Hacia el caos
... Lo que me desazona, y deja perplejo, es el ritmo de destrucción de la política, entendida como una gestión de las cosas razonable y sujeta al control de las instituciones. El destrozo que el presidente ha infligido al sistema en pocas semanas, y preparado a fuego lento durante cuatro años y pico, desafía a la imaginación...
ÁLVARO DELGADO-GAL Escritor
Lunes, 19-01-09
HACE unos meses, cuando prevalecía aún la idea de que el Gobierno se plantaría frente a las exigencias de la Generalitat en materia de financiación, escribí en este mismo diario: «(Zapatero) tirará de los fondos públicos con el fin de que queden satisfechas, a la vez, la Cataluña bilateral y la España multilateral» -«¡Es la política, estúpido!», 29 de agosto-. A la vista de lo que está ocurriendo, podría ufanarme de haber acertado. Pero no, no me ufano. Primero, el pronóstico no exigía el don de la presciencia. Segundo, la ufanía es siempre tonta. En tercer lugar, resultaría optimista afirmar que el acierto ha sido pleno. Yo preveía tensiones crecientes y una acentuación de la anarquía. Pero Zapatero ha montado unas saturnales romanas.
No hablo de cifras, que no se conocen todavía con exactitud y cuyo monto pudiera resultar secundario si la caída de la recaudación infla la deuda mucho más de lo esperado. Lo que me desazona, y deja perplejo, es el ritmo de destrucción de la política, entendida como una gestión de las cosas razonable y sujeta al control de las instituciones. El destrozo que el presidente ha infligido al sistema en pocas semanas, y preparado a fuego lento durante cuatro años y pico, desafía a la imaginación. El reto inmediato, para Zapatero, era conseguir que las relaciones bilaterales con Cataluña, consagradas en el Estatut, no despertaran en los demás territorios la sensación de que sólo quedaba repartirse las sobras de la tarta. El reto, por supuesto, era de resolución imposible. Pero lo imposible no arredra al Gobierno, el cual es dado a huir de la evidencia refugiándose en retruécanos inspirados en los lemas publicitarios de la radio y la televisión. La consigna monclovita, allá por agosto y septiembre, sonaba así: «La bilateralidad es compatible con la multilateralidad». ¿En qué se ha traducido este enunciado, animoso y absurdo a la vez? En que el presidente ha pelado la pava primero con Montilla, y luego, sucesivamente, con los restantes jefes autonómicos. De resultas, ha tenido que compensar a cada uno de los interlocutores de las promesas que acababa de hacer al anterior. Lo demuestra la caótica cascada de fondos de inversión que se han ido improvisando sobre la marcha, según se estiraba la ronda de contactos.
La prensa ha esgrimido cuatro fondos distintos. Pero como algunos son bivalvos, y otros bicéfalos, lo mismo da invocar cuatro que seis, o cinco y medio. Al fondo de garantía, se ha añadido el de suficiencia, y al de suficiencia, el de convergencia. Pero también existe un fondo de cooperación, y otro de competitividad. El último conocido, en el momento de escribir esta Tercera, se destinará a las regiones que padecen una mengua de población.
La multiplicación de fondos, por cierto, ha provocado que se apliquen criterios, no sólo dispares, sino contradictorios. Chaves está contento porque se invertirá en Andalucía con arreglo a la población, que allí es mucha. Simultáneamente, Juan Vicente Herrera ha logrado para Castilla y León un extra que se justifica argumentando la escasez demográfica. Y aún no ha concluido la zarabanda fabulosa. CiU aprieta, empujando al alza las reivindicaciones catalanas. Si consigue arrastrar al Tripartito, podría abrirse una segunda ronda. Los fondos crecerían entonces como las setas tras dos días de mansa lluvia otoñal.
Todo esto va a costar dinero. Por desgracia, los gobiernos han redescubierto el keynesianismo como una coartada para gastar a mansalva, y Zapatero podrá caminar a pie llano por el camino de la deuda. Ya les he anticipado, sin embargo, que el dinero no es lo que más me preocupa. Inmediatamente después de despachar con Montilla, Zapatero abordó a Pons y Esperanza Aguirre, dos barones populares a los que aprieta la falta de liquidez en sus respectivas administraciones. Les hizo proposiciones que no se podían rechazar, y dejó al primer partido de la oposición en tierra de nadie: o el PP persistía en denunciar el plan de financiación, en cuyo caso había de impugnarse a sí mismo a escala regional, o amortiguaba sus objeciones hasta reducirlas a líricas interjecciones. Ha sucedido lo segundo, como cabía presumir. Nada de esto es estrictamente inédito. No es la primera vez que un presidente del Gobierno tantea a las comunidades de signo contrario antes de convocar a todas en el Consejo de Política Fiscal y Financiera. Existen, no obstante, grados y proporciones, o si se prefiere, nada permanece igual, ni aun desde el punto de vista cualitativo, cuando se verifican determinados cambios a nivel cuantitativo. Felipe y Aznar hicieron cesiones notables, impelidos por la necesidad de cerrar mayorías parlamentarias. Pero el Estado central retuvo su preeminencia, bien que menguante, y se sabía de qué estaba hablando el BOE. Ahora, no. Ahora, para ejercer de funcionario, hay que aprender las habilidades del saltimbanqui.
No sería impropio resumir la situación anómala así: no hemos ingresado en un sistema federal, o, tan siquiera, confederal. Nos hallamos, más bien, en un no-sistema, en que los discreteos difusos del presidente substituyen a la acción del Parlamento. No es raro, no lo es de ninguna manera, que el decreto-ley se haya convertido en el instrumento principal de gobierno de un tiempo a esta parte. Con un matiz importante: el Ejecutivo, el Ejecutivo con mayúsculas, es José Luis Rodríguez Zapatero. Lo demás, guarnición y companage.
¿Cómo hemos llegado a esta situación extravagante? Existen explicaciones para todos los gustos, unas más solemnes que otras. Los historiadores alegarán una tradición democrática precaria. Y es verdad que los precedentes cuentan: cuando la historia no ayuda, hay que hacer un esfuerzo hercúleo para que las cosas mejoren, y muy grande, para que no se estropeen. La desmaña de la oposición, la inopia de las instituciones, y el desconcierto del votante, han contribuido harto a que perdiera gas el invento. Pero también interviene el azar. Ha sido muy elogiado el artículo que Zapatero publicó en un diario madrileño el 30 de diciembre. No fueron pocos los columnistas que afirmaron que entre los hechos de Zapatero, y las ideas vertidas en el artículo, mediaba un abismo, y que era necesario que esa joya la hubiese escrito un negro. Presumo que se quiso vejar al presidente acudiendo a esta perífrasis trabajosa, porque el artículo era flojo. Pero, sobre todo, era profundamente zapateresco. La tesis del presidente es que el mal peor que puede afligir al político es el cinismo, y que los cínicos, identificados poco más adelante con los fatalistas, se complacen en disfrazarse de «conocimiento, de experiencia, de prudencia, de pragmatismo».
El cínico, en fin, es que el acepta el principio de realidad, en la acepción freudiana del término. Hay que aceptar que si esto es cinismo, Zapatero no es cínico. Confundió a ETA con el Pen Club, se fumó la Constitución liando con ella un pitillo, y negó la crisis mucho después de que hubiera estallado. Ha rematado sus ensoñaciones asegurando que Obama le va a soltar una fresca al desarreglo cósmico, y que al Big Crunch seguirá el Big Bang en cuestión de semanas. La única, conjeturable rectificación, se ha producido por Internet, sorteando al Parlamento.
Con un señor así al frente, no es maravilla que el país ande mangas por hombro. Al tiempo, Zapatero acumula aptitudes muy especiales: ha sido diputado, secretario general del PSOE, y ha ganado las elecciones generales dos veces consecutivas. A la postre, es posible que no haya tanto azar
http://www.abc.es/20090119/opinion-tercera/hacia-caos-20090119.html
domingo, enero 18, 2009
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