viernes, agosto 13, 2010

Manuel de Prada, Como Mefistófeles, sonrie

viernes 13 de agosto de 2010

Como Mefistófeles, sonríe

Un amigo me muestra entusiasmado su iPad, un artilugio que me recuerda aquellas pizarras portátiles que nuestros padres llevaban a la escuela, aquellas pizarras en las que mi abuelo me enseñó a garabatear mis primeras letras, armado de un pizarrín. El iPad no necesita pizarrín para que en su pantalla táctil aparezcan todas las letras del mundo; y basta la caricia de unos dedos duchos para que se convierta en una suerte de Aleph vertiginoso por el que desfila el inconcebible universo. Mi amigo me hizo unas demostraciones someras sobre las posibilidades de su ar-tilugio, tratando de contagiarme su entusiasmo; y a fe mía que lo logró, porque nunca había contemplado, en tan breve espacio de tiempo, tal despliegue de maravillas: era como si el infinito espacio cósmico se agolpase en el estrecho marco del iPad, manso ante las manipulaciones de mi amigo, que tocaba la pantalla con una suerte de delicada levedad, como en un sublime juego de prestidigitación. Incluso dejó que mis dedos premiosos sustituyeran los suyos, para que mi pasmo fuese aún mayor, estremecido por esa especie de codicia o de júbilo que nos acomete cuando el mundo se convierte en un juguete presto a desvelarnos su misterio. Así estuve durante un rato, absorto en aquel repertorio de prodigios; y así podría haber seguido, durante horas y horas, de no haberme asaltado el mismo temor que asalta al protagonista del cuento de Borges cuando abandona el sótano donde se agazapa el Aleph: el temor a que, a partir de entonces, todas las caras me resultaran familiares, el temor a que no quedara una sola cosa en el mundo capaz de sorprenderme.

Entonces fue cuando mi amigo, con un gesto socarrón, me mostró una utilidad del iPad que había querido reservar para el final. Tocó varios iconos de la pantalla, hizo un movimiento que imitaba al que hacemos cuando pasamos las páginas de un libro (o más bien al que un cajero de banco hace para contar los billetes) y ante mis aturdidos ojos apareció, con su afiligranada capitular, la célebre frase: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho...». Mi amigo me mostró cómo se podía cambiar el tamaño de la letra, la tipografía, incluso probó a virar al sepia el fondo de pantalla; y me invitó a pasar las páginas de aquel Quijote electrónico, me invitó a buscar cualquier pasaje que se me antojara, mientras aguardaba expectante mi reacción. Mi amigo sabe que en más de una ocasión me he referido con displicencia o desdén al libro electrónico; sabe que me he burlado del fervor tecnológico que su uso provoca entre los neófitos, recordando el fervor que en su día provocó la yogurtera (un fervor efímero que pronto se traduce en hastío y abandono); sabe que he comparado el placer reparador que produce la lectura en papel con el gozo indecible que nos procura la compañía de la mujer amada, y la satisfacción que nos presta la lectura en un libro electrónico con el desahogo que nos brinda una muñeca hinchable. Y espera que me retracte de mis errores pasados; espera que me convierta a la nueva religión que el iPad encarna.

Tardo en responderle. Las ventajas que proporciona la lectura electrónica son, desde luego, numerosas, o tal vez innumerables (salvo para el escritor, que si ya era un paria ahora será doblemente paria, resignado a que sus libros se pirateen); pero impide esa suerte de ‘transferencia espiritual’ que el lector entabla con los libros que lo acompañan para siempre, esos libros que, a la vez que se inmiscuyen en nuestra alma, se convierten en objetos totémicos que resguardan un pasaje precioso de nuestra vida. Para que esa transferencia sea plena, el libro exige ser un objeto cierto que nos pertenece; y al cual pertenecemos, abrigando un continente de vida interior que guardamos entre sus páginas. Cuando ese libro deja de ser un objeto palpable y cierto, sus propiedades de elixir del alma se disipan, como se disipa el agua de un manantial cuando la embotellan. O tal vez ocurra que la lectura electrónica sea un indicio de que los hombres hemos dejado de precisar los elixires del alma que antaño nos vivificaban; tal vez sea el símbolo de una mutación de nuestra humanidad misma. Tal vez la lectura electrónica demuestre que estamos alcanzando otro ‘estadio’ de humanidad, una mutación interior en la que aquellos ‘compañeros del alma’ ya no nos sean precisos: lo cual no sé si nos convierte en superhombres o en carcasas de las que ha desertado nuestra condición humana: en iPads henchidos del vértigo y el tumulto cósmicos, capaces de dilucidar el misterio del mundo, pero también hastiados de un mundo sin misterio.

Mi amigo sonríe, mientras trato de formular entre titubeos estas reflexiones. Como Mefistófeles, sonríe.

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