jueves 22 de enero de 2009
La rosa seca
Félix Arbolí
E STAMOS en 1930, un día cualquiera de mayo. Elisa acaba de cumplir los quince años y su madre le ha regalado su primer vestido de adolescente. Es blanco, cerrado hasta la cintura con una hilera de botones nacarados y unas tiras de encajes afiligranados en ambos laterales que le llegan hasta la cintura y falda larga con cierto vuelo para permitirle una mayor facilidad de movimientos. Hasta entonces ha peinado unas largas y cuidadas trenzas. Aunque adolescente, para su madre seguía siendo su “niña bonita” y así se lo manifestaba en multitud de ocasiones, a pesar de las protestas de ella, nada sinceras, ya que en el fondo le agradaba esa mimosa manera de tratarla. Sus trenzas habían desaparecido y el largo pelo suelto le daba un aspecto de chica mayor, más aún con esa diadema que reemplazaba al enorme lazo con el que acostumbraba a recogérselo su madre en los años anteriores. También habían cambiado algo sus facciones con es el rimel negro que rodeaba sus pestañas para resaltar los grandes y profundos ojos y el difuminado rosado que cubría sus mejillas.Ya ha podido darse cuenta que su presencia ante los hombres no pasaba desapercibida, pues todo apuntaba a que llegaría a ser una espléndida mujer. Su salto de niña a adolescente le había cogido casi de sorpresa. Ya tuvo su primer susto cuando lo de la regla, que la sorprendió en el colegio durante la clase de gimnasia y hubo de acudir a la profesora toda asustada y acomplejada para que le explicara las causas de ese suceso y posteriormente la charla un poco aturdida y embarazosa de su madre cuando llegó a casa antes de la hora habitual. En aquellos años y bastantes posteriores no eran normales las charlas y consejos de este tipo entre madres e hijas pues se consideraba de mala nota hablar de estas cosas. Ajena a estos asuntos, cuando llegó ese momento la pobre cría se había sentido asustadísima, creyendo que esa sangre y esas molestias obedecían a una posible enfermedad y al suceder en ese lugar entonces tabú su temor y sobresalto fue aún más espantoso y le costó un gran esfuerzo tener que acudir a recibir las explicaciones de los mayores. . .
Se miró ante el espejo y se encontró satisfecha de su imagen, después de haberse dado un toque suave y sonrojado en los labios y comprobar el efecto del nuevo sujetador más fino y blanco, para que no se transparentara, que le hizo alzar un poco más sus incipientes pechos y sobresalir los pequeños pezones que apenas se les notaban. Su madre se dio cuenta de ese cambio en la forma normal del arreglo de su hija, pero no le dijo nada. Comprendía que ya no debía atacarla por lo que a su edad era práctica común entre las quinceañeras de la época. Era hija única y acaparaba todo el amor de sus padres sin excepción, aunque intentaban que no se convirtiera en una chica ñoña o consentida. También era una excelente estudiante. Sabía que podía confiar plenamente en ella y conocía a sus amistades y el ambiente en que se desenvolvía. Hasta sus zapatos nuevos presentaban un pequeño tacón, aunque más preciso sería decir que lo insinuaban. Era un día muy especial para ella. Un paso decisivo en su vida y una experiencia que le asustaba y entusiasmaba a un tiempo, porque no tenía la menor idea de cuales serían sus resultados. Su primera cita a solas con Nacho, el chico más guapo de la “panda”, la tenía bastante nerviosa, pues suponía vivir todo un momento desconocido y sugerente para ella. Pensó y decidió no contarle nada a su madre para evitar rollos, consejos, advertencias y hasta una posible prohibición.
En el colegio hablaba con sus amigas más íntimas de los chicos, sus costumbres, maneras de conversar y hasta sus más o menos correctas intenciones hacia la chica de turno. Había una de ellas, Carmenchu, rubia, ojos azules preciosos, estilosa y muy simpática, que ya había tenido frecuentes y variadas experiencias amorosas, aunque sin llegar al terreno que entonces y entre las gentes de su clase social, se consideraba impensable e inexpugnable, aunque a veces algunas rozaran peligrosamente sus límites. Ambas tenían la misma edad y vivían muy cerca la una de la otra, por lo que sus charlas y encuentros se prodigaban mucho más que con el resto. Incluso sus respectivas familias se conocían. A ella acudió para que le informara sobre lo que debería hacer, decir y consentir en ese primer encuentro solitario con ese chico ya experimentado. La noticia se extendió como la pólvora entre sus más íntimas y cada una de ellas intentó aportar su granito de arena en esa inminente aventura que iba a vivir para que todo le saliera lo mejor posible, evitando que su inexperiencia en estos casos le pudiera hacer algún daño.
Nacho era un chico muy bien considerado y perteneciente a una familia acomodada. Lo que se llamaba entonces un “buen partido” por las mamás de niñas casaderas. Su madre sabía que se conocían como habituales de su pandilla, pero desconocía esa cita a solas. A Elisa, le gustaba a rabiar ese chico alto, moreno, fuerte y bien vestido y un estudiante brillante que apuntaba alto en su futuro. Tenía muchas admiradoras y varias amigas algo más íntimas que el resto, pero ninguna había podido retenerle en exclusiva más de unas semanas. Cuando todo parecía ir viento en popa, el gallo desaparecía de ese corral y se lanzaba a la búsqueda de otras gallinas con las que alternar y pasar buenos ratos.
Todo esto lo conocía bien nuestra amiga y a pesar de ello, cuando él le propuso salir esa tarde para pasear por el campo o cualquier otro lugar, sin que las indiscretas de turno revolotearan en su entorno buscando el chismorreo, tras unos instantes de vacilación decidió aceptar la invitación. Aunque en un primer momento quedó algo desconcertada, ya que nunca había salido a solas con un chico, acabó dando su conformidad y ambos quedaron de acuerdo sobre la hora y el lugar en que deberían encontrarse. Le costó trabajo camuflar su nerviosismo ante su madre, pues en aquellos años las que dejaban de ser niñas para convertirse en señoritas, no podían alternar con un joven fuera del ámbito pandillero, o sin la constante presencia a una discreta distancia de una señorita de compañía, la famosa y antipática carabina que iría con los chismes y cotilleos a los padres nada más regresar del paseo, cuando la relación entre ambos era un tanto formal y conformada. Esto lógicamente era una norma sólo habitual en el ambiente serio y distinguido en que ella se desenvolvía. Por este motivo, oficialmente iba a dar una vuelta con sus amigas por el paseo principal de la ciudad como todas las tardes de sábados y festivos que no tenían que ir al colegio. Su madre tampoco sospechó nada anormal en el comportamiento de su hija y si acaso pudo notarla algo más nerviosa lo achacó a usar por primera vez ese pequeño tacón, que le obligaba a andar más lenta y estirada y al sujetador ya en la línea de mujer que también le resultaba una nueva experiencia. Sin olvidar ese vestido blanco que había estrenado hacía unos días con ocasión de la fiesta de su cumpleaños y había permanecido guardado en el armario para posibles y destacadas ocasiones. A su madre sólo le dijo que ese día le apetecía ponérselo para que hiciera juego con sus recién estrenados tacones.
La cita fue fascinante para ella. Nacho resultó ser un tío estupendo y muy agradable en su trato y conversación. Hablaron de todo y de nada. Como en los primeros romances de nuestra vida. A veces, él se la quedaba mirando fijamente con una expresión que hasta entonces no había visto en ningún otro chico de su grupo y ella notaba que le subía el calor a las mejillas y sentía un extraño y grato cosquilleo como si revolotearan mariposas en su estómago. Se consideraba la chica más feliz del mundo. Tenía ganas de gritar a los cuatro vientos su dicha y su suerte por esa sensación tan maravillosa y arrebatadora que la tenía dominada por completo. Nacho, algo más avezado en estas cuestiones, se dio cuenta enseguida del efecto que producía en ella sus palabras y escarceos amorosos. Le agradaba sentirse deseado y admirado y más aún al tratarse de esa chica tan guapa y sin malicia, de la que estaba seguro que sería el primero en despertar sus ansias y pasiones. Se enamoró sin poderlo impedir de su compañera de paseo y a ello contribuyó en gran manera la idea de sentirse protagonista de sus primeros y más bonitos alicientes amorosos. .
En un momento dado, él se acercó al rosal que adornaba la entrada a uno de los chales y tras observar que no era visto, cogió una de las rosas, la más roja y más grande que vio, la besó y se la ofreció a ella. Elisa la cogió emocionada mientras su cara enrojecía compitiendo en el color de la flor. Se la acercó a la nariz como queriendo percibir su aroma, aunque fueron sus labios temblorosos los que la recibieron. Luego él se acercó y sin que ella le pusiera resistencia, sólo un esbozo de queja y gesto de pudor, se besaron una sola vez, pero con ese beso que marca record en el tiempo y deja huella en los sentimientos. Terminado este atrevido impulso, no se dijeron nada más. El la enlazó por su cintura y en esa pose continuaron su paseo. Ella, con la cabeza baja, intentando demostrar una vergüenza que en el fondo no sentía, y él, en silencio, sin soltarla y respetando su mutismo y pudor. Así se dirigieron hacia el domicilio de Elisa, donde la despedida fue un sencillo “adiós”, tan lleno de deseo, como de turbación. .
Guardó la rosa en el bolsillo, para evitar preguntas e interrogatorios maternales que no le apetecían y entró en su casa, donde su madre oía la radio en el salón, mientras hacía su habitual y relajante punto de cruz. Se dieron las buenas noches y Elisa se encerró en su cuarto, con el pretexto de desnudarse y ponerse cómoda, pero en realidad para poder pensar y considerar al detalle todo cuanto había sucedido en su primera cita de amor. La flor ya un tanto deshojada la colocó en el pequeño vaso de dientes que guardaba en su armario, con un poco de agua. Uno de los pétalos había caído sobre la cama. Lo cogió y no queriendo desprenderse de nada relacionado con su primer encuentro amoroso y primer beso, lo guardó entre las páginas de uno de sus libros. El primero que sacó de su cartera de colegial.
Estamos en 2009, un día cualquiera de enero. Sin otra cosa más importante que hacer, me he dedicado a poner en orden mis libros, papeles y todos los objetos que se han ido acumulando en mi cuarto estudio a lo largo de los años. Libros que he ido adquiriendo en el Rastro desde hace algo más de treinta años que inicié mis visitas a ese mercadillo dominical. Son ejemplares que seleccionaba y compraba en los puestos de usados, más o menos antiguos, al increíble precio entonces y ahora de veinticinco pesetas y con el derecho a revolver y elegir. Tengo bastantes y algunos de indiscutible valor real y sentimental. En uno de ellos, “El primer manuscrito”, Método completo de Lectura, escrito por don José Dalmáu Carles, publicado en 1928, he encontrado entre sus páginas un pétalo seco, pero bien conservado, de rosa roja. Me llamó la atención no sé por qué y sin darme cuenta me puse a escribir lo que pudo ser su historia. ¿Ocurrió así?. Lo ignoro, pero tampoco lo pongo en duda. El detalle de haberse conservado éste pétalo tantos años escondido entre las páginas de ese libro, me indica que fue una chica enamorada la que tuvo el detalle de guardar en su método de lecturas habitual, ese recuerdo de su posible y primera historia de amor. Algo que en aquellos lejanos años románticos e inéditos para mi, debía ser normal, aunque hoy resulte desfasado. A mí particularmente me parece maravilloso y entrañable.
http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=5020
jueves, enero 22, 2009
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