martes 20 de enero de 2009
El hombre robotizado
Félix Arbolí
E N estos días de frío y nieve que estamos padeciendo, me he dedicado a leer mis correos recibidos y aún no abiertos. Los hay de todos los temas y procedencias. Algunos, los más numerosos, vienen de mi tierra. Amigos y muy allegados que me tienen entre sus destinatarios habituales y que yo les agradezco pues enriquecen mis conocimientos, me hacen sonreír cuando no tenía motivos para ello y reflexionar en profundidad sobre lo divino y humano, lo trascendental y superfluo y lo bueno y malo que acompañan nuestra existencia.
Hay personas que se incomodan por recibir mensajes y hasta nos indican con extremada cortesía y clara contundencia, que dejemos de hacerlo ya que disponen de poco tiempo y no desean recibirlos. Yo no los comprendo. A mi agradan pues supone que hay una persona lejana en la distancia pero muy cercana en sus sentimientos, que en ese preciso instante me está recordando y desea que pase unos minutos tan entretenido, emocionado o divertido como esos pensamientos, historias y fotos que le tuvieron a él, ya que nadie manda a amigos o compañeros lo que no le ha gustado o le ha parecido inoportuno. Perder unos momentos en tan variada y a veces reconfortante y provechosa lectura no me parece nada inútil y pernicioso. Hay tiempo en muchos días que dedicamos a cosas menos interesantes y no nos parece que lo estamos perdiendo con menor provecho. Lo único que puede ocurrir, que es lo que hago yo en tales casos, es que al ver un texto o contenido que no nos gusta o interesa, cortemos su lectura y lo mandemos “eliminar” sencillamente. Me dicen que hay veces que se encuentran con quinientos mensajes o más, esperando su turno de apertura y lectura. Señal evidente de que hemos estado varios días pasando de nuestro correo y se nos ha acumulado, como ocurre con todo aquello que descuidamos e ignoramos, aunque esté ahí, reclamando nuestra atención. Yo suelo recibir un promedio de veinte correos diarios y a ellos dedico mi pequeño espacio del día, aunque no todos lleguen a su final una vez abierto y comprobado. Pero indicar que no se le envíen es cerrar la maravillosa oportunidad de regalarnos una sonrisa, brindarnos un nuevo conocimiento o proporcionarnos el deleite y emoción de una historia que nos impacte.
Eso es lo que me ha pasado hoy con uno recibido de mi añorada isla de San Fernando. Su remitente es mi antiguo y siempre presente amigo de la infancia Eduardo Ramos, un asiduo a nuestras páginas y de nuestros foros. Trataba sobre el colegio de nuestros tiempos, sus métodos de enseñanza, los libros que utilizábamos, esas inolvidables enciclopedias de Alvárez, los catecismos de Ripalda, los catones, las pizarras y pizarrines, plumillas y tinteros en los pupitres de madera y esos libros de historias y leyendas que hoy nos pueden parecer algo obsoletas, al compararlas con las nuevas y no siempre mejores técnicas educativas. Sin omitir el hecho incuestionable de que gracias a ellas aprendimos a leer, escribir, pensar y prepararnos para el futuro con mayores garantías que las actuales, donde cualquier chico de Secundaria no ha oído hablar de Viriato, ese famoso pastor lusitano que tuvo en jaque a los romanos; de nuestros reyes godos cuya lista completa se nos atragantaba y nos hizo perder más de un parcial; y mucho menos de esos reyes asturianos, leoneses, castellanos, aragoneses y navarros entre otros, que fueron reconquistando palmo a palmo nuestra patria a los invasores árabes a base de constantes luchas donde el valor y esfuerzo de los participantes se equiparaba en muchas ocasiones a una extremada caballerosidad entre vencedores y vencidos. Libros que nos explicaban con curiosas y coloridas ilustraciones los episodios más importantes y significativos de nuestra Historia antigua y moderna y con menor agilidad y rigurosidad la contemporánea que aún no cerrado sus páginas.
Los estudios actuales suelen ser más complicados y densos que los nuestros, pero menos interesantes y formativos. La juventud actual no sale preparada de su bachiller en esas materias que antes se consideraban fundamentales y hoy, no sé por qué motivos, pasan a un plano secundario y no se les quieren otorgar el debido y necesario interés. Los chavales llegan a la universidad sin tener ideas de la gramática más elemental. Ignoran el necesario conocimiento y la debida experiencia sobre sintaxis, prosodia, ortografía y morfología, acentos, puntuaciones y signos más elementales. Así no es extraño leer en algún diario de tirada nacional un artículo donde su autor, un popular y joven periodista universitario, incurre en faltas ortográficas garrafales al escribir palabras que son de uso común y generalizado. Mi nieto sabe mucho de técnicas y electrónicas, pero se atosiga ante un examen de literatura, historia y geografía española y no se ha calentado la mollera en exceso con la ortografía y reglas gramaticales. Y el próximo curso pasa a la universidad. Y pongo por ejemplo a un chaval que es un notable estudiante. No es culpa suya, sino del modelo escolar vigente.
En nuestro tiempo no entendíamos de electrónica, ciencias espaciales o técnicas informáticas, que eran unos desconocidos no ya en nuestras aulas, sino en los profesores y científicos de la época a los que considerábamos personas muy respetables y eminentes por sus amplios y diversos conocimientos, pero salíamos hacia el futuro con la preparación precisa y adecuada en todos los terrenos que entonces acaparaban nuestro saber y bastaban para desenvolvernos en la vida con las garantías académicas necesarias. Gracias a esa enseñanza y preparación pudieron llegar los pioneros de las nuevas técnicas a descubrir y experimentar las fórmulas científicas que hoy ocupan todos los momentos de nuestra cotidianidad y nos han robotizado sin que nos hayamos dado cuenta de tan tremendo error. No habíamos llegado a la luna, ni podíamos hablar y enviar tantos mensajes llenos de disparates ortográficos mientras andamos o viajamos, ni mucho menos nos podíamos permitir ver películas, entrevistas, novelas y programas de muy diversa índole en la pantalla cuadrada y hoy plana de un televisor, sin tener que movernos de casa. Todos permanecíamos en torno a ese aparato acaparador de miradas que nos impiden relacionarnos e interesarnos por las personas que están a nuestro alrededor. Ni podría estar redactando este artículo, de una forma tan simple como teclearlo ante un cuadrado iluminado, donde compruebo al instante el texto y sus posibles fallos, sin necesidad de tener que utilizar borrador, bolígrafo y hojas de papel. Y posteriormente, pulsar en un espacio determinado y remitirlo a cientos e incluso miles de kilómetros en un tiempo record de segundos. Todo tan cómodo y rápido que ha perdido casi su intimidad y emoción al no causarnos esa sensación de bienestar que sentíamos cuando veíamos ese final a costa de tantos folios y esfuerzos gastados. Ese encanto de aquellos años en que sentado ante cualquier mesa, a solas con un cuaderno o unas cuantas hojas de papel y un bolígrafo “Bic”, de ésos que anuncian sirven para llenar kilómetros de texto, ir pensando, escribiendo, leyendo, tachando y ordenando nuestros pensamientos de una manera más complicada y lenta, pero por lo mismo más auténtica, sentida y deseada.
Estamos sometidos a las máquinas y al poder de esos genios que hoy proliferan y se hacen millonarios inventando nuevas tramas para complicarnos aún más la existencia, y que viven aislados y ocultos dentro de sus fortalezas técnicamente perfectas y seguras para evitar el contacto con sus timoratos súbditos. Y ésta lucha por el poder de la mente humana se ha convertido en una incesante y feroz competencia entre genios y multinacionales sin escrúpulos que quieren ocupar el lugar de Dios en nuestra vida y hasta en los corazones de algunos. Lo que ayer era un prodigioso invento o aparato, hoy es una antigualla y mañana será otro distinto mucho más pequeño y con mayores facultades. Terminarán siendo tan diminutas que devoraremos esas máquinas casi diabólicas, para que puedan operar desde nuestro interior y tenernos más uncidos al carro de su inagotable creador, nuestro moderno dios y señor. Nos preocupamos en exceso de la informática y la electrónica como los conocimientos más fundamentales a nuestra existencia y no consideramos que estas ciencias nos acercan a lo desconocido, mientras nos alejan de lo más próximo y entrañable. Nos han convertido en esclavos de una serie de artilugios e incomodidades, -aunque no nos lo parezcan-, que nos ha privado de la comunicación a nivel coloquial y familiar, al contacto físico con esa persona a la que le hacemos llegar nuestro mensaje de “te quiero”, “te necesito” o sencillamente “estoy contigo”, pero en la distancia, sin poder apreciar su reacción y emocionarnos con el brillo o el llanto de su mirada en ese instante.
Hemos perdido asimismo, el placer inigualable y a veces morboso de aquellas retransmisiones radiofónicas donde sólo podíamos oír las voces de sus protagonistas sin rostros, dejando que nuestra imaginación forjara su imagen a nuestro gusto. A través de ellas podíamos pensar que se trataba de una belleza joven y escultural, una mujer perversa y fea o una anciana bondadosa y llena de ternura, según el papel que le habían asignado y que en muy pocas veces concordaba con el original. Y ese enigma, esas diversas suposiciones y ese empeño en ponerle una identidad física a lo que era simplemente una voz, era uno de sus mayores alicientes y la causa de hacer más excitante nuestro interés.
http://www.vistazoalaprensa.com/contraportada.asp?Id=1894
martes, enero 20, 2009
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