martes, mayo 06, 2008

Manuel de Prada, Mujeres y jovenes

martes 6 de mayo de 2008
MUJERES Y JÓVENES

El nombramiento como ministras de una serie de mujeres menores de cuarenta años ha provocado durante las pasadas semanas una suerte de alborozo orgiástico en los medios políticos y periodísticos. La propaganda presenta estos nombramientos como un logro en la consecución de la igualdad efectiva entre hombres y mujeres; y, por supuesto, cualquier voz que se haya atrevido a poner en tela de juicio tales fervores ha sido de inmediato tildada de reaccionaria, rancia, machista, fascista y no sé cuántas enormidades más, no importa si su formulación era meramente chusca o si invitaba a reflexiones más hondas. Pero ya se sabe que la misión primordial de la propaganda consiste en amordazar los mecanismos reflexivos de la inteligencia, sustituyéndolos por un conglomerado de emociones automáticas y adhesiones lacayunas. No hace falta reflexionar mucho, sin embargo, para entender que el nombramiento de tantas mujeres como ministras es, antes que un logro de la igualdad, una operación cosmética. La igualdad efectiva no se logra desde arriba, sino desde abajo: y nombrar muchas ministras puede servir para llenar titulares de prensa, pero no creo que ayude demasiado a influir decisivamente en aquellos ámbitos donde la igualdad de la mujer es realmente lesionada. Se puede sostener que tales nombramientos poseen una eficacia ejemplarizante, pero tal eficacia se desvanece cuando comprobamos que la paridad entre sexos lograda en el gabinete ministerial (es decir, allá donde interesa al relumbrón propagandístico) se desvanece en cuanto nos detenemos a examinar la segunda línea de la política: secretarios de Estado, directores generales, etcétera. Pero, más allá de su descarada pretensión cosmética, merece una crítica reflexiva que tales nombramientos se ejecuten según reglas establecidas de paridad. Tal vez la paridad sirva para imponer una igualdad numérica, pero contribuye a debilitar la igualdad efectiva de la mujer, que debería sustentarse únicamente en la consideración de sus méritos. Cuando, por ejemplo, Esperanza Aguirre dice que nombrar a tantas mujeres «es una de las mejores cosas que ha hecho Zapatero», admite que nombrar mujeres es en sí misma una cosa buena; cuando lo cierto es que lo bueno –es decir, lo justo– es que las personas sean nombradas en atención a sus merecimientos. A nadie nos parecería bueno ni justo que un examen de ingreso a tal o cual cuerpo administrativo estableciera reglas de paridad que adjudicaran las plazas vacantes a idéntico número de hombres y mujeres; lo bueno y lo justo es que las pruebas realizadas por los candidatos sean enjuiciadas a la luz de su valía personal y profesional. Para mí que la paridad, lejos de favorecer la igualdad de la mujer, la perjudica, al limitar sus posibilidades de promoción al establecimiento de unas reglas numéricas; y, sobre todo, injuria su dignidad, pues presume que sin la ayuda de esa álgebra igualitaria, su promoción sería imposible, lo cual incluye de forma tácita y sibilina un ninguneo de sus méritos. Pero más molesta que esta sustitución del mérito por una vana álgebra que atiende a las gónadas se me antoja la exaltación de la juventud, convertida en signo distintivo de Progreso. La consideración de la juventud como una virtud en sí misma es propia de épocas decadentes. Lo fue en la Antigüedad (la República romana se hizo robusta escuchando a los ancianos, el Imperio caminó hacia su decrepitud a medida que primaron los bríos juveniles) y lo ha sido en épocas más recientes (el nazismo, por ejemplo, hizo de la deificación de la juventud uno de los fundamentos de su muy subyugadora estética y de su muy aberrante ética). Con esto no estamos defendiendo la gerontocracia; pero la sabiduría acumulada que proporcionan los años es condición indispensable del buen gobierno. Los jóvenes aqueos que asediaban Troya escuchaban, antes de entrar en combate, las recomendaciones del anciano Néstor; y en el Eclesiastés leemos que el más bello adorno de los ancianos es su rica experiencia. Naturalmente, el viejo verdaderamente sabio es aquel que sabe escuchar a los jóvenes y atender sus requerimientos, a la vez que los aplaca a la luz de la experiencia; pero en la exaltación propagandística de la juventud propia de nuestra época descubro un fondo de desprecio a la sabiduría que me huele a insensatez y engreimiento. Quizá es que soy un hombre muy poco moderno; pero declararse antimoderno es la única forma que nos resta para no ser esclavo de nuestra época (y de sus propagandas).

http://www.xlsemanal.com/web/firma.php?id_edicion=3067&id_firma=6091

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