viernes, diciembre 01, 2006

Terceras conversaciones sobre el rey de todos los españoles

viernes 1 de diciembre de 2006
Terceras conversaciones sobre el rey de todos los españoles
Antonio Castro Villacañas
E STOS días parecen ser muy propicios para volver la vista atrás y mirarlos desde el observatorio que cada cual tiene a su alcance. Eso he podido deducir de las conversaciones habidas en mi tertulia a lo largo de la última semana. Como es lógico y natural, cada uno de los tertulianos reflejaba en sus palabras un parcial punto de vista: el que le ha proporcionado su propia biografía. Ninguno de nosotros, nadie de los humanos, piensa y siente igual que los demás. Cada cual es único, incomparable. Digno de todo respeto, pero no infalible. Por eso en la tertulia nos hemos ido acostumbrando a discutirlo todo y a cantarle las verdades al que presuma de que sólo él sabe bien lo que pasó y lo que está pasando. Todo ello de buenas maneras y sin romper la amistad que recíprocamente nos profesamos. La cosa empezó esta semana cuando el farmaceútico dijo que él nunca se había creído la versión oficial de la muerte de Franco. "¿No creerás que está vivo?", le atajó el médico. "No seas tonto. Lo que yo digo es que no me creo eso de que murió en la madrugada del 20 de Noviembre". "¿Por qué? -intervino el ferretero-. ¿Qué interés podía tener nadie en ocultar o falsear los datos reales de su muerte?". "Demasiada gente, por muy diversas razones -intervine yo-, se siente y está de verdad afectada cuando un Jefe de Estado enferma y se va muriendo. Mucha más gente que cuando la muerte llega de repente. Sobre todo si ese Jefe de Estado no es un cualquiera. No tenemos más que recordar las muertes de Tito, Mao, Mitterrand o las de cualquier Papa. Ahora mismo estamos asistiendo a la de Fidel Castro". "Está claro -asintió el boticario-. Pero, ¿qué interés podía haber en retrasar el anuncio oficial de la muerte de Franco?". El secretario dijo entonces que quizás conviniera hacerlo para tener en la mano, y bien tensas, las riendas del orden público, pero el veterinario arguyó que, según todas las referencias, esas medidas estaban tomadas, y bien tomadas, desde que Franco cayó enfermo, y aún mucho antes. "Se hizo que muriera el 20 de noviembre para ensombrecer el aniversario del fusilamiento de José Antonio", añadió el profesor, y el médico intervino para decir que en algún sitio había leído la versión de que la agonía se alargó artificialmente en busca de poder cambiar al Presidente de las Cortes, entonces Rodríguez de Valcárcel, por otro más favorable a don Juan Carlos... - Todo eso está muy bien -creí oportuno resumir- y es posible que sea o no sea cierto... Yo no creo ni dejo de creer en esas cosas, pero en el fondo ¿qué más dan? Lo que de verdad importa es que todos los españoles estábamos aquellos días más o menos dolientes, pero sí igual de ansiosos y expectantes, por la inevitable muerte de Franco y la así mismo inevitable toma del Poder por su sucesor, previamente designado y de sobra comprometido ante tirios y troyanos por medio de un juramento público, solemne y voluntario, a seguir su trayectoria y continuar su política... - Pero Juan Carlos no podía ser un simple Caudillo coronado -adujo el veterinario. - Está claro. Ni un Caudillo ni un Generalísimo. Para eso no tenía ni tiene condiciones -afirmó el médico. - En aquel momento -intervino el correo- don Juan Carlos gozaba de un poder absoluto... Creí que debía interrumpirle: - Eso no es del todo cierto -dije-. Estaba limitado por su juramento y por las instituciones. - Tenía el Ejército a su favor y a sus órdenes –me replicó el cartero-, porque los militares eran más proclives a un gobierno autoritario y personal que a una nueva y arriesgada experiencia republicana. - El pueblo -afirmó el profe-, salvo una pequeña minoría, prefería y esperaba una solución intermedia. - La verdad es que en aquel momento todo o casi todo estaba en manos de don Juan Carlos -siguió diciendo el correo real-. Podía continuar la situación establecida hasta entonces, aunque a título de Rey, según estaba "atado y bien atado" por Franco, o dar un cambio radical e iniciar una nueva etapa. - Es posible que existieran soluciones intermedias --arguyó tímidamente el boticario con aquiescencia de todos los demás tertulianos. - El Rey prefirió inaugurar una España donde todos los españoles se sintieran libres y en su patria, sin temores, represalias ni "gristapos" pisándoles los talones y haciéndoles correr maratones un día sí, otro también, y el de enmedio -nos apabulló el cartero. - Yo creo que exageras -le dije. - ¡Mucho! ¡Demasiado! -se encrespaba el médico-. ¡Esa España de represalias y miedos no existía en 1975! - A mí me parece injurioso eso de "gristapo" -adujo el veterinario- porque mi padre pertenecía entonces a la Policía Armada, a los grises, y por él supimos todo el tiempo que había muy pocos alborotadores y que casi todos eran estudiantes de Madrid y Barcelona... En la mayor parte de España, en casi toda, los días, uno tras otro, se vivían en plena paz y tranquilidad. - Yo también creo que no es muy afortunado mezclar a los grises con la Gestapo. Digo más: es una injuria, porque no tenían nada que ver los unos con la otra. No pueden equipararse instituciones tan distintas... El cartero aceptó mi reprimenda sin inmutarse. Bebió un buen trago de su tinto de verano y siguió diciendo: - Don Juan Carlos abrió las cárceles y los que en ellas estaban pagando los rigores de haber perdido la guerra se vieron por ello nuevamente convertidos en sujetos de pleno derecho y nada amenazada libertad. Se alborotaron otra vez los ánimos. El ferretero creyó oportuno matizar que en 1975 no había en las cárceles españoles ningún preso por haber perdido la guerra: - ¿Cómo iba a haberlos si la guerra hacía 36 años que había terminado? Eso es una tontería. Si acaso, habría algún preso por querer resucitarla. - No me podréis negar -dijo el correo-, que el Rey convocó elecciones, legalizó los partidos políticos que con Franco estaban prohibidísimos hasta el mencionarlos, y permitió que regresaran del largo y penoso exilio a los que antes habían mandado a su Real Abuelo y a toda su familia fuera de la patria, y lo habían vilipendiado impunemente. - No te negamos nada, pero sí te puntualizamos algo -me creí obligado a decir-. Yo advierto dos cosas: Una es que lo de penoso exilio no puede aplicarse a los Pasionarios y Carrillos que se beneficiaron de la generosidad del nuevo monarca, pues en su mayoría vivieron fuera de España tan bien como vivían cuando huyeron de ella, y algunos incluso mucho mejor gracias a lo que se llevaron tras robarlo al Tesoro Público o a los tesoros de particulares... Y la otra cosa es que no todos los Borbones fueron echados por la República fuera de España, porque aquí se quedaron unos cuantos, los suficientes para ser asesinados varios de ellos en el Madrid rojo y para luchar otros, y hasta morir más de uno, a las órdenes de Franco. - No cabe duda -añadió el cartero- de que el Rey demostró generosidad y perdón hacia los que antes, cuando ostentaron el poder en la República, se ensañaron sin piedad, llenos de odios y aviesas intenciones, con sus familiares y con los que les habían permanecido fieles o no repudiaron públicamente todo cuanto se refería a la Institución monárquica. Eso fue una muestra de gallardía, de buen hacer, y de deseos de dejar olvidado el pasado... Estas palabras avivaron la tertulia, pues el boticario y yo creímos conveniente añadir que los llamados ahora republicanos no se ensañaron sólo con los monárquicos, y el médico, el veterinario, el joven ferretero, el profesor y el secretario discutieron sobre sí era malo o bueno olvidar lo pasado. Pero de éste y otros temas ya contaré aquí lo que en nuestras conversaciones hablamos.

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