sábado, mayo 24, 2008

Fernando Sebastian Aguilar, Iglesia libre en una sociedad libre

sabado 24 de mayo de 2008
Iglesia libre en una sociedad libre
Por Fernando Sebastián Aguilar
QUIENES vivimos los tiempos de la transición pensábamos que la nueva Constitución garantizaba la posibilidad de una convivencia pacífica y tranquila entre católicos y no católicos en la nueva sociedad española. El artículo 16 de nuestra Constitución estableció las líneas generales de esta cuestión y al amparo de este artículo hemos tratado de vivir y de actuar pacíficamente durante estos años de vida democrática.
En estos últimos años parece que algunas fuerzas políticas consideran que la Constitución de 1978 es excesivamente condescendiente con la religión, en especial con la Iglesia católica. No quieren un Estado aconfesional, que respeta y favorece la libertad religiosa como parte del bien común, sin hacer suya ninguna confesión ni intervenir en la vida religiosa de los ciudadanos. Prefieren un Estado laicista, que no valora la religión como parte del bien común de los ciudadanos y por tanto trata de excluirla de la vida pública recluyéndola al ámbito de lo estrictamente privado, sin influencia en los asuntos públicos ni en el comportamiento social de los ciudadanos y de las instituciones. Entiendo que la clarificación de las relaciones de la Iglesia católica con las instituciones políticas, en España, es de primera importancia para el bienestar y la estabilidad de nuestra sociedad, bueno para los católicos y bueno para la sociedad en general.
Sin ánimo de polemizar con nadie, buscando simplemente la claridad y el mutuo entendimiento, bajo mi estricta responsabilidad personal, me parece oportuno formular de nuevo cómo entendemos los católicos la presencia y la posible influencia de la Iglesia, y de cualquier otra organización religiosa, en la vida social y pública, en un ordenamiento democrático.
No se trata inicialmente de una cuestión acerca de las relaciones del Estado con la Iglesia, sino de la actitud del Estado y de los gobiernos respecto de las libertades y derechos de los ciudadanos. El punto de partida es la sociedad civil y no el Estado. Aunque no lo sea necesariamente en un orden cronológico, sí en un orden de naturaleza, la persona y la sociedad son anteriores y más importantes que el Estado. Los ciudadanos organizamos el Estado para proteger y favorecer nuestra vida y nuestra convivencia, no al revés. No es el Estado, ni el gobierno quienes deciden qué tipo de religiosidad conviene a la sociedad, qué confesiones han de practicar los ciudadanos y en qué proporción, sino que es la sociedad, y más en concreto los ciudadanos quienes deciden cómo quieren vivir su religiosidad, qué fe quieren profesar y de qué comunidad o de qué Iglesia quieren formar parte. El derecho de las personas al ejercicio de su libertad en materia religiosa es anterior a cualquier forma de Estado, y exige de los gobiernos que protejan y favorezcan este derecho de los ciudadanos que así lo quieran a practicar, privada y públicamente, la religión que ellos prefieran, y pide también que respeten el libre funcionamiento de aquellas instituciones y comunidades en las que los ciudadanos expresan y ejercitan su vida religiosa. Esto vale para cualquier religión y para cualquier comunidad religiosa.
La Iglesia católica es una comunidad universal que está secularmente presente en España. El proceso de implantación pudo ser complejo, pero el caso es que, hoy, un buen número de ciudadanos españoles profesan libremente la fe cristiana y quieren, con mayor o menor coherencia, vivir de acuerdo con las enseñanzas de Jesucristo y la doctrina católica. Este es un hecho indiscutible, que desde el punto de vista social, tiene su origen en la libre voluntad de los ciudadanos, con clara anterioridad y plena independencia respecto de cualquier institución política. Quiere esto decir que un régimen que quiera ser democrático y pretenda actuar a favor del bien de las personas, debe admitir la presencia de esas actividades e instituciones religiosas dentro de la sociedad, y debe respetarlas y favorecerlas como parte del bien común de los ciudadanos, sin caer en la tentación de intervenir en su vida interior ni alterar su libre desarrollo en provecho propio. Las Iglesias, o las comunidades religiosas en general, no son un cuerpo extraño en el tejido social, ni necesitan apoyarse en un régimen de privilegios, están al servicio de la vida religiosa de los ciudadanos y se apoyan jurídicamente en el derecho sagrado de los ciudadanos a profesar y practicar libremente la religión que mejor les parezca. Sólo la defensa de algún elemento del bien público que se viera amenazado por una actividad pretendidamente religiosa, justificaría una intervención de la autoridad política en defensa del bien general amenazado.
Los españoles católicos tienen los mismos derechos civiles que los demás, y pueden, por tanto, intervenir en la vida pública, como los demás ciudadanos, según sus propias convicciones. Los dirigentes de la comunidad católica, es decir, los obispos, respetando los derechos de los demás, pueden actuar como crean conveniente para orientar a los miembros de su comunidad en el cumplimiento de sus obligaciones sociales y políticas de acuerdo con la moral cristiana, y tienen también el derecho de proponer a los demás miembros de la sociedad española sus puntos de vista, confesionales y no confesionales, para que cada uno, libremente, los pueda tener en cuenta como mejor le parezca, según su recta conciencia.
Todo esto está claramente reconocido en nuestra Constitución. Y es actualmente doctrina común en la Iglesia católica. Para entendernos y vivir en paz, respetándonos unos a otros en un proyecto común de vida nacional, conviene que hablemos a partir de estas bases. Dejemos a un lado cómo hayan podido ser las cosas anteriormente. Nadie está en condiciones de tirar la primera piedra. Ahora estamos en donde estamos, y esto es lo que interesa.
A la vez, la Iglesia tiene que ser consciente de sus propios límites y no entrar en los terrenos propios de la acción política. La finalidad de las intervenciones de la Iglesia en estas materias no es que los cristianos voten a un partido o a otro, actúen en política de una manera u otra. Lo que a la Iglesia le corresponde es ayudar a los cristianos a actuar «cristianamente» en las materias políticas, como en los demás órdenes de la vida. Si los cristianos somos coherentes en aplicar los principios morales en estas cuestiones, los dirigentes políticos tendrán que pensar dónde se sitúan y cómo actúan para recibir la confianza y el apoyo de los católicos. De ellos dependerá la mayor o menor distancia entre unos y otros. ¿Llegaremos los españoles a ponernos de acuerdo en que todos, creyentes y no creyentes, podemos convivir pacífica y respetuosamente en una sociedad democrática, sobre unas bases más o menos parecidas a éstas?
Por nuestra parte los católicos tenemos que ser pacientes. El ejemplo de Jesús nos obliga a serlo. La Iglesia representa en el mundo la presencia misericordiosa de Dios, creador y salvador de todos los hombres. Anunciamos un mensaje de vida ofrecido a todos y no impuesto a nadie. Al margen de las cuestiones políticas, la religión, y en concreto la fe cristiana, es buena para quien la acepta libremente y la vive con coherencia. La palabra y la ayuda de Dios promueven el bien de las personas, iluminan nuestra conciencia en el conocimiento de la justicia y ponen límites a nuestras ambiciones. ¿Qué mal nos puede venir de eso? Por eso es bueno que los gobiernos y la sociedad acepten la presencia de la Iglesia y le dejen ejercer su misión a favor del bien temporal y eterno de las personas. Puede incluso estar justificado que desde las instituciones públicas se apoye la vida religiosa de los ciudadanos, como se apoya cualquier otra actividad que dignifica y enriquece la vida cultural o moral de la sociedad.
Detrás de los debates sobre el lugar de la Iglesia en la democracia, queda latente el debate sobre la naturaleza de la religión, si es razonable o absurda, si es servidora o destructora de la humanidad en nuestras vidas. Nosotros los cristianos creemos que la adoración de Dios, tal como la inició y anunció Jesucristo, es condición para el descubrimiento y la realización en plenitud de la humanidad del hombre. La fe cristiana nos ayuda a ver en qué consiste la justicia y nos mueve a realizarla con fortaleza en todas las circunstancias de la vida. Por eso la profesamos y nos sentimos movidos a anunciarla, aunque a veces no lo hagamos con el acierto, la coherencia y la diligencia que corresponde a un fiel seguidor de Jesucristo. Pero eso ya es otra cuestión.
FERNANDO SEBASTIÁN AGUILAR
Arzobispo emérito de Pamplona y Obispo emérito de Tudela

http://www.abc.es/20080524/opinion-editorial/iglesia-libre-sociedad-libre_200805240253.html

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