaginables, tiene un precio, naturalmente. El precio es convertirse en un padre/madre ausente. Trabajar largas horas, viajar, anteponer a la vida familiar la profesional, trepar, triunfar, ser un ganador… Creo que las mujeres somos mucho más propensas a la culpa que se deriva de estar largas horas fuera de casa, pero posiblemente el deseo de compensar a los hijos por las ausencias a base de regalos carísimos es una actitud más masculina. En cualquier caso, nosotras tampoco nos libramos del síndrome del progenitor culpable y lo compensamos siendo madres condescendientes, demasiado, diría yo. Existe además un tercer factor, uno que los americanos llaman keeping up with the Jones, es decir, intentar estar a la altura de los vecinos (y a ser posible ser más que ellos): si el niño del vecino tiene un juguete X, hay que comprarle al nuestro otro. O dos o tres…

Ahora que mis hijas son mayores y que ya me salí de esa rueda mortífera de querer ser una supermadre, permítanme un consejo: este verano no se sientan en la obligación de estarles dirigiendo la vida a sus hijos con mil actividades y dos mil caprichos. No sólo se ahorrarán mucho estrés veraniego y no poco dinero, sino que verán que ellos no se aburren en absoluto, puesto que así descubrirán ciertos pequeños placeres: escaparse de la siesta, jugar al parchís, subirse a un árbol… con los que nosotros, niños menos consentidos, éramos entonces tan felices.


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