lunes, enero 26, 2009

Manuel de Prada, Sindrome de capgras

lunes 26 de enero de 2009
SÍNDROME DE CAPGRAS

Leyendo Elegía para un americano, una muy recomendable novela de Siri Hustvedt que acaba de publicar la editorial Anagrama, me entero de la existencia de un raro trastorno mental, denominado ‘síndrome de Capgras’. Quienes lo padecen descubren súbitamente que han dejado de amar a las personas que durante años o décadas habían amado sin desfallecimiento; y puesto que esas personas antaño amadas conservan inalterada su apariencia física, los aquejados por el síndrome concluyen que han sido suplantadas por dobles. Se supone que esta dolencia aparece cuando se produce una desconexión entre los circuitos neuronales encargados del reconocimiento de los rasgos ajenos y los circuitos en donde anida la memoria afectiva. De este modo, el enfermo del síndrome de Capgras reconoce sin dificultad a los miembros de su familia o a sus amigos más íntimos, pero extravía la conciencia del afecto que un día les profesó. Y se consuela concibiendo la idea delirante de que esos allegados han sido reemplazados por impostores.

Después de leer la novela de Hustvedt fui con un amigo al cine a ver El intercambio, la última película de Clint Eastwood, en la que la protagonista, cuyo hijo ha sido raptado, es obligada por la Policía de Los Ángeles a acoger a un niño que no es el suyo, aunque guarde con él un pasmoso parecido. Eastwood opta desde el primer momento por hacer evidente ante el espectador que la protagonista no ha perdido la razón; lo que, a mi parecer, resta tensión dramática a la película. Pero tal vez yo estuviese sugestionado por la lectura de la novela de Siri Hustvedt y por el descubrimiento reciente de aquel síndrome de Capgras, del que hasta entonces no tenía noticia, y hubiese deseado ver una película cuya protagonista lo padeciera. De vuelta a casa, discutía con un amigo, acérrimo defensor de Eastwood, con quien había asistido a la proyección, sobre estos particulares; y ambos poníamos mucha pasión atolondrada y juvenil en la defensa de nuestras posiciones (a ciertas edades, la discusión se convierte en un espejismo de la juventud extinta), tanta que decidimos pararnos a refrescar el gaznate en un bar, antes de que nos quedásemos afónicos. La noche, tumultuosa y un poco meningítica, embestía contra los espejos del bar; y, con la noche, un enjambre de discusiones tan atolondradas y juveniles como la nuestra. En medio de aquel enjambre, discerní la voz de una persona a la que en otro tiempo admiré y escuché embelesado; y, en la clandestinidad propiciada por la luz asmática del bar, comprobé con estupor que, en efecto, aquella voz pertenecía a la misma persona que había idolatrado en el pasado. Sólo que ahora las cosas que decía, y que llegaban hasta mí desgalichadas, enronquecidas de tabaco y de insomnio, me parecieron romas y archisabidas, una ropavejería de topicazos lastimados por el rencor.

Pensé: «No puede ser. Yo he escuchado a esa misma persona decir las mismas cosas en otro tiempo; pero entonces me pareció que irradiaban audacia, brillantez, la impávida dignidad de una quilla embistiendo las olas». Y ahora, de repente, aparecían ante mí como restos de un naufragio, andrajosas y deslustradas. Concluí con un escalofrío que tal vez yo también estuviera aquejado del síndrome de Capgras; y confié mis temores a mi amigo, que seguía enfrascado en su apología de Eastwood. Para tranquilizarme, mi amigo adujo que nada hay tan saludable como cambiar la perspectiva sobre las personas que antaño nos deslumbraron; y que este ejercicio de revisión se extiende también a libros y películas que en otro tiempo veneramos y que, misteriosamente, transcurridos algunos años nos lastiman con sus trivialidades y artificios vacuos. «Quizá los libros y películas ya eran triviales y vacuos cuando estúpidamente los venerábamos; o quizá quienes nos hemos vuelto estúpidos seamos nosotros, y el genio que los alienta se haya vuelto indescifrable para nosotros», concluyó mi amigo, con más melancolía que saña. Le pedí que abandonáramos el bar, por respeto funerario al pasado.

A solas en casa, me miré en el espejo del lavabo. Y, aunque reconocía sin dificultad mis rasgos fisonómicos, me costó admitir que aquella imagen reflejada fuese la mía propia. De algún extraño modo, los circuitos neuronales encargados del reconocimiento de mis propios rasgos no acababan de conectar con los circuitos en donde anidaban mis emociones. La ilusión sólo duró unos segundos; pero, mientras duró, me sentí, yo también, resto de un naufragio indescifrable. Tal vez un impostor.

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