lunes 26 de mayo de 2008
LIBERALES DE 1808
La Revolución Española
Por José María Marco
Napoleón Bonaparte quería que España fuera francesa. No se sabe muy bien por qué. Él mismo no lo aclaró nunca, ni en sus cartas ni en el Memorial de Santa Elena. Eso sí, tuvo ocasión más que sobrada de arrepentirse de aquella torpeza.
Ahí empezó a acabarse el sueño imperial. En las ruinas de la Europa continental, se dijo entonces, sólo España supo plantarle cara al César. Años más tarde, tal vez ni siquiera él mismo supiera ya explicarse cómo llegó a imaginar que los españoles de principios del siglo XIX estarían dispuestos a dejar de serlo para convertirse en un protectorado o en una provincia de Francia.
En el origen de este gigantesco error estratégico está toda una visión de España. La justificaba la decadente situación de la dinastía, con el enfrentamiento abierto entre Carlos IV y el heredero. La Marina española había quedado destruida en Trafalgar, en buena medida por ineptitud de los franceses. Y sobre todo estaba ese prejuicio que había ido tomando forma con la Ilustración francesa y según el cual España, si es que alguna vez había aportado algo al concurso de las naciones, hacía ya muchos años que no significaba nada.
Napoleón sabía que España no era Italia, ese conjunto de territorios cuya nacionalidad estaba sin construir. No parece probable que imaginara que iba a liberar a los españoles de entonces de la tiranía de los Borbones, como jugó en Italia a liberar a los italianos de los austríacos. Pero sin duda se figuró que el espíritu nacional, el sentimiento patriótico, la lealtad a la nación, presentaban en España el mismo estado lamentable que el de la Corte. Debió de pensar que España carecía de constitución política propia, que no era una nación y que le sería dado proceder a un cambio de dueños sin mucho trabajo. Una vez caída la Corona, el resto sería fácil. Habría resistencia, sin duda, pero no demasiada. La victoria estaba asegurada.
Lo mismo pensaron bastantes españoles. Entre ellos se contaban Godoy y su círculo, por interés; Carlos IV y Fernando VII, por cobardía y falta de dignidad; una parte muy importante del clero, entre ellos el Santo Oficio, que se desplazó a Bayona para rendir pleitesía al nuevo amo de España, aunque éste se apresuró a devolverle el favor disolviendo la venerable institución. Bonaparte contó también con buena parte de la nobleza, que con este gesto se jugó para siempre su prestigio como clase dirigente. Y tuvo el apoyo de toda una serie de funcionarios, muchos de ellos bienintencionados, que no tenían más forma de vivir que la que les proporcionaba el Estado: desde el padre de Larra, médico, hasta Moratín, uno de los más grandes prosistas en español, que quiso convencerse a sí mismo, después de conocer de primera mano el Terror en el París del verano de 1792, de que un Imperio surgido de la hoguera de la primera revolución totalitaria iba a instalar las Luces en su país…
Retrospectivamente, esta identificación con el invasor, esta disposición a colaborar con quienes querían suprimir la independencia y la soberanía del Reino de España ha sido compartida por muchos. En vista de lo ocurrido, los "afrancesados" de entonces andarán perplejos de su éxito póstumo. Casi ha acabado prevaleciendo el artilugio, lo que los postmodernos llaman una "narrativa", según el cual la Guerra de la Independencia no fue tal. No habría habido sublevación popular, las batallas contra el invasor fueron simples escaramuzas, las ciudades sitiadas no ofrecieron resistencia a nadie, los guerrilleros eran un hatajo de bandoleros, la Regencia y las juntas, una ilusión óptica. O bien todo eso habría sido, más o menos, fruto de una conspiración reaccionaria, clerical y xenófoba donde se forjó el nacionalcatolicismo, se fraguó el gigantesco malentendido en torno al liberalismo español y se desgajó la causa española de la causa de la libertad.
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El caso es que los españoles lo dejaron bien claro. No querían ser franceses. ¿Por qué habrían de querer serlo? Llevaban siglos llamándose españoles, sabían que la suya era una de las grandes naciones del mundo, conocían por instinto, cultura y tradición lo que ser español representaba. Como es natural, no estaban dispuestos a dejar de serlo. ¿Acaso tendrían que haberse ofrecido como víctimas propiciatorias y anticipadas de la doctrina según la cual España no ha dejado nunca de ser una ingrata madrastra disfrazada de madre dolorida? ¿O es que habrían tenido que inmolarse en el altar, todavía por erigir, del "problema de España", o en el de las "dos Españas", aún más siniestro si cabe? Pues bien, para aquellos españoles ni había dos Españas, ni España constituía problema alguno. Era su país, sencillamente, y un ejército extranjero quería arrebatárselo.
Los españoles hicieron lo que tenían que hacer, con la naturalidad que era de esperar en un pueblo maduro y orgulloso, es decir amante de lo suyo y dispuesto a defenderlo. Lo mismo habían hecho los franceses en 1792, cuando se opusieron a la invasión austríaco- prusiana, o los ingleses cuando se prepararon contra la flota española de Felipe II. No es de recibo la comparación con la Guerra de Sucesión, un siglo antes, ni con la incursión de los Cien Mil Hijos de San Luis en 1823. En ninguno de los dos casos estuvo en juego la independencia nacional, aunque lo estuviera el poder político, en buena medida ajeno a los propios españoles.
Por si fuera poco con el proyecto de anexión, el ejército de Bonaparte actuó aquí como una máquina de saqueo. Lo hizo en toda Europa, pero como el patrimonio artístico español era excepcionalmente rico, el estrago estuvo a la altura de las circunstancias. Quienes iban a traer a España el progreso y la Ilustración destrozaron, pillaron y robaron como pocas veces se ha visto en la historia. Sólo las invasiones nazis y soviéticas han alcanzado tal grado de brutalidad y falta de escrúpulos. Los españoles comprobaron en sus casas, en sus iglesias, en sus edificios públicos, que el águila imperial emancipadora era antes que nada un ave de rapiña. Y de qué categoría… Stendhal, que admiraba a un tiempo la fibra patriótica de los italianos y la energía del Empereur, habría homenajeado, de haber sido testigo de lo ocurrido en España, a los patriotas españoles.
Porque de eso se trata, en definitiva: de patriotismo, un sentimiento que entre los españoles de 1808 dio pie naturalmente a una guerra de liberación. Jorge Vilches es un historiador joven, pero con una trayectoria densa. Lo avalan una biografía de Castelar, un estudio pionero sobre el Partido Progresista y otro gran ensayo que va desvelando implacablemente, pero sin acritud, la acción política de Isabel II, la primera reina constitucional española. Ninguno de ellos era un asunto fácil. Ahora se ha atrevido con uno de los grandes hechos de la nuestra historia, el de la nación española en armas contra el invasor francés.
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Una vez demostrado que la Guerra de Independencia fue una guerra de liberación, que movilizó la conciencia nacional y galvanizó la lealtad patriótica, Vilches se centra en una de las grandes consecuencias de este movimiento. Tras el patriotismo, llegaba la libertad. A su vuelta, en 1814, Fernando VII el Deseado quiso abolir lo ocurrido desde 1808. El proceso mismo de intento de elaboración de un nuevo régimen político resultó frágil y difícil, en una ciudad asediada y con el país ocupado por las tropas napoleónicas. Pero de lo ocurrido en 1808, cuando los españoles se negaron a convertirse en súbditos de una dinastía de parvenus franceses, se deducía lógicamente una línea de profunda renovación política. Jovellanos, como muchos otros, lo llamó "revolución", la "revolución española".
Lo sucedido en Cádiz no era la única posibilidad política que se deducía de aquella revolución. Y como se sabe de sobra, una vez expulsados los invasores triunfó una línea política bien distinta. Pero los acontecimientos gaditanos sí que estaban imbricados, fundidos, en el levantamiento nacional y revolucionario. Vilches explica bien cómo el constitucionalismo español nace al calor del anhelo patriótico e impulsado por él. Hasta 1810 los "liberales", que todavía no se llamaban así, llevaron la iniciativa política y propagandística. Sólo en 1810 los reaccionarios o "serviles" empezaron a tomar posiciones; hasta entonces se habían mostrado muy tibios y conciliadores con el invasor. Tendría que llegar la proclamación de la Constitución en el año 12 para que consiguieran tomar la iniciativa.
Quienes articularon los nuevos argumentos en defensa de la libertad relacionaron naturalmente la negativa a convertirse en "vasallos" de los franceses con la sublevación contra el "despotismo ministerial" en el que había degenerado el gobierno bajo Carlos IV. Aquello llevaba a plantear la cuestión de la forma política que habría de darse al nuevo Estado. Y por mucho que se empeñaran los reaccionarios o "serviles", no había forma de recomponer el Estado previo, el "Antiguo Régimen" que de pronto debió de parecer de otra época, de tan radical como fue su desplome. De aquello no había quedado nada, excepto la Monarquía. En 1808 el Estado español, que llevaba siglos gobernando medio mundo, se hundió como no lo hizo ningún otro en Europa.
El despotismo que impuso Fernando VII a su vuelta no tendría nada que ver con esa forma de gobierno. Fue un paréntesis de absolutismo que se sostuvo sólo en función de la autoridad del Monarca, su habilidad y su falta de escrúpulos, el respaldo de una Iglesia amedrentada –no sin razón– por lo ocurrido en Francia y los errores de los liberales. Fue un gobierno personal, sin posible clasificación. Fernando VII quiso reforzar la Corona a costa del Estado. Pero era un proyecto condenado. Incluso en vida del rey, la Corona tuvo que empezar a poner en marcha las instituciones administrativas y políticas propias de un Estado moderno, liberal en el fondo.
Se ha dicho que la invasión francesa interrumpió la evolución natural de la Monarquía española hacia un régimen constitucional. Visto el temperamento de Fernando VII, cabe dudar de esta hipótesis, por otro lado imposible de demostrar. Quizás resulte más verosímil pensar que fue la propia Revolución Francesa la que cortó de raíz la línea reformista iniciada por el conde de Aranda y los ilustrados. Fue entonces cuando Floridablanca impuso el "cordón sanitario" que debía impedir la llegada a España de las abominaciones cometidas en Francia en nombre de la liberté.
Sea lo que sea, gracias al esfuerzo propagandístico y doctrinal de los "liberales" o "patriotas", muy pronto se identificó independencia con libertad, y la guerra contra el invasor con la puesta en marcha de un nuevo régimen cuya principal misión era hacer respetar la libertad.
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Como insistió Benedetto Croce, fueron los españoles los que inventaron el sentido político de la palabra "liberal" en el Cádiz de 1811. También fueron la inspiración de muchos otros pueblos que a partir de ahí, y por esos mismos años, aspiraron a la libertad. El faro que los alumbró fue el patriotismo de los españoles y la Constitución española.
NOTA: Este texto es un fragmento del prólogo de JOSÉ MARÍA MARCO al más reciente libro de JORGE VILCHES: LIBERALES DE 1808, que acaba de publicar la editorial Gota a Gota.
http://findesemana.libertaddigital.com/articulo.php/1276234793
domingo, mayo 25, 2008
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