lunes, enero 26, 2009

Felix Arbolí, Cuando amar era mas dificil que vivir

lunes 26 de enero de 2009
Cuando amar era más difícil que vivir

Félix Arbolí

H OY medio he visto un programa en la televisión y digo lo de “medio”, pues llegué ya empezado y lo dejé antes de que terminara, porque en lugar de distracción y esparcimiento, que sería el fin propuesto por sus autores y programadores, me produjo motivo de reflexión y añoranza. Era una crónica contra la censura que existía en la televisión de los años sesenta. Una crítica feroz y bien documentada de aquella época donde la moral más severa y represiva era moneda de cambio habitual en todas nuestras actividades cara al público e incluso en lugares y locales más o menos privados. Detalles, cortes y postizos, -como el famoso episodio del chal para cubrir los hombros y el escote de Rocío Jurado en una de sus actuaciones- que hoy se ve grotesco, exagerado y fuera de toda justificación, ante el destape total y la práctica del sexo más duro y liberado al que nos tienen acostumbrados incluso en horas escolares. Cualquiera de nuestros hijos, yo me debo referir a nietos, sabe más de sexo, pastillas, poses y prácticas anatómicas placenteras que nosotros cuando teníamos el doble de sus años. Bueno, en el caso de mi generación, el triple.

Hablar de la censura de los años sesenta nos causa risa a los que hemos conocido otras etapas mucho más difíciles todavía. Que ya es decir. Esos donde la mujer estaba más controlada que el reloj de la Puerta del Sol horas antes de las campanadas anunciando el Año Nuevo. Las relaciones amorosas eran un continuo equilibrio entre la pasión y el amor que nos despertaba esa mujer que absorbía nuestros sueños y pensamientos y las estrictas reglas de una moral acantonada en los tiempos de nuestros padres y abuelos. Todo posible atrevimiento o desliz era contrario a la Ley de Dios, según creencia generalizada entre nuestros mayores, y a las leyes de un gobierno que era más papista que el propio Papa. Sólo estaba permitido el amor cuando se llegaba a cierta edad y nuestros padres comprobaban y conformaban los méritos y virtudes de la mujer elegida. Y este examen en mi caso era bastante exigente. Dar con la mujer al gusto de mi madre era tan difícil y nada exagerado como encontrar esa aguja en el pajar.

Aunque se cumplieran los requisitos adecuados y exigidos, el campo no quedaba libre tampoco para desahogos y demostraciones cariñosas. ¡Qué va! Entonces se iniciaba la etapa más difícil, pues la pareja era sometida a un constante y enojoso seguimiento y a una vigilancia más severa que la de los presos de Guantánamo. Había ojos pendientes de ella no sólo por parte familiar, sino por esas cotillas tan abundantes en aquellos años, -solteronas resentidas y envidiosas-, que gozaban pudiendo airear sus chismes para que le llegaran lo más rápidamente posible a los padres y hermanos mayores, que ocupaban un lugar de privilegio en la educación de los pequeños a veces con mayor celo que sus propios progenitores. Yo que fui el menor de cinco hermanos, se bastante de eso. Aunque en honor a la verdad mi recuerdo más emocionado y ausencia más sentida fue la de mi hermano mayor y padrino de bautismo, en cuya persona encontré el padre que había perdido cuando sólo tenía cuatro años, a un hermano extremadamente cariñoso y sobre todo y más importante al amigo, confidente, protector y consejero que tanto bien me hizo en los momentos más cruciales de mi existencia. Es la muerte que peor llevo. A pesar de que ya éramos hombres y padres de familia, para él seguía siendo como un hijo más, aunque bastante más “crecidito” de los suyos propios. Fue la persona que más he echado de menos y a éstas alturas de mi vida, lo sigo recordando, añorando y sintiendo su tremenda influencia desde el lugar donde se encuentre, que al ser creyente, estoy seguro que será ese trozo de cielo reservado a los ángeles que Dios envía a la tierra para que nos protejan y ayuden.

¡Hay que ver lo que nos puede suponer ver un programa cómico de televisión sobre las rarezas del pasado! Hasta sacarme esas lágrimas que siempre que hablo de este hermano me salen sin pretenderlo.

Viendo esas escenas he recordado mis aventuras y desventuras amorosas en ese San Fernando de mis amores y mis pesares. Dado mi carácter enamoradizo y mi innata veneración hacia la mujer, me era muy difícil navegar por ese mar de incomprensiones, exigencias y controles. Me gustaron e intenté congeniar y entablar una relación nada frívola con varias chicas de mi época, que hoy serán unas abuelas respetables, y no pude porque ninguna de ellas logró pasar el control materno. Intentaba esquivar este obstáculo, pero me resultaba imposible ante el espionaje al que me hallaba sometido. Mi madre era una mujer excepcional. He de reconocerlo y no como hijo, sino como testigo de su lucha diaria, esfuerzos y empeños por conseguirnos un mundo mejor y menos doloroso que en el que entonces vivíamos. Asimismo era una creyente firme e inflexible que anteponía la Religión y su amor a Dios por encima incluso del que sentía por sus propios hijos, aunque éste era enorme e insaciable. Cualquier acción, detalle o palabra que ofendiera, aunque fuera someramente, a lo sagrado era para ella imperdonable. Ningún mandamiento de la Ley de Dios, ni de la Iglesia, podría ser omitido en su presencia. Era una mujer que se encontraba con Dios en cada minuto de su vida, porque lo hizo estar presente en todos sus actos, pensamientos y deseos. En estos tiempos hubiera sufrido enormemente al tener que ver, oír o soportar las imbecilidades, provocaciones y blasfemias que se dicen a diario. Hizo bien Dios en llevársela antes de que el mar se desbordara.

Sus exámenes a nuestras parejas no sólo se ceñían al aspecto moral y las costumbres religiosas de la candidata o candidato, sino también a su familia. No podía comprender que el hijo no tiene que ser necesariamente un calco de sus padres. Asimismo, tenía muy en cuenta su condición social y hasta su posible aire desenfadado y festivo, que no estaba bien visto en la mujer de esos años, aunque no significara que fuera una de las llamadas “frescas” y que hoy serían consideradas casi como “hermanitas de la caridad”.Encontrar en ese ambiente tan cerrado y estricto a la compañera de nuestra vida no era empresa sencilla y así se pudo comprobar en multitud de casados que tras varios años de matrimonio, esos “convenientemente convenidos”, buscaron las llamadas “queridas” o “mantenidas” entre la clase pudiente y las casas de citas entre los que no disponían de medios para acaparar en exclusiva a una mujer acorde con sus apetitos sexuales. Unos locales que dada la natural tendencia del hombre al sexo, a veces insatisfecho ante las alarmas y escrúpulos de esa esposa “malcriada”, hasta un gobierno tan puritano y estrecho como el de Franco los toleraba y controlaba sanitariamente. Medida de enorme trascendencia para la salud ciudadana que los gobiernos considerados liberales no han querido continuar y han convertido nuestras calles en lenocinios públicos. Posteriormente, cerradas las ventanillas de la censura surgieron los apaños más o menos aireados, los divorcios y esos juegos y cambios de parejas que hoy se consideran tan normales y que hablan del matrimonio como algo lejano en época y estilo.

En aquellos tiempos y no crea que cambió mucho más en los años sesenta cuando nos casamos, a la pareja sólo se le consentían inocentes juegos amorosos, que no pasaran de miradas tiernas y palabras almibaradas. No obstante, siempre íbamos más allá de lo permitido con aquellos juegos de manos y pies bajo la mesa camilla familiar o la de algún local, buscando lugares anatómicos precisos, así como esos besos escapados y rápidos en el cine, los rincones de cafeterías y despedidas en el portal teniendo muy en cuenta que no hubiera cotorra cercana. Para permitirnos gozar plenamente del amor de verdad, ése que se elige para acompañarnos mientras vivamos, había que pasar forzosamente por la Vicaría. El casamiento civil se realizaba en el mismo instante y lugar que el eclesiástico, pero éste era entonces el único valido ante la ley.

Creo que entre la censura de mis padres y abuelos y la actual hay un abismo enorme y opino que ni es bueno ir con una peluca que nos tape toda la cara, ni con una calva total que abarque cara y cabeza como si se tratara de una pista monda y lironda. Hay un término medio que puede hacernos gozar del amor, vivir sus emociones y sentir la fascinación de sus inigualables sensaciones sin llegar al extremo de convertirlo en un simple y momentáneo capricho.

http://www.vistazoalaprensa.com/contraportada.asp?Id=1902

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