viernes 23 de mayo de 2008
¿Un nuevo Rajoy?
POR GERMÁN YANKE
MADRID. Un ex ministro de Aznar decía hace algunos meses que, cuando en la reunión del Gabinete se notaba cierta tensión ante un problema grave, lo mejor era mirar a Mariano Rajoy, que siempre mostraba una tranquilidad más que galaica, como si nada pudiera turbarle. «No debe ser para tanto si se le ve así», comentaba el veterano político con cierta sorna. Por otro lado, está el mito del «dominio de los tiempos» que sus más próximos han extendido por el escenario político, y, según el cual, la aparente apatía del presidente del PP ante ciertas cuestiones no es sino la espera del momento adecuado, quizá también la convicción de que algunas de ellas sólo las resuelve el tiempo. Algunos de los que dicen conocerle bien, aunque vaya usted a saber qué significa eso, estaban convencidos de que, tras las elecciones del pasado mes de marzo, Rajoy iba a dimitir, no por desesperación por los resultados (ya desde primera hora se dispuso a presentar el mejor balance posible de los mismos), sino por alergia al berenjenal que se vislumbraba en el PP. «También se fue de Galicia -añadían- en cuanto el enredo se complicó».
Sin embargo, ni dimitió ni parece estar dispuesto a ponerse de perfil en una crisis como la actual en la que todos sus dispares adversarios internos se disponen, acompasadamente, a la guerra de guerrillas, los disparos a campo abierto y el uso de la maquinaria pesada. Si a estas alturas puede ser difícil la aparición espontánea de un nuevo Rajoy, es decir, de un nuevo carácter, parece que ha surgido, esforzadamente, quizá a contrapelo incluso de su modo de ser, un político que no está dispuesto a dar un portazo sin pelea, sin dejar unas cuantas cosas claras y también sin rectificar algunos errores. Incluso sin reconocer los errores.
Lo cierto es que, como apuntan algunos diputados del PP (del grupo, por cierto, de los silentes aparentemente desplazados), el partido de la derecha -o del centro reformista, ya abonados a los eufemismos- está haciendo ahora la reflexión crítica que no hizo en 2004, cuando perdió las elecciones tras ocho años de Gobierno. Ya entonces, el PP, incluso con mayoría absoluta, había dado muestras de falta de iniciativa en los temas cotidianos y de una suerte de apelación a la confianza ciega, en vez de a la voluntad de convencer, en los demás. El apoyo a la intervención aliada en Irak, por ejemplo, se hizo apelando a que el Gobierno y el presidente sabían lo que era bueno para España y no a la opinión pública que, como decía Pascal, es la reina del mundo. En vez de mirar hacia delante, el PP se enfrascó en una batalla absurda por la investigación de los atentados del 11-M, poniendo en duda hasta a las instituciones del Estado de Derecho, y en una oposición agria, exagerada, basada en el convencimiento de que eran los detentadores de una verdad que se predicaba, pero no se discutía ni modelaba, y sostenida por un tono inadecuado. Para justificarse, lo que ahora llaman algunos las «esencias» del partido.
Se ha venido insistiendo a lo largo de la anterior legislatura que ese tipo de oposición, en el que brillaba por su ausencia la renovación de personas y estrategias agravada por el vacío de la marcha de un Aznar que ocupaba todo el espacio, había conseguido, al menos, la unidad del partido en un momento de crisis y turbulencias. Pero, como se ha visto, no ha servido para ganar las elecciones porque, incluso en un escenario de desplazamiento general del electorado hacia la derecha, le han faltado los votos templados, muchos intercambiables, que terminan por dar la mayoría. Los malos resultados en Cataluña y el País Vasco revelan más esa realidad que un debate de fondo -no de «esencias»- sobre los nacionalismos.
Ahora, Rajoy parece dispuesto a hacer aquellos deberes pendientes y, como es lógico, los que no quieren el cambio le reprochan que, con ello, quiebre el único activo real de una mala gestión: la unidad de una maquinaria que no ha funcionado correctamente. No les importa decir a los más exaltados que este activo es más valioso que ganar las elecciones, mientras por debajo torpedean y tratan de ponerlo todo patas arriba. La unidad se ha mudado en otro eufemismo que significa que me den la razón para que no me vaya.
Es verdad que, en esta interesante operación, ese Rajoy al que quizá, por una vez, le gustaría hablar más claro sobre su reciente pasado pero no puede, precisa liderazgo. Pero liderazgo no es ser indiscutido, sino disponer de la fortaleza de un proyecto político serio y las personas que razonablemente puedan llevarlo a cabo. Debería ocuparse más de esto que de los nostálgicos.
http://www.abc.es/20080523/opinion-firmas/nuevo-rajoy_200805230300.html
viernes, mayo 23, 2008
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