jueves 26 de junio de 2008
Honoris Causa
ALFONSO BULLÓN DE MENDOZA Y GÓMEZ DE VALUGERA, rector de la Universidad CEU San Pablo
EN 1934, al comienzo de su monumental Estudio de la Historia, Arnold Toynbee ironizaba sobre el proceso de adaptación al sistema industrial que ya en su época se había producido en el ámbito de las ciencias humanas. Con indudable audacia, el autor británico no vacilaba en dirigir sus dardos contra el mismísimo Theodor Mommsen señalando el sinsentido de que tras haber publicado una magnífica historia de Roma, que con el paso de los años le valdría el premio Nóbel de Literatura, se dedicase el resto de su vida, como acomplejado por su anterior atrevimiento, a publicar ingentes volúmenes de inscripciones latinas.
Si tal denuncia podía hacerse en 1934, nada tiene de extraño que en la actualidad el proceso de especialización haya llevado a la sustitución de los sabios por los especialistas, sin duda necesarios para el avance de nuestros conocimientos, pero en ocasiones con intereses demasiado circunscritos para conseguir hacerse una visión medianamente aceptable de los procesos cuyas partes analizan. En el fondo el problema no está en ser un especialista sino en conformarse con serlo, en no echar de menos ampliar el bagaje de nuestros saberes y no tratar, aunque sea de vez en cuando, de dedicar algún tiempo a tan enjundiosa tarea.
La jubilación anticipada a los sesenta y cinco años que introdujo el PSOE a mediados de los años ochenta en la Universidad española, para depurar a muchos profesores que no le resultaban cómodos y dejar hueco a sus propias mesnadas, tuvo como consecuencia que desaparecieran de las aulas numerosos maestros en plena actividad intelectual cuyo perfil era muy diferente al de quienes por aquel entonces iniciaban su andadura académica. En muchos casos se trataba de personas que habían logrado encontrar el equilibro entre el saber particular y el general, y cuyo ejemplo constituía un poderoso acicate a la hora de plantearse objetivos sapienciales que excediesen del estudio de la fabricación de alpargatas en Bollullos del Condado entre los meses de junio y septiembre de 1714.
Entre los profesores que por aquel entonces se jubilaron en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense destaca la figura de Vicente Palacio Atard. Don Vicente, que solía llegar a clase debajo de su boina bilbaína, había comenzado sus estudios históricos escribiendo sobre los siglos XVII y XVIII, temática que nunca abandonaría por completo, pues su último libro, aparecido hace dos años, es una biografía de Carlos III. Desde mediados de los sesenta, tal vez condicionado por el treinta aniversario del comienzo de la Guerra Civil, su atención fue centrándose en diversos aspectos de nuestra historia contemporánea, y en 1978 apareció la primera edición de La España del siglo XIX, 1808-1898, libro con el que nos hemos formado numerosas promociones de historiadores.
Don Vicente, visto por quienes en 1986 nos sentábamos en las aulas, era un hombre afable, pero serio, y por ello nos sorprendió extraordinariamente que apareciera a dar su última clase con los pertrechos y acompañamiento necesarios no para impartir una lección magistral, sino para cantar una canción: Cambalache. Desde el punto de vista académico la canción, una protesta contra la pérdida de referencias en el pasado siglo XX, adquiere su punto culminante en la siguiente estrofa:
¡Todo es igual!
¡Nada es mejor!
Lo mismo un burro
que un gran profesor.
La última lección de don Vicente fue una lección para la vida, para hacernos meditar sobre un mundo donde incluso dentro de la Universidad puede dar lo mismo haber dirigido más de setenta tesis doctorales y publicado más de un centenar de escritos que pertenecer al género ágrafo. Claro que quienes hemos tenido la suerte de continuar disfrutando de su trato en los años posteriores pensamos que la última lección de don Vicente la recibimos cada día que tenemos la suerte de hablar con él y de disfrutar de la compañía de un perfecto caballero.
En fechas paralelas a las de don Vicente, se jubilaba en la Facultad de Filología el catedrático de Griego Francisco Rodríguez Adrados, muy probablemente el más importante de los helenistas que haya habido nunca en España. Pese a autoconsiderarse un testigo, Rodríguez Adrados ha sido también un protagonista de la sociedad que le ha tocado vivir, pues según confesión propia tenía una causa que defender: el griego (y por extensión las Humanidades en su conjunto), lo que le ha llevado a tomar la pluma para escribir no sólo numerosas publicaciones eruditas, sino también diversas obras de divulgación e innumerables artículos periodísticos.
Si hay algo que creo puede definir la personalidad del profesor Adrados (además de su indudable sabiduría) es su sobradamente demostrada capacidad de decir lo que le da la gana, cuando le da la gana y como le da la gana. Y ello aplicado a todos los ámbitos de la vida, como corresponde a un clásico (Homo sum, humani nihil a me alienum puto). En el académico no ha dudado en criticar la inflación de reuniones científicas que sirven más para engrosar los currículos de sus participantes que para el avance efectivo del saber, provocando además distorsiones tales como que una colección de mínimas contribuciones a dichas reuniones pueda valorarse tanto o más que un libro bien hecho, fruto de muchos años de estudio. También ha criticado la marginación a que en ocasiones están sometidos los profesores que tienen un mayor bagaje científico, cuyo voto vale igual para las cuestiones científicas que el de quienes acaban de incorporarse al escalafón, y que tienen que tratar de no molestar a los demás o asumir el riesgo de no ser designados eméritos.
A Rodríguez Adrados, individuo de número de la Real Academia Española, no le gusta que se juegue con el significado de las palabras. De ahí su magnífico artículo «Palabras como chicles», que critica el uso que del lenguaje hacen los políticos y que le valió el premio González Ruano el año 2005. Y también su petición a la Academia de que solicitase del Gobierno que el uso correcto de «matrimonio», tal y como está en el Diccionario («Unión de hombre y mujer concertada mediante determinados ritos o formalidades legales») fuera respetado por la legislación.
Llegados a la edad de su jubilación anticipada, Vicente Palacio y Rodríguez Adrados permanecieron algunos años como profesores del CEU. Don Vicente hasta 1988, fecha en que me pidió me hiciera cargo de las clases de Historia Contemporánea de España que impartía a los alumnos de Periodismo. Rodríguez Adrados, iniciada ya la andadura de la Universidad CEU San Pablo, asumió la asignatura de griego en la licenciatura de Humanidades y organizó un inolvidable viaje a Grecia en el que nos dejó asombrados no ya por su sabiduría (que conocíamos) sino por su envidiable resistencia a la hora de trepar montañas. Hoy, cuando ambos siguen disfrutando de su espléndida madurez intelectual, la Universidad CEU San Pablo se enorgullece de incorporarles nuevamente a su claustro académico en la más alta de las condiciones que pueden ostentarse en el mundo universitario: la de doctores Honoris Causa.
ALFONSO BULLÓN DE MENDOZA Y GÓMEZ DE VALUGERA
Rector de la Universidad CEU San Pablo
http://www.abc.es/20080626/opinion-la-tercera/honoris-causa_200806260243.html
miércoles, junio 25, 2008
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