viernes 30 de junio de 2006
La viruta y la viga
Por IGNACIO CAMACHO
HA cometido Aznar un desliz -debió haber declarado su sociedad patrimonial familiar- más de procedimiento y de estética que de legalidad y de ética, pero quizá los únicos que no puedan echárselo en cara son los que durante años convirtieron el tráfico de influencias en la profesión más rentable de la España moderna. Los artistas del «insider trading», los malabaristas del favor, los magos del comisionismo, los trileros de la información privilegiada. Los que en tiempos del felipismo entraron en la política con una mano detrás y otra delante, y al salir se doctoraron honoris causa en la picaresca del pelotazo.
Esos no pueden hablar sin sentir vergüenza al afeitarse delante del espejo. Porque llegaron al poder desde las aulas masificadas, desde los hospitales saturados, desde las fábricas reconvertidas, algunos directamente desde las listas del paro, y cuando abandonaron los despachos oficiales abrieron otros privados, con puertas blindadas y muebles de lujo, sin más títulos que el de exploradores de pasillos reservados, desatascadores de expedientes, sherpas del alpinismo administrativo. Se especializaron en recalificar terrenos, en desentrañar pliegos de condiciones, en ablandar resistencias, en acelerar procesos de decisión a golpe de almuerzo de cinco tenedores. O se fueron a hacer las Américas vendiendo relaciones de franquicia, consejos sensibles, contratos de cooperación, relaciones de privilegio. Sin complejos ideológicos; las minutas millonarias obraron una peculiar síntesis teórica entre el lobby y el sindicato, a partir del principio de que la redistribución de la riqueza empieza por uno mismo. Procedentes del mundo de la humildad asalariada, al dejar el poder se encontraron como Scarlett O´Hara bajo el árbol de Tara y se juraron a sí mismos que jamás volverían a pasar hambre.
Por eso no tienen derecho al escándalo, y menos a perseguir con doble rasero virutas ajenas, sin sacarse de encima las vigas de ese colosal edificio de tráfico de favores. Los errores de Aznar fueron el cesarismo y la soberbia de sus últimos años, cuando olvidó su poderosa intuición de hombre de la calle y quiso retratarse como un prócer sin más horizonte de responsabilidad que la Historia. Pagó por ello una factura excesiva, injusta con sus irreprochables éxitos de gobierno, y punto. Si hay que sacar el rectoscopio para escudriñarle las vísceras, antes habrá que pasárselo a alguno que va por ahí ejerciendo de lazarillo de plutócratas y cicerone de magnates.
Yo he visto a muchos antiguos altos cargos instalados en oficinas rutilantes sobre cuyas mesas no había un solo papel. Han sacado petróleo de sus agendas, sin que sus curricula profesionales justificasen el advenimiento de tanta fortuna. El gran negocio de las últimas décadas ha sido transformar la experiencia política en una caja registradora. Aznar ha pecado venialmente de falta de transparencia, pero el que esté limpio de culpa mayor, que cobre la primera minuta honrada.
jueves, junio 29, 2006
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