martes, mayo 06, 2008

Horacio Vazquez Rial, La oposicion

miercoles 7 de mayo de 2008
LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA
La oposición
Por Horacio Vázquez-Rial
Resulta que el señor Taguas se ha pasado con armas y bagajes, lo cual incluye información privilegiada, al mundo de la empresa privada. Y que alguien, no se sabe quién, pagó a los piratas el rescate por los marineros del pesquero. Y que nadie sabe cuánto aceite ucraniano con bichitos, que diría Sancho Rof, circula por España, y que el Gobierno se ha dedicado a hacer publicidad de un tercio de las aceiteras existentes y ha sumido en el infierno de la desconfianza al resto. ¿Y la oposición? ¿Dónde está? Está haciendo cuentas. Internas. De aparato.
Sordo, ciego y mudo ante las voces de los simpatizantes, de los militantes, que son muchos, y de la gente sensata en general, que quisiera ver a Zapatero escuchando cantar a Sonsoles y no gobernando, don Mariano, a quien después de dos derrotas electorales ni se le ha pasado por la cabeza dejar los trastos en manos más eficaces que las suyas, se ha tomado su tiempo para convocar un congreso partidario en el que triunfarán los barones y se irán quedando cada vez más afuera los elementos más valiosos de la organización, los que todavía son coherentes con sus ideas.

Rajoy quiere, tal vez porque alguien se lo sugirió y él no fue lo bastante crítico, un PP cada vez más parecido al PSOE, olvidando que las semejanzas de estructuras acaban por ser semejanzas de fines. Quizá piense el hombre en un partido en el que las rebeldías molesten menos que un mosquito: si al PSOE no le han hecho daño Gotzone Mora y Rosa Díez, tampoco tendría que hacérselo al PP la rebelde Luisa Fernanda Rudi, que la semana pasada se abstuvo en la votación por la garantía del suministro de agua a Barcelona. Por no hablar de Esperanza Aguirre, tan directa siempre, que no tiene, por mecánica de aparato, los compromisarios suficientes para presentar una candidatura alternativa a la del gallego. Hay que acabar con esa gente tan molesta, aunque tenga apoyos que muy bien pueden perderse en las próximas elecciones. Y aunque el único beneficiario real de una disputa entre Rajoy y Aguirre sea el ahora sorprendentemente silencioso Ruiz Gallardón.

De paso sea dicho, don Mariano, lector de Marca, como sabemos desde la campaña de 2004, ha mandado al infierno de los partidos inexistentes a los liberales y a los conservadores, y ha acusado a Esperanza Aguirre de socialdemócrata, ignorando su manifiesta condición liberal, olvidando, si es que lo sabe, que el paradigma de lo socialdemócrata en el PP es el alcalde de Madrid: tanto, que con él en el Gobierno central apenas se notaría la diferencia y el régimen continuaría indemne.

Dicen por ahí que Aznar está preocupado por la deriva del partido que él creó y llevó al poder integrando en su dirección a personajes tan dispares como don Manuel Fraga y Rodrigo Rato, por sólo mencionar extremos. Esa obra de infinita delicadeza y negociación diaria con todas las partes, que reunió a ex ucedistas con demócrata-cristianos, liberales, conservadores, socialdemócratas y gentes de tendencias menos fáciles de definir, corre el riesgo de venirse abajo cuando Rajoy truena que cada uno se vaya a su partido, dando además la impresión de que no sabe cuáles son los partidos reales o de que preferiría que hubiera veinte, para mayor regocijo del bobo solemne, al que no está haciendo oposición. ¿Cómo no va a estar preocupado Aznar? Y yo, y usted, querido lector, que ve que, tal como están las cosas, hay zetapismo para largo.

Yo he hablado hasta el hartazgo en esta columna de la necesidad de líderes, más que de dirigentes. Felipe González, que es un líder, mal que nos pese, dio vuelta el resultado electoral en Cataluña con un acto fuera de campaña que dio finalmente al presidente los votos de los inmigrantes. Daniel Sirera, inteligente y bien posicionado respecto de la identidad y los objetivos del PPC, soportó una campaña distorsionada por las ambiciones de la ambiciosa e ideológicamente indefinible Montserrat Nebrera, que dice que se afilió al partido para llegar a ser su presidente, como si uno se hiciera sacerdote sólo para llegar a Papa. En el PP hay líderes, pero nadie les hace caso en la dirección. Esperanza Aguirre gana las elecciones por sí misma, e incluso cabría pensar que, últimamente, las gana contra Rajoy y, desde luego, por encima de Ruiz Gallardón.

En este no estar del PP empiezan a pasar cosas preocupantes: columnistas de derechas de toda la vida aplauden a Carme Chacón, independentista confesa (acuñó el célebre "Todos somos Rubianes") que ahora tiene a su ex jefe, Celestino Corbacho, como par en el gabinete ministerial. ¿Se acuerdan ustedes de quién es este hombre? Es el que dijo, en los inicios del Tripartito catalán: "Una vez terminada la reforma identitaria [sic], toca la reforma social". Desde luego, él, tan extremeño como Montilla andaluz, se hizo su reforma identitaria como quien se hace el harakiri, y es el más catalán de los catalanes que en el mundo ha habido. Pues bien: a casi todo el mundo le ha sorprendido agradablemente el hecho de que haya una ministra de Defensa embarazada y campante por los cuarteles y los lugares de destino oenegeicos de nuestro Ejército. Y de Rajoy nadie se acuerda en ese momento.

Hay que esperar al congreso del PP del verano para saber si hay oposición o no hay oposición, y quién la integra y cómo se expresa. Los cambios de Rajoy en el equipo parlamentario no son lo mejor de lo mejor, y Soraya no es lo que se dice una vieja fajadora destinada a ser challenger de la vicepresidenta: resulta más bien como si yo desafiara al campeón mundial de los pesados. Caras nuevas, ninguna, como no sea la de la Nebrera. Caras viejas y añoradas, menos. Acebes y Zaplana se han situado fuera, cosa que no hubiera estado del todo mal hace un año, no después de las elecciones.

El velatorio de Calvo-Sotelo fue una especie de ceremonia fúnebre de la Transición, con el discurso de esa sobrina sonriente, la ministra socialista Cabrera Calvo-Sotelo, que rara vez usa su segundo apellido, y las caras largas de los que ya no van a volver a estar. ¿Tendrían presente que el finado se había comido nada menos que un golpe de estado, el del 23-F, y que pese a ello había gobernado y hasta hecho aprobar una ley de divorcio?

El PP, por otra parte, se asemeja cada vez más al PSOE en lo tocante a estatutos, naciones y autonomías, barones de por medio. ¿Es que no hay más posibilidad que la de gobernar con los nacionalistas y como nacionalistas? Debieran recordar los populares que, en la medida en que esa semejanza aumente, pasarán a integrar el régimen peroniZta y serán incapaces de defender la unidad de la nación española. Ya se han hecho concesiones lingüísticas, fiscales, simbólicas y, desde luego, éticas en los últimos cuatro años.

Julio Anguita se ha presentado hace unos días en La Noria de Jordi González para explicar su regreso a la política, con un discurso de ortodoxia comunista años 50. Le preguntaron por su hijo muerto en Irak y se limitó a hablar de su gran dolor. Nadie mencionó a José Couso, y yo tuve que interrogarme acerca de lo que hubiese sucedido si a Julio Anguita Parrado le hubiese matado un misil americano y no uno iraquí. Rosa Aguilar ha dejado el PC: ¿optará por el PSOE? Ella no es Anguita, no tiene ortodoxia a la que regresar. Y sospecho que a los dos, Anguita y ella, la unidad de la nación española les importa lo mismo que a Rubianes.

Por el momento, la única oposición verdadera es la que hace Rosa Díez. Sería interesante aprender algo de ella. Por ejemplo, a sostener principios, después de que Alfonso Guerra votara a favor del Estatuto de Cataluña.


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ALLÍ ARRIBA NO HAY NADIE
La conspiración de los líderes anónimos
Por Horacio Vázquez-Rial
El XX fue un siglo de líderes. Para bien o para mal, lo fueron De Gaulle y Churchill, Stalin y Mussolini, Roosevelt y Hitler, Perón y Mao. Gente con capacidad de movilización, capaz de suscitar adhesiones personales con unos recursos mediáticos que, a la vista de los actuales, nos resultan francamente pobres.
España fue pródiga en personalidades carismáticas de diversa entidad y orientación, desde José Antonio Primo de Rivera hasta Dolores Ibárruri, pasando por los aún eficaces Santiago Carrillo y Manuel Fraga. No intentaré componer aquí una lista detallada, que incluiría sin duda al primer Felipe González y a José María Aznar, sino señalar lo que parece obvio: ningún miembro del Gobierno actual está hecho de esa madera. Y sin embargo, cuando el presidente Zapatero habla de la crisis derivada del rechazo al Tratado Constitucional lo hace en primera persona y se refiere a "los líderes europeos", incluyéndose.

En casi todos los casos el uso del término es hiperbólico: Blair no es Churchill ni Margaret Thatcher, Chirac no es De Gaulle –ni siquiera Mitterand–, Berlusconi no es De Gasperi ni Aldo Moro, Schroeder no es Erhardt ni Adenauer. No comparo con ánimo despectivo: sólo constato que ha tenido lugar una evaporación de la figura del líder en esta parte de Europa en que la política no es aún un oficio más, sino una actividad vocacional para la que se requiere o bien un íntimo impulso de servicio a la sociedad o bien una ambición de poder tan desmedida como peligrosa, sin excluir que ambos factores coincidan en individuos excepcionales. En cualquier caso, el político es, no está en la política.

En Suecia, un país al que se le supone un desarrollo social mayor y en el que cabe pensar que la política sea sobre todo técnica de gestión, los políticos se jubilan a una determinada edad y desaparecen de la escena pública; al parecer, sin dolor, aunque hace ya unos cuantos años que Ingmar Bergman nos contó en Fresas salvajes la historia de un médico que se retira porque así se establece en las normas del Estado pero que vive ese momento como tragedia. En España, Francia, Italia, Alemania, Gran Bretaña y unos cuantos países más, incluidos los Estados Unidos, nadie se jubila en la política. Puede apartarse de la competencia por los más altos cargos del Estado, como ha hecho explícitamente Aznar, o ausentarse, como Felipe González, pero jamás abandonar la política misma. Más aún: los líderes auténticos marcan la historia de los demás también cuando no están y por no estar.

Zapatero, al referirse a sí mismo y a sus colegas como líderes, además de dar cuerpo a su propia vanidad incurre en una falacia, porque es consciente de que tiene que llenar un vacío, transmitir cierta tranquilidad, convencer a la población de que no está huérfana, de que todavía hay quien vele por ella. Pero en su fuero íntimo sabe que no es así, que allá arriba no hay nadie. El Parlamento Europeo ha elegido presidente a aquel hombre que en cierto momento del pasado pudo liderar su partido, el socialista, y que había propuesto un plan hidrológico nacional generoso y territorialmente solidario, paralelo al que posteriormente aprobaría un Congreso con mayoría del PP: José Borrell.

Los procesos de aceptación y unción de un líder carismático guardan grandes semejanzas con los de enamoramiento individual: al margen de los méritos reales del objeto de amor, el enamorado pone en él todas las virtudes y le atribuye el don de satisfacer todas sus necesidades; lo inventa. Por un momento, los socialistas estuvieron al borde de inventar a Borrell. Y Borrell al borde de dejarse inventar. Pero el aparato lo devoró en cuestión de segundos, y el hombre que llegó al cargo que hoy ocupa, ya digerido, lo hizo mediante el expediente de abominar de sus propias propuestas y aplaudir la derogación de un plan que él sabía imprescindible. La maquinaria impide que a esos niveles pueda llegar un líder o el proyecto de un líder, la encarnación o la potencial encarnación de un proyecto de renovación. De modo que tenemos lo que tenemos: oscuros administradores de un poder que sólo aspira a perpetuarse ocupan el lugar de los líderes.

Tengo para mí que no se trata de un fenómeno propio de la política, sino de la reproducción en el campo de la política de algo que está sucediendo en la sociedad civil y en el mundo empresarial: la liquidación y absorción en el magma global de las clases dirigentes tradicionales. La burguesía se está extinguiendo –es probable que su último representante auténtico haya sido Agnelli–, las aristocracias de mérito a las que parecían tender las sociedades abiertas por medio de la libre competencia se han diluido en capas tecnocráticas sectoriales y los capitanes de industria son un recuerdo de días más felices. Las empresas mayores, mediante complejos entramados de fusiones y absorciones, han llegado a no tener dueño, a ser de muchos y de nadie en particular, con sus miles y miles de accionistas en los que, en cierta medida, se ha realizado la noción de capitalismo popular, que dejan las decisiones en manos de ejecutivos de altísimo nivel a los que pocos conocen y que rarísima vez comprometen su patrimonio en proyectos que no sienten propios. De los grandes empresarios creadores hemos pasado a las legiones de empleados ocasionalmente jerarquizados, siempre sustituibles y a menudo sustituidos, grises y en lo posible anónimos por definición. ¿Por qué iba a ocurrir algo distinto en la política?

La desaparición de los grandes líderes está ligada a una transformación de la democracia en muchos aspectos similar a la de las empresas. La noción de democracia como representación en los poderes públicos del conjunto social ha sido sustituida por otra, mayoritarista y tendencialmente abocada a los que algunos llaman "democracia autoritaria". Los partidos políticos son en lo fundamental maquinarias electorales y los votantes, como los pequeños accionistas de las corporaciones, delegan las decisiones en funcionarios que no asumen en absoluto la representación de nadie. Hay excepciones, es cierto –el sistema electoral británico, por ejemplo, sigue garantizando un mayor compromiso de representación–, pero la tendencia general es ésa.

Y trae aparejadas muchas desgracias, no pocas de las cuales están a la vista. Por mencionar sólo una: la Unión Europea tiende a una gerontocracia de estilo soviético cuyos miembros se empeñan en mantenerse apartados de la realidad mientras generan normativas contra natura, de las que los ciudadanos tienen escaso conocimiento pero que perciben opuestas a sus intereses –véase el caso del ingreso de Turquía y el "no" holandés al Tratado Constitucional–. De todos estos procesos debiera tomar buena cuenta la derecha liberal conservadora en España.

No voy a enumerar aquí las causas de la derrota electoral del PP en 2004, bien conocidas por los lectores, pero sí voy a mencionar una que no suele tenerse en cuenta: el liderazgo emergente de José María Aznar en el plano europeo, que amenazaba con alterar todas las relaciones de fuerza en el seno de la UE en un sentido progresista y modernizador, racional, liberal y realista. Eso no se podía tolerar, y por eso se montó una campaña de al menos dos años largos, sin límite moral alguno –se negó cooperación en asuntos de Estado, como si España careciera de intereses permanentes, v.g. Perejil– y apoyándose en cualquier error posible del Gobierno. Finalmente, la alianza de civilizaciones dio su fruto podrido el 11 de Marzo, y el resto fue inercia de oposición. Mariano Rajoy tiene, pues, una dura tarea por delante. De liderazgo antes que de dirección: debe seducir además de conducir.

Escribo esto tras presenciar en televisión el primer acto del proceso de reivindicación de Luis Roldán. El mismo día en que Marruecos oficializó su ocupación del Sáhara mediante la expulsión de un grupo de españoles, diputados entre ellos, sin la menor protesta seria internacional ni, desde luego, nacional. Rajoy, que sí levantó la voz, fue escamoteado por los medios.


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LA BATALLA DEL ESTATUTO DE CATALUÑA
El precio de la identidad
Por Horacio Vázquez-Rial
A mediados de julio El Mundo [15/7/2005] publicó una entrevista de Leonor Mayor con el señor Celestino Corbacho, presidente de la Diputación de Barcelona y alcalde de la segunda ciudad de Cataluña, L’Hospitalet de Llobregat. Bastaba, y basta, con el principal titular para comprender lo que pasaba, y pasa, por la cabeza del ilustre corregidor: “Maragall ya asume que la reforma identitaria debe dar paso a la social”.
Lo leí como lo que era: una confesión de que el Gobierno catalán llevaba mucho tiempo empeñado en una operación de ingeniería social –un modo elegante de llamar al viejo y tradicional lavado de cerebro– destinada a convertir, desde las instituciones, a los ciudadanos españoles de Cataluña en otra cosa: ciudadanos catalanes, tal vez, o catalanes a secas, o, lo que sería peor, súbditos catalanes, sean cuales fueren sus características, que ya se sabe que los experimentos de esa clase no tienen final predecible.

El siglo XX padeció varias grandes reformas identitarias, en Alemania, en Rusia, en Yugoslavia, en Armenia, con los resultados que conocemos. El chavismo que derriba estatuas de Colón y los movimientos indigenistas de Bolivia aspiran a ello, igual que los mugabistas de Zimbabwe, que no ven con simpatía a los granjeros la blancura de algunos granjeros. Pero no vamos a salirnos de Cataluña, porque da mucho de sí.

La reforma identitaria, de la que el señor Corbacho dice que debe estar terminada en otoño, dentro de unos días, no es ni puede ser obra del tripartito. Esta peculiar coalición de gobierno, en la que el presidente de la Diputación dice que hay "un partido de corte independentista" y otro no nacionalista, sino "catalanista y de izquierdas", el PSC, no puede ser ni es el responsable particular de tan magna obra. La coalición no hace ni ha hecho ni hará más que continuar con la obra de sus predecesores, que son ellos mismos con diferente collar: los gobiernos de CiU en el Palacio de la Generalitat y en algunos ayuntamientos, y del PSC en el Ayuntamiento de Barcelona y otros de no escasa entidad, como el de Gerona. O ellos mismos a secas, en no pocos casos. Recordemos uno de ellos, aprovechando que La Vanguardia nos ha refrescado la memoria el pasado 28 de agosto.

Ese día se cumplían 20 años de la muy celebrada conquista del monte Everest por un grupo de alpinistas catalanes. "Hem fet el cim", hemos ganado la cumbre, fue la consigna de la época. Los deportistas llevaban consigo en las mochilas unas cuantas banderas para plantar allá arriba y hacerse la foto correspondiente. Banderas de los patrocinadores de la expedición, que no debe de haber sido barata, entre ellos una de las dos caixas de ahorros locales, y por supuesto una senyera. Hasta ahí, todo bien, como en Tel Aviv o en Jerusalén. Pero, al igual que en Israel, alguien echó a faltar la bandera española. Pero entonces hubo menos idas y venidas, menos justificaciones diplomáticas, ningún expediente de investigación y ningún florista judío confundido. Lo que hubo fue una declaración, que La Vanguardia reproduce textualmente: "No había espacio físico ni moral para la bandera española en la cima del Everest. España debería entender que no podemos llevar fácilmente en el corazón la bandera que sustituyó a la nuestra por la fuerza".

Quien pronunciaba entonces tan sentidas palabras era el alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, hoy Honorable Presidente. No hacía falta que lo dijera Jordi Pujol, siempre más delicado en asuntos tales, ni ninguno de los dirigentes de la ERC de entonces, que lo pensaban, sin duda.

O sea, que el asunto es antiguo. Que llevamos muchos años enterrados en el proceso de se ha dado en llamar "normalización ligüística" de Cataluña, que en principio se planteó como el desarrollo del derecho, que no del deber, a expresarse en catalán y que posteriormente devino en corpus de privilegios y censuras que imponía el uso de la lengua como medio para acceder al empleo público y, a la larga, privado. De ahí a forzar a las empresas, desde los cafés hasta las fábricas de conservas, a rotular en catalán, régimen de premios y castigos mediante, había un paso. Y así como se subvenciona cada bote de tomate triturado con etiqueta y cada restaurante con carta en catalán, fueron y son subvencionados todos y cada uno de los libros publicados en la lengua local.

De modo que, llegado cierto punto, la pretensión de intervenir en las almas y en los espejos de Cataluña empezó a tener un coste muy elevado. En desmedro de la inversión en sanidad, por poner sólo un ejemplo de moda. Precisamente, la idea, harto peregrina, de instaurar un canon de un euro por visita en la Seguridad Social se lanzó en el mismo momento en que la casta dirigente de Cataluña dilapidaba millones en el nunca bastante denostado Fórum de las Culturas, apoteosis del multiculturalismo que es filosofía de base en esta parte del mundo, a la vez que operación especulativa para goce del partido del ladrillo.

Ahora reclaman fondos para atender a la salud de la población. Y el ínclito Pérez Carod lanza la propuesta megalómana de que todas las emisoras de España, de radio y televisión, tengan la mitad de su parrilla en catalán, gallego y euskera, supongo que con los costes de doblaje a cargo de Madrid. Realmente, ansío repetir la experiencia, vivida hace unos años en Bilbao, de ver Sólo ante el peligro con Gary Cooper hablando en euskera y subtitulado en español: no hay camino mejor para el mutuo entendimiento. Y es que Pérez Carod no quiere separarse: quiere que España se integre.

Por afán de integración dice, que si hace falta reformar la Constitución de 1978 para que se adapte a su idea de Estatuto, habrá que hacerlo. Eso sí, que nadie diga nada sobre el Estatuto en tan delicado momento de su elaboración: después de lanzar la idea de la galeuskización de los medios españoles, reclama sin rubor "que nos dejen en paz" mientras redactamos y vayan preparando el cambio constitucional. Sería cómico si no fuera repugnante.

En un artículo publicado en El País en 1988 escribí: "En la historia de la última década, los partidos políticos catalanes han eludido toda actitud clarificadora [...] Atentos a lo emocional, a lo simbólico, han relegado a un segundo plano el discurso racional de la política". La década había empezado en 1978, y lo mismo, muchos años después, hubo de ser reiterado en el reciente manifiesto de Ciudadanos de Cataluña.

No sólo nada cambió, sino que fue a peor. Ahora podemos decir con plena conciencia ya no que lo simbólico ha predominado en Cataluña sobre lo racional y sobre lo real, sino que eso era lo que pretendían los promotores del desaguisado. Lo simbólico ha devenido real, aunque no racional, y condiciona el resto. Nos estamos gastando en identidad, una identidad cuyos rasgos sólo conocen unos pocos, los ahorros de toda una historia.

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